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El mundo en que vivimos. Anthony Trollope
Читать онлайн.Название El mundo en que vivimos
Год выпуска 0
isbn 9788417743826
Автор произведения Anthony Trollope
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
—¿Quién debería decírselo a los Melmotte?
—Ese es el problema. Roger es tan severo y está tan cargado de prejuicios que no se puede hablar racionalmente con él.
—Ay, mamá… No irás a sugerir que…. No le habrás dicho que este lugar debería ir a parar a manos de Felix cuando él…
—Se morirá igual el día que el Señor lo desee; no lo matará antes de tiempo decirlo.
—Mamá, no te atreverás.
—Por mis hijos me atrevería a cualquier cosa. No pongas esa cara, Henrietta. No voy a decirle nada por el estilo. No es lo bastante inteligente como para entender lo mucho que nos ayudaría eso sin que le hiera irremediablemente.
Henrietta estuvo a punto de decir que su primo era lo bastante inteligente como para entender cualquier cosa, pero también demasiado honesto como para participar en una estratagema como la que su madre acababa de describir. Sin embargo, se contuvo y guardó silencio. Su madre y ella no compartían puntos de vista en lo que a ese asunto se refería. Empezaba a entender el tortuoso laberinto de maniobras en el que se desenvolvía la mente de su madre, y al mismo tiempo empezó a despreciarlo y a desagradarle profundamente. Pero en tanto que su hija, su deber era abstenerse de reprochárselo.
Por la tarde, lady Carbury se había dirigido sola a Beccles para telegrafiar a su hijo. «Cenarás en Caversham el lunes. Ven el sábado si puedes. Ella está aquí». Lady Carbury había dudado mucho antes de redactar su mensaje. La encargada de la oficina de telégrafos seguramente adivinaría quién era la mujer de la que hablaba, y quizá podía hacerse una idea del plan y fomentar los rumores. Pero era esencial que Felix estuviera informado de la gran oportunidad de que disponía. Había prometido venir el sábado y volver el lunes, y a menos que le advirtiera, probablemente no se quedaría. Y si le decía que bajara para la cena del lunes, desperdiciaría la ocasión de cortejarla el domingo. Lady Carbury quería, en suma, que su hijo permaneciera en Carbury el mayor tiempo posible, y sabía que nada atraería y conservaría la atención de su hijo como la información de que la heredera ya estaba instalada en Caversham. Cuando hubo mandado el telegrama, regresó y se quedó en su habitación, redactando durante un par de horas un artículo para el Breakfast Table. Nadie podía acusarla de pereza o dejadez. Después, dio un largo paseo por los jardines, pensando en el esquema de un nuevo libro. Pasara lo que pasara, lady Carbury persistiría. Si la familia caía en desgracia, no sería porque ella no se había esforzado. Henrietta, por su parte, se pasó el día entero sola. No vio a su primo desde el desayuno hasta que apareció en la salita poco antes de la cena. Sin embargo, pensó en él durante todo el día: en lo bueno y honesto que era, en el derecho que tenía de esperar que ella fuera amable con él. Su madre había hablado de Roger como si fuera un cadáver cuyo único fin era el de ser enterrado de una vez por todas, simplemente porque la amaba. ¿Podía tal cosa ser cierta? ¿Que la constancia de su afecto le impidiera formar una nueva relación, que nunca se casaría a menos que ella aceptara su ofrecimiento? Pensó en Roger con mayor ternura de la que jamás le había dedicado, y, sin embargo, no podía decirse que lo amara. Quizá su deber fuera entregarse a él sin amarlo, por lo bueno que era; sea como fuere, estaba segura de que no lo amaba.
Por la noche llegaron el obispo, su esposa la señora Yeld, los Hepworth de Eardly y el padre John Barham, el párroco de Beccles. El grupo consistía en ocho invitados, quizá la mejor cifra para mezclar damas y caballeros en una mesa, especialmente cuando no había anfitriona cuya prerrogativa y deber fueran sentarse frente al dueño de la casa. En este caso, fue el señor Hepworth quien se sentó en dicha posición, mientras que el obispo y el párroco se sentaron frente a frente y las damas ocuparon los cuatro rincones de la mesa. Roger, aunque no mencionaba esos detalles, no paraba de darles vueltas, pues creía que el deber de un anfitrión incluía administrar todo lo que tuviera que ver con la comodidad de sus invitados. En el salón le había dedicado mucha atención al joven clérigo, presentándole al obispo y a su esposa primero, y luego a sus primas. Henrietta lo observó durante toda la noche y se dijo que era un verdadero espejo de cortesía. Lo había visto antes, sin duda alguna, pero nunca había reparado en él con atención hasta que su madre lo había tachado de ser un hombre aburrido que moriría sin esposa y sin hijos porque ella se negaba a ser su mujer.
El obispo tendría unos sesenta años, gozaba de un aspecto saludable y contaba con unas facciones agradables, un cabello que empezaba a teñirse de gris, ojos claros, boca amable y una incipiente doble barbilla. Medía casi dos metros, tenía las manos grandes y el torso ancho, y piernas que parecían hechas a la medida del hábito. Además del obispado, contaba con una fortuna personal y, como no viajaba a Londres ni tenía hijos que gastasen su dinero, vivía en el campo como un caballero, con comodidad. También era muy popular: los pobres lo idolatraban y, aun en las diócesis que no apreciaban su teología, lo consideraban un obispo modelo. Los ricos y los pobres, los que estimaban el ritual una señal de Dios o del Demonio, lo consideraban un servidor fiel, porque no se decantaba por ninguna de esas posiciones. No era un hombre egoísta, amaba a su prójimo como a sí mismo y perdonaba todas las injurias, agradeciendo a Dios los dones que recibía cada día desde el fondo de su corazón mientras rogaba que le librara de la tentación. Pero dudo que pudiera impartir alguna enseñanza religiosa, o una que realmente creyera, si es que hace falta que uno crea para poder enseñar a otro a creer. ¿Quién sabe si realmente estaba libre de pecado o si albergaba algún temor profundo? Si así fuera, ni siquiera se lo había mencionado jamás a su esposa. Por el tono de su voz y su mirada, uno diría que dichas agonías jamás le habían rozado. Y sin embargo, era cierto que jamás hablaba de su fe ni debatía con los demás las razones para sostenerla. Era un buen predicador, y sus sermones morales eran cortos, breves y útiles. Jamás se cansaba de fomentar el bien entre sus parroquianos y hermanos de fe. Las puertas de su casa estaban abiertas para ellos y sus esposas, y los edificios de todas las iglesias de sus diócesis le preocupaban. Se esforzaba por mejorar las escuelas y por que los pobres tuvieran acceso a todas las comodidades posibles, pero jamás había declarado que el alma humana debe morir y vivir según su fe. Quizá no existía un obispo en Inglaterra más amado ni más útil para su diócesis que el obispo de Elmham.
El padre John Barham era la otra cara de la moneda: recientemente nombrado, era el cura católico de Beccles, y, sin embargo, ambos eran hombres buenos. El padre John medía un metro ochenta y era tan delgado, escuálido y de apariencia tan cansada que a menos que se inclinara, parecía muy alto. Poseía una espesa mata de pelo marrón que llevaba muy corto según los preceptos de su Iglesia, pero que siempre alteraba, pasándose las manos por él, de modo que, aunque corto, tenía aspecto de estar permanentemente alborotado y despeinado. Cuando era joven y le caían las guedejas por la frente, había adquirido la costumbre, cuando hablaba con energía, de tirarlas hacia atrás con el dedo, y ahora que lo llevaba corto seguía haciéndolo. Poseía una frente ancha y alta, enormes ojos azules, una nariz larga y estrecha, la boca atractiva, mejillas casi chupadas y una barbilla cuadrada y firme. No tenía un centavo, excepto lo que le daba la Iglesia, y no le bastaba para pagarse la comida y la ropa, pero no había hombre a quien le importaran menos esos detalles que al padre John Barham. Era el hijo de un caballero inglés de pocos medios, le habían mandado a estudiar a Oxford para que pudiera procurarse una parroquia de la que vivir, y la víspera de que lo ordenaran, había abrazado la fe católica. Fue una gran decepción para su familia, pero no se distanciaron hasta que una de sus hermanas siguió sus pasos. Después de que le prohibieran volver a la casa familiar, había seguido intentando convertir a sus otras hermanas por carta, y ahora él y su padre llevaban años sin dirigirse la palabra. Nunca lo mencionaba ni se quejaba. Si su destino era sufrir por su fe, lo aceptaba. Si hubiera podido cambiar de credo sin incurrir en la censura de los suyos, en la reprobación del mundo y en la pobreza, su propia conversión no le habría resultado la mitad de satisfactoria. Creía que su padre protestante, que en su opinión era equivalente a ser un pagano, tenía razón por haberle apartado de su vida. Seguía sintiendo afecto por él y rezaba por su alma para que un día abrazara la verdadera fe.
Para el padre Barham, lo más importante