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Adolphus también necesita dinero, como el que más», había dicho lady Pomona. Él había negado con la cabeza, hecho un aspaviento y suspirado con escepticismo. Las mujeres no entendían nada de dinero. Después de salir encogido del despacho del señor Melmotte, se dirigió a la oficina de su abogado en Lincoln Inn. Tuvo que decirle que el título de propiedad de su casa en Londres era la garantía del préstamo de unos miles de libras que Melmotte le había concedido. El señor Longestaffe sentía que el mundo en general era muy duro con él.

      —¿Qué demonios vamos a hacer con ellos? —dijo Sophia, la hija mayor de la señora Longestaffe, a su madre.

      —Creo que es una vergüenza para papá —dijo Georgiana, la segunda hija—. Desde luego, no veo por qué tenemos que invitarlos.

      —No os preocupéis, yo me ocuparé de todo —dijo lady Pomona con voz cansada.

      —Pero, ¿de qué sirve invitarlos? —objetó Sophia—. No digo que no vayamos a una de sus horribles fiestas en Londres, porque va todo el mundo. No hace falta hablar con ellos y después ni siquiera hay que fingir conocerles. En cuanto a la chica, creo que si la viera, ni siquiera la reconocería.

      —Sería estupendo que Adolphus se casara con ella —dijo lady Pomona.

      —Dolly jamás se casará con nadie —dijo Georgiana—. ¡Menuda idea, que se tome la molestia de pedirle a una chica que se lo quede! Además, no vendrá a Caversham ni a rastras. Si esa es la jugada, mamá, no funcionará.

      —¿Por qué iba Dolly a casarse con esa criatura? —dijo Sophia.

      —Porque a todo el mundo le gusta el dinero —dijo lady Pomona—. No tengo la menor idea de lo que va a hacer vuestro padre ni por qué nunca hay suficiente dinero para nada, porque yo desde luego no lo gasto.

      —No creo que hagamos nada especialmente mal —dijo Sophia—. No sé cuánto ingresa papá, pero si tenemos que seguir viviendo, no se me ocurre qué podemos cambiar.

      —Siempre ha sido así, desde que tengo recuerdo —dijo Georgiana— y no pienso preocuparme más del tema. Supongo que a los demás les pasa lo mismo, solo que nosotros no lo sabemos.

      —Pero, queridas, ¡tenemos que invitar a los Melmotte!

      —Bueno, si no somos nosotros, alguien tendrá que hacerlo. Tampoco voy a preocuparme por eso. Supongo que bastará con un par de días.

      —Se quedan una semana entera.

      —Entonces más vale que papá los lleve a pasear, y punto. Qué cosa más absurda. ¿Qué gana papá con invitarlos?

      —El señor Melmotte es fabulosamente rico —dijo lady Pomona.

      —Pero no va a darle su dinero así como así —continuó Georgiana—. Bueno, no voy a intentar entenderlo, pero menudo barullo para nada. Si papá no tiene dinero para mantener la casa, ¿por qué no se va al extranjero durante un año? Los Sidney Beauchamps hicieron eso, y las hermanas se lo pasaron bien en Florencia. Allí fue donde Clara Beauchamp conoció al joven lord Liffey. A mí no me importaría nada cambiar de aires, pero, desde luego, me parece horrible tener que recibir a esa gentuza en Caversham. Nadie sabe quiénes son, de dónde proceden o qué será de ellos.

      Así habló Georgiana, la hermana más responsable de los Longestaffe y, en cualquier caso, la que poseía la lengua más afilada.

      Esta conversación tenía lugar en el salón de la casa familiar de los Longestaffe en la calle Bruton. No era una residencia encantadora ni por asomo, pues poseía muy pocos de los lujos y detalles elegantes que en los últimos años se han añadido a las residencias londinenses de nuevo cuño. Era oscura e incómoda, con salones demasiado grandes, habitaciones mal situadas y muy poco espacio para los criados. Pero se trataba de la antigua residencia familiar, y tres o cuatro generaciones de Longestaffe habían vivido allí sin disfrutar de la radical novedad que se estaba imponiendo, y que al señor Longestaffe le resultaba especialmente desagradable. Queen’s Gate y los barrios de los alrededores eran, según el señor Longestaffe, pasto de los comerciantes opulentos. Incluso Belgravia, aunque tenía más categoría aristocrática, olía a recién llegados. Muchos de los que vivían allí jamás habían sido dueños de residencias londinenses como las familias de toda la vida. Las antiguas calles que unían Picadilly y Oxford, situadas en una o dos zonas conocidas al sur y al norte de dichos límites, eran los lugares adecuados para una residencia respetable. Cuando lady Pomona, aconsejada por una amiga de alto copete pero de gusto dudoso, había sugerido mudarse a la plaza Eaton, el señor Longestaffe había mirado a su mujer con incrédula desconfianza y había reprobado su sugerencia. Si la calle Bruton no era lo bastante buena para ella y para sus hijas, entonces podían quedarse en Caversham. La amenaza de un confinamiento permanente en Caversham siempre se repetía, pues el señor Longestaffe, con lo orgulloso que estaba de su hogar, cada año se ponía más nervioso en un vano intento de ahorrarse el gasto de la expedición anual. Los vestidos y los caballos de sus hijas, el carruaje de su mujer y el suyo propio, sus aburridas veladas en Londres y el baile que lady Pomona siempre estaba obligada a celebrar le impulsaban a mirar el final del mes de julio con más temor que cualquier otra época. Era más o menos el momento en que empezaba a estimar cuánto le costaría la temporada londinense de su familia. Sin embargo, jamás las había convencido para que se quedaran todo el año en el campo. Las chicas, que no sabían nada del Continente más allá de París, ya habían dicho que querían viajar a Alemania e Italia durante doce meses, pero también habían dejado claro, con todos los medios a su alcance, que se rebelarían contra las intenciones de su padre de que permanecieran en Caversham durante la temporada de Londres.

      Georgiana acababa de terminar su enérgica protesta contra los Melmotte cuando su hermano entró en el salón. Dolly no solía aparecer por la casa de la calle Bruton. Tenía su propio apartamento y raras veces se dejaba convencer para cenar con su familia. Su madre le escribía notas sin fin, cada día, invitaciones de todo tipo: para cenar, para ir al teatro con ellas, para asistir al baile o a tal o cual velada. Dolly no las solía leer y nunca respondía. Las abría, las guardaba en algún bolsillo y procedía a olvidarlas. En consecuencia, su madre le idolatraba e incluso sus hermanas, que le superaban intelectualmente, le trataban con cierta deferencia. Podía hacer lo que le venía en gana, mientras que ellas se sentían esclavas del deber, obligadas por la pesadez del régimen de vida de los Longestaffe. La libertad de la que disfrutaba era increíble, desde el punto de vista de ellas, y muy envidiable, aunque eran conscientes de que la había usado para empobrecerse, a pesar de su fortuna inicial.

      —Mi querido Adolphus —dijo la madre—. Qué amable por tu parte.

      —Pues sí que lo es —convino Dolly, dejándose besar.

      —Ay, Dolly, ¿quién iba a pensar que te veríamos hoy? —dijo Sophia.

      —Servidle té —ordenó su madre. Lady Pomona siempre tenía el té listo para servir, desde las cuatro de la tarde hasta que se vestía para la cena.

      —Preferiría soda con brandy —respondió Dolly.

      —¡Mi querido muchacho!

      —Bueno, no lo he pedido, y tampoco espero que me lo sirvas. No es que lo quiera, es que simplemente lo prefiero a la idea de tomar té. ¿Y el jefe?

      Todas le miraron inquisitivamente. Algo debía pasar, cuando Dolly preguntaba por su padre.

      —Papá ha salido en el carruaje justo después de comer —contestó Sophia con gravedad.

      —Esperaré un poco para verlo —dijo Dolly mientras sacaba su reloj para mirar la hora.

      —Quédate y cena con nosotros —propuso lady Pomona.

      —No puedo, tengo que cenar con otro tipo.

      —¡Otro tipo! Seguro que no tienes ni idea de dónde vais —dijo Georgiana.

      —El otro tipo lo sabe. Bueno, y si no lo sabe, es un tonto.

      —Adolphus —empezó lady Pomona muy seriamente—. Tengo un plan y necesito tu ayuda.

      —Espero

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