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alguna vez vuelvas allí, como la dueña de la casa.

      —Ninguna.

      —Claro, no esperaba oír otra cosa. Bueno, me despido. Que Dios te bendiga.

      El hombre no poseía el menor ápice de poesía. Ni siquiera le importaba ser romántico. Todas las señales externas del amor que tanto gustan a muchos hombres y que constituyen la única dulzura que muchas mujeres experimentan en su vida no significaban nada para él. Hay hombres y mujeres para los cuales hasta las postergaciones y decepciones del amor son encantadoras, incluso cuando existen en detrimento de la esperanza. Para dichas personas, la melancolía es dulce, dulce penar, dulce también sentir que la desgracia romántica les ha atrapado, igual que a los héroes y heroínas cuyos sufrimientos constituyen la materia de la poesía. Pero no para Roger Carbury. Él estaba convencido de haber encontrado a la mujer de su vida, digna de su amor, y después de haberla elegido, la deseaba con increíble intensidad. Había dicho la pura verdad cuando le había confesado que la vida sin ella no tenía sentido. En Inglaterra, no había nadie menos susceptible de arrojarse desde lo alto de un monumento o de hacerse saltar los sesos. Sentía el dolor en cada rincón de su mente. No lograba superar ningún escollo, ni alcanzar consuelo de ninguna manera. Solamente una cosa existía en su horizonte: perseverar hasta hacerla suya, o hasta que finalmente la perdiera de una vez por todas. Y si el resultado final era ese, como empezaba a temer, entonces seguiría viviendo pero en adelante, lo haría como un hombre que hubiera perdido una mano o una pierna.

      En el fondo de su corazón, estaba casi seguro de que la chica estaba enamorada del otro joven. También tenía la práctica certeza de que nunca había confesado ese amor, ni a sí misma ni a él. Tanto Paul como Henrietta le habían asegurado ese extremo, y Roger era un hombre a quien las palabras satisfacían fácilmente, y que tenía tendencia a creer al prójimo. Pero también sabía que Paul Montague sentía afecto por ella, y que el joven no pensaba renunciar a sus posibilidades de conquistar a Henrietta. Por eso, mirando hacia el futuro y adelantándose a los acontecimientos, creía adivinar que Henrietta terminaría convertida en la esposa de Paul. ¿Qué haría él, de ser así? Su felicidad personal quedaría completamente aniquilada, y solamente le quedaría ser testigo de la felicidad, prosperidad y alegría de la joven pareja. Roger se transformaría en una suerte de hada madrina, aunque la agonía de su decepción jamás le abandonaría. Sí, podía proceder así, darles su bendición; o también tenía la posibilidad de confesarle a Paul el profundo resentimiento que su ingratitud le causaría. ¿Acaso no había sido como un padre para él, o como un hermano? Le había abierto las puertas de su casa y le había prestado su dinero. ¿Qué derecho tenía Paul a irrumpir justo cuando Roger se disponía a alcanzar la perfecta felicidad y robarle todo lo que amaba en este mundo? Era consciente de que no todo encajaba en ese argumento, que cuando Paul se había enamorado de la chica no sabía nada del afecto de su amigo por ella; y que Henrietta, aún si Paul no hubiera aparecido, quizá jamás le habría concedido su mano de todos modos. Lo sabía, porque era un hombre de inteligencia despejada. Pero la injusticia y su tristeza eran tan grandes que perdonar y recompensar ese comportamiento se le antojaba una actitud débil y estúpida; casi propia de una mujer. Roger Carbury no creía en el perdón de las ofensas que los demás infligían. Si uno perdona todas las malas acciones, ¡termina por fomentar que los demás sigan perpetrándolas! Al entregarle una capa al que acaba de robártela, la pregunta es: ¿cuánto tiempo tardará en privarte también de la camisa y los pantalones? Roger Carbury regresó esa tarde a Suffolk, y tras reflexionar durante todo el trayecto, decidió que jamás perdonaría a Paul Montague si este se convertía en el marido de su prima Henrietta.

      Capítulo 9

       El gran ferrocarril a Veracruz

      —Has estado invitado en su casa. Así que no veo cuál es el problema. —Su interlocutor habló con un deje agudo y nasal: era un caballero americano bien vestido que esperaba en una de las más elegantes salitas de un gran hotel con parada de ferrocarril en Liverpool. Se dirigía a un joven inglés que estaba sentado frente a él. Entre ambos, la mesa estaba cubierta de mapas, calendarios y programas impresos. El americano fumaba un enorme cigarro, que giraba constantemente en su boca y que mordía por la mitad. El inglés tenía una pipa corta. El señor Hamilton K. Fisker, de la firma Fisker, Montague y Montague, era el americano y el inglés era nuestro amigo Paul, el socio más reciente de la compañía.

      —Pero si ni siquiera crucé una palabra con él —dijo Paul.

      —En los negocios, eso no importa. Es suficiente para que me lo presentes. No vamos a pedirle ningún favor, ni queremos su dinero.

      —Pensaba que sí lo queríais.

      —Si invierte, será uno más, por lo que no será ningún préstamo. Se convertirá en un socio, si es tan listo como dicen, porque verá que es una manera fácil de ganar un par de millones. Si además se presenta en San Francisco, se haría con el doble de esa cifra. Los hombres de negocios no lo dudarán dos veces e invertirán allá donde él vaya, porque saben que entiende de qué va el juego y que su instinto no falla. Un hombre que ha llegado donde está con el sistema financiero que hay en Europa, ¡por todos los santos! No hay ningún límite a lo que podría ganar si se uniera a nuestro fondo. Somos más grandes que todos los británicos, y aún hay sitio para más. Invertimos en empresas más grandes, y no perdemos el tiempo como vosotros. Y Melmotte es el mejor de entre todos. Si se decide y apuesta por esto, no encontrará inversión más segura ni más rentable. Lo verá de inmediato, si puedo hablar con él media hora.

      —Señor Fisker —dijo Paul misteriosamente—, puesto que somos socios, creo que debo informarle que la gente habla muy mal de la reputación del señor Melmotte.

      El señor Fisker sonrió amablemente, giró el cigarro dos veces entre sus labios y luego cerró un ojo.

      —Siempre se echa de menos la caridad del mundo, cuando un hombre tiene éxito.

      La propuesta de negocio era la construcción de un ferrocarril desde el Pacífico sur y central, hasta México, que debía empezar en Salt Lake City, partiendo de la vía de San Francisco y Chicago, y cruzando las fértiles tierras de Nuevo México y Arizona, adentrándose en el territorio de la república mexicana, atravesar la ciudad de México y salir hacia el golfo, en el puerto de Veracruz. El señor Fisker admitía sin ambages que se trataba de una empresa titánica, y que la distancia abarcaba unas dos mil millas; reconocía que no era posible contabilizar completamente el coste de construcción de dicha vía de tren; pero parecía convencido de que estas preguntas no eran importantes, más aún, que eran infantiles. Si Melmotte se decidía a invertir, seguro que no preguntaría nada por el estilo.

      Pero recapitulemos. Paul Montague había recibido un telegrama que su socio, Hamilton K. Fisker, le había enviado desde el puerto de Queenstown, en uno de los grandes cruceros de Nueva York, donde solicitaba que se reuniera con Fisker en Liverpool a la mayor brevedad. Dada la petición urgente, Montague se sintió obligado a obedecer. Personalmente, Fisker no le agradaba, y quizá era, en parte, porque durante su estancia en California jamás había podido resistir la combinación del buen humor, la audacia y la astucia del hombre. Le habían convencido para que participara en cualquiera de las propuestas que el señor Fisker tenía entre manos. Era un comportamiento absolutamente ajeno a su carácter habitual, y sin embargo, con su consentimiento habían abierto el molino de harina en Fiskerville. Temía por su dinero y no quería volver a ver a Fisker jamás; pero aun así, cuando Fisker viajó a Inglaterra, se sintió extrañamente orgulloso de ser su socio, y obedeció su llamada cuando este le convocó en Liverpool.

      Si la fábrica de harina le preocupaba, ¡qué no debía inquietarle del actual proyecto! Fisker explicó que había venido con sendos objetivos: primero, pedirle permiso a su socio inglés para el cambio en el negocio, y en segundo lugar, obtener el apoyo de inversores ingleses. El cambio en cuestión implicaba la venta del establecimiento de Fiskerville, para utilizar todo el capital fruto de esa operación en el desarrollo de la vía de ferrocarril. «Aún si pudiera invertir todo el dinero, no lograría ni construir una milla de ferrocarril», objetó Paul, ante lo cual el señor Fisker se echó a reír.

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