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El mundo en que vivimos. Anthony Trollope
Читать онлайн.Название El mundo en que vivimos
Год выпуска 0
isbn 9788417743826
Автор произведения Anthony Trollope
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
—No, pero estoy segura de que estará muy contento de recibirnos si le propongo que vayamos todos a verle.
—¡No hables por mí, madre!
—Sí, especialmente tú.
—Ni soñarlo. ¿Qué voy a hacer yo en Carbury?
—La señora Melmotte me dijo ayer por la noche que toda la familia irá a Caversham para pasar tres o cuatro días con los Longestaffe. Habló de lady Pomona como si fuera su amiga personal.
—Oh. Ya veo. Eso lo explica todo.
—¿Explica qué, Felix? —dijo lady Carbury, que había oído hablar de Dolly Longestaffe y no ocultaba su temor de que la visita a Caversham estuviera relacionada con el enlace matrimonial de su agradable y joven heredero.
—En el club se rumorea que Melmotte se ocupa de los asuntos del anciano Longestaffe, y que va a poner orden. Hay una propiedad en Sussex y otra en Caversham, y dicen que Melmotte piensa quedárselas. Pero la cosa no está hecha porque Dolly, que haría lo que fuera por cualquiera, dice que no está de acuerdo en la venta. ¡Así que los Melmotte van a ir a Caversham!
—Eso me dijo la señora Melmotte.
—Y los Longestaffe son la familia más orgullosa de Inglaterra.
—Pues aún estoy más convencida de que deberíamos estar en la Finca Carbury mientras ellos estén ahí. No es nada raro. Todo el mundo pasa temporadas fuera de Londres, por esa zona. ¿Y porqué no deberíamos ir a pasar unos días en la mansión familiar?
—Nada raro, madre, si puedes organizarlo.
—¿Vendrás?
—Si Marie Melmotte está ahí, yo pasaré un día y una noche, por lo menos —dijo Felix.
Su madre pensó que, teniendo en cuenta que se trataba de Felix, había obtenido una elegante promesa por parte de su hijo.
Capítulo 13
Los Longestaffe
El señor Adolphus Longestaffe, caballero de Caversham en Suffolk y de Pickering Park en Sussex, se había encerrado cierta mañana durante casi una hora con el señor Melmotte en la calle Abchurch para hablar de sus asuntos privados y estaba a punto de abandonar la estancia con expresión insatisfecha. Hay hombres, y de provecta edad también, que piensan, pese a que ya deberían saber cómo es el mundo, que basta con encontrar la Medea adecuada para ellos, una que se ocupe de hacer hervir el caldero y así cocinar sus fortunas arruinadas de forma que ellos salgan como nuevos, frescos e impasibles. Este tipo de hechiceros estaban muy solicitados en la City, y en verdad las calderas seguían hirviendo, aunque el resultado del proceso raras veces terminaba en un rejuvenecimiento absoluto. No había existido una mejor Medea que el señor Melmotte, al menos en cuanto a su potencia financiera, y el señor Longestaffe creía que si lograba que el nigromante echara un somero vistazo a sus asuntos, todo terminaría bien. Pero el susodicho nigromante le había explicado al caballero que la propiedad no se creaba agitando ninguna varita mágica ni hirviendo pagarés en un caldero. El señor Melmotte confesaba ser capaz de aliviar la presión financiera que asolaba al señor Longestaffe a la mayor brevedad, transformando una propiedad en liquidez, y también podía averiguar el valor de mercado de dicha propiedad, pero no podía crear dinero de la nada.
—Solamente tiene usted una renta personal, señor Longestaffe.
—Correcto. Es lo que suele pasar con las propiedades familiares en el campo, señor Melmotte.
—Exacto. Y por lo tanto, no dispone usted de nada más. Su hijo, por supuesto, podría sumarse a la iniciativa, y en ese caso podría usted vender una de las dos propiedades.
—No podemos vender Caversham, señor. Mi esposa y yo residimos allí.
—¿Y su hijo no acepta vender la otra propiedad?
—No se lo he preguntado directamente, pero nunca hace nada de lo que le pido. Supongo que no aceptaría usted Pickering Park a cambio de un alquiler de por vida.
—No, creo que no, señor Longestaffe. A mi esposa no le gusta la incertidumbre.
Así pues, el señor Longestaffe se despidió envuelto en un sentimiento de orgullo aristocrático herido. Su propio abogado habría conseguido tan pocos resultados como él, y no tendría que haberle invitado a Caversham, como había hecho con el señor Melmotte. Desde luego, no habría invitado a la mujer y a la hija de su abogado. Al menos había logrado que el gran hombre le prestara unos pocos miles de libras, a un tipo de interés a convenir con el secretario del gran hombre, y lo había conseguido meramente contra la garantía del alquiler de una casa que poseía en la ciudad. Eso había sido incluso fácil, sin la demora que generalmente tenía lugar entre que se expresaba del deseo de dinero y se adquiría el mismo, y le había gustado. Pero ya empezaba a ocurrírsele que esa gratificación le costaría cara. Además, en aquel momento, Melmotte se le hacía odioso por otro motivo. Se había rebajado a pedirle a Melmotte que le hiciera director de la compañía de ferrocarril que el otro impulsaba y se había negado. ¡Le había dicho que no a él, Adolphus Longestaffe de Caversham! El señor Longestaffe se había rebajado aún más:
—¡Pero si lord Alfred Grendall forma parte de esa junta directiva! —dijo quejumbrosamente.
Ante lo cual el señor Melmotte procedió a explicarle que lord Alfred poseía aptitudes peculiares que le hacían idóneo para el puesto.
—Estoy seguro de que yo puedo hacer lo mismo que él —afirmó el señor Longestaffe.
Pero el señor Melmotte, frunciendo el ceño y hablando con cierta dureza, replicó que el número de directores ya estaba completo. Desde que dos duquesas habían visitado su casa, el señor Melmotte empezaba a pensar que tenía derecho a avasallar a cualquiera, especialmente a un caballero sin título nobiliario que le pedía entrar en su junta directiva.
El señor Longestaffe era un hombre alto y corpulento, de unos cincuenta años, con pelo y patillas cuidadosamente teñidos y ropa cortada de forma impecable, aunque siempre parecía que le fuera un poco estrecha; era alguien que dedicaba mucho tiempo a su aspecto personal. No es que se creyera atractivo, pero estaba especialmente orgulloso de su porte aristocrático. Albergaba la idea de que todas las personas entendidas en el asunto percibirían, con una sola mirada, que era un caballero de irreprochable estirpe y un hombre que sabía vestir a la moda. Estaba intensamente orgulloso de su posición en la vida, y se creía superior a todos los que trabajaban para ganar dinero. Por supuesto que había caballeros de muchos tipos, pero el representante de un caballero inglés, el modelo de todos ellos, era el que poseía tierras, títulos de propiedad familiares, una residencia antiquísima, muchos retratos de sus antepasados, algún que otro escándalo y una ausencia absoluta de cualquier tipo de empleo en toda la familia. Hasta empezaba a mirar con desprecio a los miembros de la nobleza, pues a muchos hombres de peor linaje los habían nombrado lords. Además, puesto que se había alzado y peleado cuatro o cinco veces por su patria, opinaba que un escaño en la Cámara era más bien señal de un origen humilde. Era, en suma, un estúpido al que ni se le había ocurrido la idea de ser útil para nadie, pero que se regía por una cierta noción de cómo debía comportarse la nobleza. Su posición le compelía a hacer muy poco y le impedía hacer muchas cosas. No podía ser tacaño con el dinero. Sí podía dejar sin pagar las facturas de su sastre, carnicero y otros proveedores hasta que los comerciantes perdieran la paciencia, pero no podía examinar la cuenta de gastos que le presentaban. Podía ser un tirano con sus criados, pero no preguntar por el vino que consumían cuando estaban en la zona del servicio. No sentía la menor piedad hacia sus inquilinos si cazaban sin su permiso, pero no se decidía a subirles el alquiler. Esa era su teoría vital, y trataba de vivir en consonancia, pero lo cierto es que ese empeño apenas le había proporcionado satisfacciones, ni a él ni a su familia.
En aquel momento, lo que más deseaba era vender la propiedad más pequeña y así aligerar las cargas de la otra. La responsabilidad de la deuda no era enteramente suya,