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a las tres en punto a tomar café y copa. Hablaban poco. Ninguno se permitía jamás aventurar un aserto que no pudiera ser admitido por unanimidad. Allí se juzgaba a los hombres y los sucesos del día, pero sin apasionamiento; se condenaba, sin ofenderle, a todo innovador, al que había hecho algo que saliese de lo ordinario. Se elogiaba, sin gran entusiasmo, a los ciudadanos que sabían ser comedidos, corteses e incapaces de exagerar cosa alguna. Antes mentir que exagerar. Don Saturnino Bermúdez había recibido más de una vez el homenaje de una admiración prudente en aquel círculo de señores respetables. Pero en general preferían a esto hablar de animales: v. gr., del instinto de algunos, como el perro y el elefante, aunque siempre negándoles, por supuesto, la inteligencia: «el castor fabrica hoy su vivienda lo mismo que en tiempo de Adán; no hay inteligencia, es instinto». Hablaban también de la utilidad de otros irracionales; el cerdo, del cual se aprovechaba todo, la vaca, el gato, etc., etc. Y aún les parecía más interesante la conversación si se refería a objetos inanimados. El derecho civil también les encantaba en lo que atañe al parentesco y a la herencia. Pasaba un socio cualquiera, y si no le conocía alguno de aquellos fundadores preguntaba:

      —¿Quién es ese?—Ese es hijo de... nieto de... que casó con... que era hermana de....

      Y como las cerezas, salían enganchados por el parentesco casi todos los vetustenses. Esta conversación terminaba siempre con una frase:

      —Si se va a mirar, aquí todos somos algo parientes.

      La meteorología tampoco faltaba nunca en los tópicos de las conferencias. El viento que soplaba tenía siempre muy preocupados a los socios beneméritos. El invierno actual siempre era más frío que todos los que recordaban, menos uno.

      También a veces se murmuraba un poco, pero con el mayor comedimiento, sobre todo si se hablaba de clérigos, señoras o autoridades.

      A pesar de la amenidad de tales conversaciones, el grupo de venerables ancianos, con los que sólo había un joven y éste calvo, prefería al más grato palique el silencio; y a él se consagraba principalmente aquella especie de siesta que dormían despiertos. Casi siempre callaban.

      No lejos de ellos, y por cierto molestándolos a veces no poco, había dos o tres grupos de alborotadores, y a lo lejos se oía el antipático estrépito del dominó, que habían desterrado de su sala los venerables. Los del dominó eran siempre los mismos: un catedrático, dos ingenieros civiles y un magistrado. Reían y gritaban mucho; se insultaban, pero siempre en broma. Aquellos cuatro amigos, ligados por el seis doble, hubieran vendido la ciencia, la justicia y las obras públicas por salvar a cualquiera de la partida. En el salón de baile, donde no se permitía jugar ni tomar café, se paseaban los señores de la Audiencia y otros personajes, v. gr., el marqués de Vegallana, los días de mucha agua, cuando él no podía dar sus paseos.

      La animación estaba en los grupos de alborotadores antes citados.

      —«Allí no se respetaba nada ni a nadie»—decían los viejos del rincón.—Aunque estaban a dos pasos de ellos, rara vez se mezclaban las conversaciones. Los ancianos callaban y juzgaban.

      —¡Qué atolondramiento!—dijo un venerable en voz baja.

      —Observe usted,—le respondieron—que rara vez hablan de intereses reales de la provincia.

      —Únicamente cuando viene el señor Mesía....

      —Oh, es que el señor Mesía... es otra cosa.

      —Sí, es mucho hombre. Muy entendido en Hacienda y eso que llaman Economía política.

      —Yo también creo en la Economía política.

      —Yo no creo, pero respeto mucho la memoria de Flórez Estrada, a quien he conocido.

      Todo menos disputar; en cuanto asomaba una discusión, se le echaba tierra encima y a callar todos.

      En la mesa de enfrente, gritaba un señor que había sido alcalde liberal y era usurero con todos los sistemas políticos; malicioso, y enemigo de los curas, porque así creía probar su liberalismo con poco trabajo.

      —Pero, vamos a ver—decía—¿quién le ha asegurado a usted que el Magistral no ha querido confesar a la Regenta?

      —Me lo ha dicho quien vio por sus ojos a doña Anita entrar en la capilla de don Fermín y a don Fermín salir sin saludar a la Regenta.

      —Pues yo los he visto saludarse y hablar en el Espolón.

      —Es verdad—gritó un tercero—yo también los vi. De Pas iba con el Arcipreste y la Regenta con Visitación. Es más, el Magistral se puso muy colorado.

      —¡Hombre, hombre!—exclamó el ex-alcalde fingiendo escandalizarse.

      —Pues yo sé más que todos ustedes—vociferó un pollo que imitaba a Zamacois, a Luján, a Romea, el sobrino, a todos los actores cómicos de Madrid, donde acababa de licenciarse en Medicina.

      Bajó la voz, hizo una seña que significaba sigilo; todos los del corro se acercaron a él, y con la mano puesta al lado de la boca, como una mampara, dejando caer la silla en que estaba a caballo, hasta apoyar el respaldo en la mesa, dijo:

      —Me lo ha contado Paquito Vegallana; el Arcipreste, el célebre don Cayetano, ha rogado a Anita que cambie de confesor, porque....

      —¡Hombre, hombre! ¿qué sabes tú por qué?—interrumpió el enemigo del clero—. ¡El secreto de la confesión!

      —¡Bueno, bueno! Yo lo sé de buena tinta. Paquito me lo ha dicho. Mesía—y bajó mucho más la voz—Mesía le pone varas a la Regenta.

      Escándalo general. Murmullo en el rincón obscuro.

      «Aquello era demasiado».

      «Se podía murmurar, hablar sin fundamento, pero no tanto. Vaya por el Magistral y el secreto de la confesión; ¡pero tocar a la Regenta! Era un imprudente aquel sietemesino, sin duda».

      —Señores, yo no digo que la Regenta tome varas, sino que Álvaro quiere ponérselas; lo cual es muy distinto.

      Todos negaron la probabilidad del aserto.

      —Hombre... la Regenta... ¡es algo mucho!

      El pollo se encogió de hombros.

      —«Estaba seguro. Se lo había dicho el marquesito, el íntimo de Mesía».

      —Y, vamos a ver—preguntó el señor Foja, el ex-alcalde—¿qué tiene que ver eso de las varas que Mesía quiere poner a la Regenta con el Magistral y la confesión?

      No quería dejar su presa. No siempre en el Casino se podía hablar mal de los curas.

      —Pues tiene mucho que ver; porque el Arcipreste ha pedido auxilio al otro; quiere dejarle la carga de la conciencia de la otra.

      —Muchacho, muchacho, que te resbalas—advirtió el padre del deslenguado, que estaba presente y admiraba la desfachatez de su hijo, adquirida positivamente en Madrid, y muy a su costa.

      —Quiero decir que Anita es muy cavilosa, como todos sabemos—y seguía bajando la voz, y los demás acercándose, hasta formar un racimo de cabezas, dignas de otra Campana de Huesca—es cavilosa y tal vez haya notado las miradas... y demás ¿eh? del otro... y querrá curar en salud... y el Arcipreste no está para casos de conciencia complicados, y el Magistral sabe mucho de eso.

      El corro no pudo menos de sonreír en señal de aprobación.

      Al papá del maldiciente se le caía la baba, y guiñaba un ojo a un amigo. No cabía duda que los chicos sólo en Madrid se despabilaban. Caro cuesta, pero al fin se tocan los resultados.

      El desparpajo del muchacho solía suscitar protestas, pero luego vencía la elocuencia de sus maliciosos epigramas y del retintín manolesco de sus gestos y acento.

      Empezaba entonces el llamado género flamenco a ser de buen tono en ciertos barrios del arte y en algunas sociedades.

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