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a los presentes, pero no le respondieron, todos observaban sin pestañear al prusiano, que parecía más muerto que vivo.

      Leonardus se encogió de hombros y empezó a contar en voz baja.

      De repente, el prusiano respiró agitadamente, su cara se tiñó de rojo y la frente se le empapó de sudor. Luego abrió los ojos y miró a su alrededor con cara de pánico.

      –¿Johann? ¿Dónde estamos? ¿Dónde…? – Intentó levantarse, pero las correas de cuero se lo impidieron—. Johann, me baja por la espalda… – Su cara se desfiguró por el dolor.

      –¡Ayudadle! – gritó Johann, sin entender el sentido de las palabras de su amigo.

      El médico le tocó el cuello al prusiano.

      – Las pulsaciones son lentas y fuertes, pero era de esperar – dijo, intentando tranquilizar a Johann.

      – El pecho – gimió el prusiano— se me encoge… Me ahogo…

      Johann miró el antebrazo de su amigo. Sus venas, sus brazos y sus manos parecían a punto de estallar, y tenía la piel enrojecida.

      – Ayudadme… – dijo el prusiano, y perdió de nuevo el conocimiento.

      – Ya está —dijo Leonardus, que terminó la transfusión presionando la espita de la cánula que tenía el prusiano en el brazo. Luego la extrajo con un rápido movimiento y aplicó un paño limpio sobre la herida—. Voilà! como dicen los franceses. Listo.

      Sacó la cánula de la vena del cordero y desató al animal, que seguía inconsciente. Luego lo cogió en brazos y se lo dio al conde, que lo miró sorprendido

      –¡Que aproveche! – dijo—. Al fin y al cabo, vos lo pagáis.

      Von Binden salió de la cabaña sin decir nada. Johann notó que el prusiano respiraba tranquilo; le tocó el cuello y constató que el pulso también era normal. Luego le dirigió una mirada interrogativa al médico.

      –¿Y ahora qué?

      – Tiene que descansar unos días, dormir es la mejor medicina. Es muy probable que hoy tenga escalofríos, pero desaparecerán dentro de unas horas. Es posible que le escueza la piel durante unos días y que se le ponga roja, pero lo superará, ¿no es cierto?

      Johann lo miró fijamente.

      – Pero ¿sobrevivirá?

      – Como ves, ha sobrevivido. Pero no puedo decirte por cuánto tiempo. Evidentemente, acabará muriendo.

      Johann lo miró angustiado.

      – Algún día, como todos nosotros – añadió el médico, que se echó a reír, bebió otro trago de vino y se encendió una pipa—. Y, ahora, fuera de aquí. Me he ganado un buen descanso.

      Cuando salieron de la cabaña, el aire frío del anochecer los recibió en la cara como si les diera un bofetón en plena cara. Hans y Karl respiraron hondo.

      – Un hombre y un animal unidos. Eso no es obra de Dios – dijo Hans, meneando la cabeza.

      –¡Qué más da! ¡Como si lo hubiera unido a un cerdo! Lo que cuenta es salvarlo – replicó Karl, mirándolo con una sonrisa en los labios.

      Von Binden estaba fuera, sentado encima de un barril. Mascaba tabaco y observaba a su hija, que intentaba mantener en equilibrio un palo que se ponía en la punta de la nariz. Y lo conseguía, aunque sólo durante unos instantes.

      Johann se sentó a su lado.

      –¿Ha sobrevivido? – preguntó Von Binden sin dejar de mirar a su hija.

      Johann asintió con la cabeza.

      – Había oído hablar de estos métodos, pero nunca pensé que realmente existieran.

      – La Iglesia hace todo lo posible por impedir que se practiquen. Lo nuevo siempre es obra del diablo – dijo el conde.

      –¿Y lo es? – Johann le dirigió una mirada dubitativa.

      El conde se encogió de hombros.

      –¿Y qué no es obra del diablo? Todos nacemos como pecadores y morimos como pecadores, y mientras vivimos también cometemos pecados. Creo que si una cosa sirve de ayuda no puede ser tan mala.

      Johann carraspeó.

      – Seguro que el cordero no piensa lo mismo.

      Von Binden sonrió.

      – Hay quien cree que la sangre también transfiere cualidades del animal a la persona.

      –¿Y el prusiano se volverá manso como un cordero? – Johann soltó una sonora carcajada—. ¡No llegará ese día!

      Los dos hombres se entretuvieron observando las artes acrobáticas de la pequeña. Fue un instante de paz, el primero desde hacía mucho tiempo.

      – Me pregunto qué hace un hombre con semejantes conocimientos en un pueblo de mala muerte. ¿No debería ser médico en la corte?

      – Leonardus no ha vivido siempre aquí —contestó Von Binden—. Lo conocí en la corte del príncipe Fernando Augusto de Lobkowicz, el duque de Sagan. Su hija sufrió una grave caída mientras cabalgaba. Un perro asustó al caballo con sus ladridos y, por si eso fuera poco, luego mordió a la joven en el muslo. Fue una sentencia de muerte… para el chucho – dijo el conde, sonriendo, pero enseguida volvió a ponerse serio—. No había manera de que su hija se curara. Ni sangrías, ni emplastos de hierbas, ni oraciones… Todo era inútil. Cuando parecía que la joven llegaba al fin de sus días, el príncipe mandó a buscar a Leonardus y le ordenó que le hiciera una de esas transfusiones sobre las que corrían tantas leyendas. Leonardus se negó porque era consciente de que la joven estaba muy débil. Pero el príncipe le aseguró que, si ocurría lo que él no quería ni imaginar, no lo culparía, puesto que ésa habría sido la voluntad de Dios. Así pues, Leonardus hizo la transfusión a conciencia, pero la muchacha murió al cabo de unas horas.

      El conde escupió un trozo de tabaco de mascar y prosiguió:

      – El príncipe de Lobkowicz enloqueció. No sólo le retiró a Leonardus todos sus privilegios, sino que hizo todo lo posible para que jamás volviera a tratar a alguien de sangre azul. En realidad, a nadie. Después de perder todos sus bienes y privilegios y, finalmente, también a su esposa, Leonardus se retiró a esta localidad, a Deutsch-Altenburg. Todavía no lo ha superado.

      – Y por eso bebe tanto – comentó Johann, pensativo.

      – No – replicó Von Binden—, antes también le gustaba empinar el codo.

      IV

      Nubes de pólvora, gritos y órdenes por todas partes. A sus pies, muertos y heridos.

      Se oían disparos atronadores.

      De repente, el prusiano se derrumbó al lado de Elisabeth, los dos se cayeron. Al prusiano le salía sangre de la pierna.

      – Elisabeth…

      La joven lo miró aterrorizada, se levantó a duras penas y le tendió la mano, plagada de venas negras.

      – Heinz, yo…

      De repente, un soldado apareció detrás de ella, la agarró y se la llevó a rastras. Elisabeth se resistió con todas sus fuerzas. En vano.

      Aún vio cómo Karl ayudaba al prusiano a levantarse y se lo llevaba a la gabarra, donde Johann esperaba.

      Luego se encontró delante de un carruaje negro, la puerta se abrió y…

      Elisabeth se despertó sobresaltada del sueño inquieto, las sacudidas del carro de los prisioneros no le permitían descansar. Los demás cautivos, apiñados unos contra otros, también intentaban dormir para no tener que hacerse una y otra vez las mismas preguntas.

      ¿Adónde nos llevan? ¿Qué van a hacernos?

      Fuera se oyeron órdenes, voces amortiguadas por los pesados toldos, el carromato

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