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vez, aunque no era seguro, ni mucho menos, entre aquellos hombres que la admiraban de lejos, devorándola con los ojos, habría alguno digno de ser querido... pero las tías se encargaban de mantener las distancias que exigía el tono, y los pobres abogadillos, o lo que fueran, tal vez demócratas teóricos, respetaban aquellas preocupaciones, y participaban a su pesar, de ellas. No se acercaban». Todos los que habían producido en Ana algún efecto, aunque no grande, hablando con los ojos, eran cualquier cosa menos proporciones. En Vetusta la juventud pobre no sabe ganarse la vida, a lo sumo se gana la miseria; muchachos y muchachas se comen a miradas, se quieren, hasta se lo dicen... pero lo dejan; falta una posición; las muchachas pierden su hermosura y acaban en beatas; los muchachos dejan el luciente sombrero de copa, se embozan en la capa y se hacen jugadores.

      Los que quieren medrar salen del pueblo; allí no hay más ricos que los que heredan o hacen fortuna lejos de la soñolienta Vetusta.

      «Entre americanos, pasiegos y mayorazguetes fatuos, burdos y grotescos hubiera podido escoger, seguía pensando Ana. Que lo dijera don Frutos Redondo.... Pero además, ¿para qué engañarse a sí misma? No estaba en Vetusta, no podía estar en aquel pobre rincón la realidad del sueño, el héroe del poema, que primero se había llamado Germán, después San Agustín, obispo de Hiponax, después Chateaubriand y después con cien nombres, todo grandeza, esplendor, dulzura delicada, rara y escogida...».

      «Y ahora estaba casada. Era un crimen, pero un crimen verdadero, no como el de la barca de Trébol, pensar en otros hombres. Don Víctor era la muralla de la China de sus ensueños. Toda fantástica aparición que rebasara de aquellos cinco pies y varias pulgadas de hombre que tenía al lado, era un delito. Todo había concluido... sin haber empezado».

      Abrió Ana los ojos y miró a su don Víctor que a la luz de una lámpara de viaje, calada hasta las orejas una gorra de seda, leía tranquilamente, algo arrugado el entrecejo, El Mayor Monstruo los celos o el Tetrarca de Jerusalén, del inmortal Calderón de la Barca.

       Índice

      El Casino de Vetusta ocupaba un caserón solitario, de piedra ennegrecida por los ultrajes de la humedad, en una plazuela sucia y triste cerca de San Pedro, la iglesia antiquísima vecina de la catedral. Los socios jóvenes querían mudarse, pero el cambio de domicilio sería la muerte de la sociedad según el elemento serio y de más arraigo. No se mudó el Casino y siguió remendando como pudo sus goteras y demás achaques de abolengo. Tres generaciones habían bostezado en aquellas salas estrechas y obscuras, y esta solemnidad del aburrimiento heredado no debía trocarse por los azares de un porvenir dudoso en la parte nueva del pueblo, en la Colonia. Además, decían los viejos, si el Casino deja de residir en la Encimada, adiós Casino. Era un aristócrata.

      Generalmente el salón de baile se enseñaba a los forasteros con orgullo; lo demás se confesaba que valía poco.

      Los dependientes de la casa vestían un uniforme parecido al de la policía urbana. El forastero que llamaba a un mozo de servicio podía creer, por la falta de costumbre, que venían a prenderle. Solían tener los camareros muy mala educación, también heredada. El uniforme se les había puesto para que se conociese en algo que eran ellos los criados.

      En el vestíbulo había dos porteros cerca de una mesa de pino. Era costumbre inveterada que aquellos señores no saludaran a los socios que entraban o salían. Pero desde que era de la Junta Ronzal, que había visto otros usos en sus cortos viajes, los porteros se inclinaban al pasar un socio sin importancia, y hasta dejaban oír un gruñido, que bien interpretado podía tomarse por un saludo; si era un individuo de la Junta se levantaban de su silla cosa de medio palmo, si era Ronzal se levantaban un palmo entero y si pasaba don Álvaro Mesía, presidente de la sociedad, se ponían de pie y se cuadraban como reclutas.

      Después del vestíbulo se encontraban tres o cuatro pasillos convertidos en salas de espera, de descanso, de conversación, de juego de dominó, todo ello junto y como quiera. Más adelante había otra sala más lujosa, con grandes chimeneas que consumían mucha leña, pero no tanta como decían los mozos. Aquella leña suscitaba graves polémicas en las juntas generales de fin de año. En tal estancia se prohibía el estridente dominó, y allí se juntaban los más serios y los más importantes personajes de Vetusta. Allí no se debía alborotar porque al extremo de oriente, detrás de un majestuoso portier de terciopelo carmesí, estaba la sala del tresillo, que se llamaba el gabinete rojo. En este había de reinar el silencio, y si era posible también en la sala contigua. Antes estaba el tresillo cerca de los billares, pero el ruido de las bolas y los tacos molestaba a los tresillistas que se fueron al gabinete rojo, donde estaba entonces el de lectura. El gabinete de lectura se fue cerca de los billares. La sala del tresillo jamás recibía la luz del sol: siempre permanecía en tinieblas caliginosas, que hacían palpables las tristes llamas de las bujías semejantes a lámparas de minero en las entrañas de la tierra.

      Don Pompeyo Guimarán, un filósofo que odiaba el tresillo, llamaba a los del gabinete rojo los monederos falsos. Se le figuraba que en aquel antro donde se penetraba con silencio misterioso, donde se contenía toda alegría, toda expansión del ánimo, no se podía hacer nada lícito. Los más bulliciosos muchachos al entrar en el gabinete del tresillo se revestían de una seriedad prematura; parecían sacerdotes jóvenes de un culto extraño. Entrar allí era para los vetustenses como dejar la toga pretexta y tomar la viril. Jugando o viendo jugar estaba siempre algún joven pálido, ensimismado, que afectaba despreciar los vanos placeres hastiado tal vez, y preferir los serios cuidados del solo y el codillo. Examinar con algún detenimiento a los habituales sacerdotes de este culto ceremonioso y circunspecto de la espada y el basto, es conocer a Vetusta intelectual en uno de sus aspectos característicos.

      En efecto, aunque el jefe de Fomento aseguraba que todos los vetustenses eran unos chambones, no era esto más que un pretexto para subir al cuarto del crimen en busca de más pingües y rápidas ganancias; porque jugar se jugaba en el Casino de Vetusta con una perfección que ya era famosa. No faltaban los inexpertos, y aun estos eran necesarios, porque si no ¿quién ganaría a quién? Pero contra la afirmación del jefe de Fomento protestaban los hechos. De Vetusta y sólo de Vetusta salieron aquellos insignes tresillistas que, una vez en esferas más altas, tendieron el vuelo y llegaron a ocupar puestos eminentes en la administración del Estado, debiéndolo todo a la ciencia de los estuches.

      Hay cuatro mesas en sendas esquinas y otros dos pares en medio. De las ocho, la mitad están ocupadas. Alrededor, sentados o en pie varios mirones, los más esclavos de su vicio. Se habla poco. Las más veces para pedir un cigarro de papel. Se dan pocos consejos. No se necesitan o no sirven. Basilio Méndez, empleado del Ayuntamiento, es el mejor espada de los presentes. Es pálido y flaco. No se sabe si viste de artesano o de persona decente, como dicen en Vetusta. El sueldo no le bastaba para sus necesidades; tiene mujer y cinco hijos; se ayuda con el tresillo; se le respeta. Juega como quien trabaja sin gusto; de mal humor; es brusco; apenas contesta si le hablan. Él va a su negocio: una casa de tres pisos que está construyendo a costa del tresillo junto al Espolón. A su lado está don Matías el procurador: juega al tresillo para huir del monte. Cuando la suerte le es adversa arriba, baja y se expone a ganar al tresillo todo lo que puede y a perder muy poco, porque si pierde lo deja. El que descansa en este momento, porque acaba de repartir las cartas, y juegan cuatro, es la gallina de los huevos de oro del Procurador y de don Basilio. Le van matando, pero por consunción. Es un mayorazgo de aldea; le llaman Vinculete. Antes venía de su pueblo durante las ferias a jugar al tresillo; después se hizo diputado provincial para venir a jugar al tresillo también, y por fin se hizo vecino de Vetusta para no separarse nunca de aquellos espadas a quien admiraba, de camino que les hacía ricos sin sospecharlo. El tresillo de su pueblo no le divertía.

      Vinculete jugaba desde las tres de la tarde hasta las dos de la mañana, sin más descanso que el preciso para cenar de mala manera. Don Basilio y el Procurador alternaban en el cuidado de desplumarle; se relevaban; pero a veces le desplumaban a un tiempo. El cuarto jugador era cualquiera. En las otras mesas

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