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respetables y dignos de estima viven esclavos de tamaña servidumbre, la servidumbre del noticierismo cortesano. Mucho más de la mitad del caudal fugitivo de sus conocimientos consiste en los recortes de la Correspondencia que los periódicos pobres se van echando, como pelotas, de tijeras en tijeras.

      Muchas veces, cuando reinaba aquel silencio de biblioteca, en que parecía oírse el ruido de la elaboración cerebral de los sesudos lectores, de repente un estrépito de terremoto hacía temblar el piso y los cristales. Los socios antiguos no hacían caso, ni levantaban los ojos; los nuevos, espantados, miraban al techo y a las paredes esperando ver desmoronarse el edificio.... No era eso. Era que los señores del billar azotaban el pavimento con las mazas de los tacos. Era proverbial el ingenioso buen humor de los señores socios.

      A las once de la noche no quedaba nadie en el gabinete de lectura. El conserje, medio dormido, doblaba los papeles, daba media vuelta a la llave del gas, y dejaba casi en tinieblas la estancia. Y se volvía a dormir a la conserjería.

      Entonces era cuando entraba don Amadeo Bedoya, capitán de artillería, en traje de paisano, embozado en un carrick de ancha esclavina. Miraba bien... no había nadie... la obscuridad le favorecía. Se acercaba al estante con mucha cautela; sacaba una llave, abría el cajón inferior, tomaba un libro, dejaba otro que venía oculto bajo la esclavina, escondía el primero entre sus pliegues y cerraba el cajón. Se acercaba a la mesa, después de respirar fuerte, silbaba la marcha real, y fingía echar un vistazo a los periódicos. ¡Periódicos a él! Por hacer que hacemos estaba allí cinco minutos, y salía triunfante. No era un ladrón, era un bibliófilo. La llave de Bedoya era la que el conserje había perdido. Don Amadeo era el don Saturnino Bermúdez de tropa. Había sido un bravo militar; pero como hubiera tenido el honor años atrás de ser elegido presidente de un Ateneo de infantería, y vístose en la necesidad de estudiar y pronunciar un discurso, se encontró con gran sorpresa excelente orador en su opinión y la de los jefes, y de una en otra vino a parar en hombre de letras, hasta el punto de jurarse solemnemente y con la energía que tan bien sienta en los defensores de la patria, ser un erudito. Empezó a llamar la atención de los vetustenses aquel militar que sabía de letras más que muchos paisanos, y el mismo Bedoya se animaba al trabajo con la gracia de lo que a él se le antojaba contraste de la artillería y la literatura. Poco a poco llegó a ser miembro, ya correspondiente, ya de número, de muchas sociedades científicas, artísticas y literarias. Despuntaba en la Arqueología y en la Botánica, sobre todo en la relación de esta a la Horticultura. Era un especialista en las enfermedades de la patata, y tenía un trabajo sobre el particular que no acababa de premiarle el Gobierno. También le daba el naipe por la biografía militar. Sabía de varios tenientes generales que habían sido otros tantos Farnesios y Spínolas, sin que lo sospechara el mundo; y sacaba a relucir la historia de tal brigadier que si, conforme no mandó, hubiera mandado la acción de tal parte, hubiera conquistado la gloria de un Napoleón, en vez de perder las posiciones, como en efecto las había perdido el general inepto.

      De esta clase de biografías de personas que pudieron ser importantes, estaban las fuentes en libros como aquellos que había en el cajón inferior del estante del Casino. Más ejemplares habría por el mundo, pero no se sabía de ellos, y Bedoya era de esa clase de eruditos que encuentran el mérito en copiar lo que nadie ha querido leer. En cuanto él veía en el papel de su propiedad los párrafos que iba copiando con aquella letra inglesa esbelta y pulcra que Dios le había dado, ya se le antojaba obra suya todo aquello. Pero su fuerte eran las antigüedades. Para él un objeto de arte no tenía mérito aunque fuese del tiempo de Noé, si no era suyo. Así como Bermúdez amaba la antigüedad por sí misma, el polvo por el polvo, Bedoya era más subjetivo como él decía, necesitaba que le perteneciera el objeto amado. «¡Si él pudiera hablar! Tamañitos se quedarían Bermúdez y el Magistral y tutti quanti». Pero no podía hablar. Iría a presidio probablemente, si hablara. «En fin, en puridad, tenía...—y miraba a los lados al decirlo—tenía un precioso manuscrito de Felipe II, un documento político de gran importancia». Lo había robado en el archivo de Simancas. ¿Cómo? ese era su orgullo.

      Así es que Bedoya, seguro de aquella superioridad, miraba por encima del hombro a los demás anticuarios y callaba. Callaba por miedo al presidio.

      El cuarto del crimen, la sala de los juegos de azar, y más concretamente de la ruleta y el monte estaba en el segundo piso. Se llegaba a ella después de recorrer muchos pasillos obscuros y estrechos. La autoridad no había turbado jamás la calma de aquel refugio repuesto y escondido del arte aleatorio, ni en los tiempos de mayor moralidad pública. A ruegos de los gacetilleros, singularmente el del Lábaro, se perseguía cruelmente la prostitución, pero el juego no se podía perseguir. En cuanto a las «infames que comerciaban con su cuerpo», como decía Cármenes escribiendo de incógnito los fondos del Lábaro, ¿cómo no habían de ser maltratadas, si diariamente se publicaban excitaciones de este género en la prensa local?

      Casi todos los días salía a luz una gacetilla que se titulaba, por ejemplo: ¡Esas palomas! o ¡Fuego en ellas! y en una ocasión el mismísimo don Saturnino Bermúdez escribió su gacetilla correspondiente que se llamaba a secas: Meretrices, y acababa diciendo: «de la impúdica scortum».

      Volviendo al juego, si algún gobernador enérgico había amenazado a los socios del Casino con darles un susto, los jugadores influyentes le habían pronosticado una cesantía. Lo ordinario siempre fue que hiciese la vista gorda, y no faltaron a veces subvenciones en la forma más decorosa posible, como decían las partes contratantes. Los jugadores vetustenses tenían una virtud: no trasnochaban. Eran hombres ocupados que tenían que madrugar. Tal médico se recogía a las diez después de perder las ganancias del día: se levantaba a las seis de la mañana, recorría todo el pueblo entre charcos y entre lodo, desafiaba la nieve, el granizo, el frío, el viento; y después de ímprobo trabajo, volvía, como con una ofrenda ante el altar, a depositar sobre el tapete verde las pesetas ganadas. Abogados, procuradores, escribanos, comerciantes, industriales, empleados, propietarios, todos hacían lo mismo. En el tresillo, en el gabinete de lectura, en el billar, en las salas de conversación, de dominó y ajedrez, había siempre las mismas personas, los aficionados respectivos; pero el cuarto del crimen era el lugar donde se reunían todos los oficios, todas las edades, todas las ideas, todos los gustos, todos los temperamentos.

      No en balde se afirmaba que Vetusta se distinguía por su acendrado patriotismo, su religiosidad y su afición a los juegos prohibidos. La religiosidad y el patriotismo se explicaban por la historia; la afición al juego por lo mucho que llovía en Vetusta. ¿Qué habían de hacer los socios, si no se podía pasear? Por eso proponía don Pompeyo Guimarán, el filósofo, que la catedral se convirtiera en paseo cubierto. «¡Risum teneatis!» contestaba Cármenes en la gacetilla del Lábaro.

      La religiosidad, aunque en la forma lamentable de la superstición, se manifestaba en el mismo vicio de la tafurería. Se contaban en el Casino portentos de credulidad de los jugadores más famosos. Un comerciante, liberal y nada timorato, tenía depositados en la puerta de aquel centro de recreo un par de zapatos viejos. Llegaba al Casino, calzaba los zapatos de suela rota y subía a probar fortuna. Juraba que jamás llevando botas nuevas le había favorecido la suerte. Venía a ser un jugador de la orden de los descalzos. Entre su fe y cierta maliciosa experiencia le daban ganancias seguras. Un año hizo una espléndida novena a San Francisco, a la cual acudió toda Vetusta edificada, como decía Bermúdez.

      Después que Bedoya salía del Casino, pasando sin ser visto de los porteros, que dormían suavemente, no quedaban allí más socios que ocho o diez trasnochadores jurados. Pocos y siempre los mismos. Unos eran personajes averiados que habían contraído la costumbre de trasnochar en Madrid, otros elegantes y calaveras de Vetusta que los imitaban. Pero de esta tertulia de última hora tendremos que hablar más adelante, porque a ella asistían personajes importantes de esta historia.

      Eran las tres y media de la tarde. Llovía. En la sala contigua al gabinete viejo estaban los socios de costumbre, los que no jugaban a nada y los seis que jugaban al ajedrez. Estos habían colocado el respectivo tablero junto a un balcón, para tener más luz. En el fondo de la sala parecía que iba a anochecer. Sobre una mesa de mármol brillaba entre humo espeso de tabaco, como una estrella detrás

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