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Mi socio, el señor Montague, le indicará la dirección. —Y despidiéndose con afecto de Paul, estrechó las manos de todos los presentes, con aspecto de no dar la menor importancia a la cuestión del dinero, procedió a irse no sin antes pronunciar un viva por la Compañía de Ferrocarril del Pacífico Sur Central y México.

      Fisker no caía bien a nadie, porque sus modales no eran como los de ellos; su chaleco también era distinto. Fumaba su cigarro de manera diferente, y escupía en las alfombras. Decía «milord» demasiado a menudo, e irritaba a todos ya les tratara con familiaridad o con deferencia. Pero se había comportado razonablemente acerca de las deudas de juego, y ellos estaban en falta. Sir Felix era el culpable inmediato, pues debería haber entendido que no podía pagar a un extraño con pagarés que, por un pacto tácito, sí valían para pagar las deudas contraídas entre sí. Sin embargo, ahora no tenía ningún sentido insistir en el tema, aunque algo debía hacerse.

      —Vossner debe recuperar su dinero —dijo Nidderdale—. Vamos a llamarle de nuevo.

      —No creo que sea culpa mía —dijo Miles—. A nadie se le ocurrió que tendríamos que llamarle para que respondiera por las deudas de esa manera.

      —¿Por qué no? —dijo Carbury—. Tú reconociste que tenías esas deudas al firmar los pagarés.

      —Pienso que Carbury debería haber satisfecho la cantidad adeudada —dijo Grasslough.

      —Grass, querido mío —dijo el barón—, tus intentos de pensar nunca valen demasiado. ¿Porqué iba yo a suponer que jugaríamos con un desconocido? ¿Acaso llevas tú cantidades ingentes de dinero en efectivo encima, para pagar en caso de que hubieras perdido tú? No sé, pero yo no voy por la calle con seiscientas libras esterlinas en el bolsillo; ¡y tú tampoco, no digas lo contrario!

      —No sirve de nada quejarse —dijo Nidderdale—. Vamos a conseguir el dinero.

      Montague se ofreció a cubrir la deuda con sus propios fondos, argumentando que solía realizar numerosas transacciones financieras con sus socios. Pero los demás no lo consintieron. Acababa de unirse al grupo de amigos, nunca había firmado un pagaré, y era el último que debía responsabilizarse de la falta de pecunio de Miles Grendall. En cambio, el joven cuya falta de liquidez —a la cual se sumaba una escandalosa incapacidad de conseguir crédito— permanecía en silencio, acariciando su espeso bigote.

      Tuvo lugar una segunda ronda de conversaciones entre Herr Vossner y los dos caballeros, esta vez en una estancia diferente, que concluyó con la preparación de un documento mediante el cual el señor Miles Grendall se comprometía a pagarle a Herr Vossner cuatrocientas cincuenta libras al cabo de tres meses, y los dos lores, sir Felix y Paul Montague respaldaban su crédito. A cambio, el alemán consintió en entregarles trescientas veintidós libras y diez peniques en billetes y monedas de oro. Eso llevó un cierto tiempo, tras lo cual se sirvió y consumió té; después, Nidderdale, con Montague, salieron hacia la estación de ferrocarril para encontrarse con Fisker.

      —No nos costará demasiado: unas cien libras por cabeza, todo lo más —dijo Nidderdale, en el taxi.

      —¿Crees que Grendall no pagará?

      —Por Dios, claro que no. ¿Cómo podría?

      —Entonces, no debería jugar.

      —Eso sería muy duro para él, pobre. Supongo que recuperaríamos el dinero si fuéramos a hablar con su tío, el duque. O Buntingford podría arreglarlo también. Quizá algún día gane, quién sabe, y entonces pueda saldar sus deudas. Sería justo con todo el mundo si tuviera dinero, ¡pobre Miles!

      No les costó encontrar a Fisker, envuelto en brillantes mantas y un abrigo ribeteado con seda.

      —Le traemos el dinero —dijo Nidderdale, acercándose a él en el andén.

      —Milord, de veras, lamento muchísimo que se haya tomado tanta molestia por una nadería.

      —Un hombre siempre debería cobrar sus ganancias cuando juega.

      —Eso son detalles en Frisco, milord.

      —Qué buena gente son ustedes en Frisco, vive Dios. Aquí pagamos en cuanto podemos. A veces no es posible pagar rápido, y entonces se produce una situación desagradable.

      Volvieron a despedirse, y por fin Fisker salió hacia su destino.

      —No es mal tipo, pero no se parece en absoluto a un caballero inglés —decretó lord Nidderdale, saliendo de la estación.

      Capítulo 11

       Lady Carbury en su casa

      Durante las últimas seis semanas, lady Carbury había vivido entre la depresión y el entusiasmo. Su gran obra, las Reinas criminales, se había publicado y la habían reseñado en numerosos lugares. Este asunto no siempre le había traído placer, pues dichos artículos contenían no pocas palabras duras acerca de ella. A pesar de la hermosa amistad que la unía con el señor Alf, uno de los subordinados de lengua más acerada se había encargado de la lectura de su libro, y lo había destrozado casi con ávida malignidad. Uno pensaría que una obrita tan ligera no merecía una reacción tan atenta y desatada. Pero con despiadada abundancia, el crítico había señalado error tras error. Sin duda, el autor del artículo era un sesudo especialista en todas las etapas de la Historia, pues cuando se detenía en los errores que lady Carbury había cometido, siempre se refería a los hechos históricos mal citados, mal fechados o mal narrados, como si estuviera familiarizado con ellos con tanta frescura como un alumno de doce años. El autor de la crítica sin duda poseía toda una biblioteca de referencia y dominaba el arte de localizar todas las citas que precisaba en un instante, y sin embargo daba la sensación de que su tarea se limitaba a comprobar uno por uno los errores, sin más conocimiento del asunto que el que tiene un ama de casa sobre el carbón, cuando hace inventario de los sacos que contiene el almacén. Hablaba del parentesco de una de las antiguas damas de mala vida, y de las fechas de las enfermedades de otra, con un aplomo pensado para demostrar que poseía el conocimiento exacto de dichos detalles, y que siempre lo había poseído. Debía ser un hombre de vasta y variada cultura, y se apellidaba Jones. El mundo no le conocía, pero su erudición estaba al servicio del señor Alf y de su crueldad. La grandeza del señor Alf consistía en que siempre tenía un lacayo apellidado Jones, o dos, para que le hicieran el trabajo sucio. Y no era poco trabajo, pues también contaba con un Jones para la filología, la ciencia, la política, la historia y un Jones especial, extraordinariamente preciso y al día de sus referencias, dedicado en cuerpo y alma a la crítica del drama isabelino.

      Hay críticas que se escriben para vender un libro, y que se publican inmediatamente después de la puesta en venta del volumen, o incluso poco antes; existe la crítica que proporciona un nombre y una reputación, pero que no incide en las ventas, y que llega un poco más tarde; la crítica que denota, silenciosamente, al libro, y la que busca elevar o hundir al autor un peldaño, o dos, a veces; también la crítica que súbitamente encumbra a un autor, y la crítica que lo aplasta. Sabemos de personajillos, Jones exuberantes que declaran en voz alta que piensan hundir a un escritor, y también de Jones confiados que afirman haber cumplido con su objetivo. De todas las críticas y reseñas, la que busca hundir al escritor es la más popular, pues es la más fácil de leer. Cuando circula el rumor de que un notable es la diana de una crítica virulenta, es decir, que ha sido atropellado por una fuerza de la naturaleza, un autobús de reseñas negativas, hasta que su cuerpo literario ha quedado hecho una masa amorfa, entonces sí puede hablarse de éxito, y el Alf del día ha logrado algo importante; pero incluso la humillación de un objetivo tan humilde como la pobre lady Carbury, si es absoluta, es efectiva. Y dicha reseña quizá no fuera a incrementar las ventas del Evening Pulpit, pero sin duda a los lectores del periódico les infundirá satisfacción, y el sentimiento de que era dinero bien empleado. Cuando la circulación de un diario empieza a flojear, los propietarios siempre deberían, por principio, instar a su Alf de turno a que añadiera potencia a su departamento de atropellos.

      Así pues, lady Carbury había sido aplastada

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