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en caso de que su preciada carga sufriera algún contratiempo.

      En cuanto la joven le contó lo que quería saber, se convirtió en una simple cautiva, como los demás ocupantes de los carromatos. Y a ellos debía unirse.

      Gamelin sacó la mano por la ventanilla y ordenó con un ligero movimiento de la mano que se detuviera el carruaje. Dos mercenarios se acercaron a toda prisa y abrieron la puerta.

      – Permitidme que me despida de vos y os agradezca el favor, mi querida Elisabeth – dijo Gamelin con acento francés.

      Luego les hizo una señal a los mercenarios, que agarraron a la joven y la sacaron de malas maneras del carruaje.

      La muchacha no se resistió, soportó estoicamente la rudeza de los hombres y avanzó a trompicones por el camino cubierto de lodo hasta la parte trasera del vehículo que iba detrás del carruaje. Seguía con la mente en blanco, incapaz de comprender lo que le había ocurrido. Lo que les había ocurrido a todos.

      Johann

      Los soldados retiraron el toldo, abrieron la pesada reja y esperaron a que Elisabeth subiera a la jaula.

      Dentro se arracimaban decenas de personas. Se llevaron las manos a los ojos para protegerse de la deslumbrante luz del día. Un instante después, la reja se cerraba de nuevo y volvían a cubrirla con el toldo.

      Poco a poco, los ojos de Elisabeth se acostumbraron a la oscuridad y empezó a distinguir las siluetas de los hombres, mujeres y niños que llenaban la jaula.

      El convoy volvió a ponerse en marcha con una brusca sacudida. Los cuerpos, con la piel cubierta de ramificaciones negras, se apretujaban unos contra otros.

      Johann, ¡ayúdame!

      El Danubio discurría tranquilo y constante, y el sol del mediodía provocaba destellos en sus aguas. No se veía ningún barco grande, sólo una gabarra cargada hasta los bordes, que se abría camino hacia el este.

      El conde Von Binden, el propietario de la barcaza, observaba con preocupación al hombre que yacía inconsciente en la estructura que se alzaba en medio, similar a una casa. Heinz Wilhelm Kramer, al que sus amigos llamaban «el prusiano», tenía una herida grave de bala, que le habían causado unas horas antes.

      La sangre empapaba el grueso vendaje que le rodeaba el muslo, pero nadie quería cambiárselo por miedo a disminuir la presión sobre la herida.

      Johann List, que también observaba a su compañero herido, se pasó la mano por la cara, al tiempo que intentaba poner en orden sus pensamientos.

      – Dentro de unas horas llegaremos a Presburgo – dijo Von Binden.

      – Quizá sea demasiado tarde, está perdiendo mucha sangre. Tenemos que llevarlo a un médico cuanto antes.

      Von Binden suspiró.

      – De acuerdo, correremos el riesgo, la localidad de Deutsch-Altenburg no queda muy lejos. Habría preferido alejarme más de Viena, pero probablemente tengas razón. Y también sé a quién podemos acudir.

      El conde Von Binden se dirigió a popa, a hablar con el timonel.

      Johann respiró hondo y miró a su alrededor. Sentado en el suelo delante de él estaba Markus Fischart, un hombre alto y fuerte como un oso, y con una expresión ingenua de niño en la cara. Desde que Johann había subido a bordo, Markus se había limitado a masticar una corteza de tocino sin decir una palabra.

      Más allá estaban Hans y Karl, también sentados en el suelo y contemplando en silencio las aguas del Danubio. Apenas habían dicho nada desde que embarcaron para salvar su propia vida y la del prusiano. Con ello habían dejado atrás no sólo sus puestos en el cuerpo de alguaciles de Viena, sino también todas sus posesiones y su hogar.

      Victoria Annabelle, la hija de corta edad del conde, dormía acurrucada entre unas cajas. Johann supuso que no era consciente de la verdadera magnitud de la huida. Apartó la mirada de la niña y la posó en el río, en cuya superficie se reflejaban los rayos de sol. Pestañeó y cerró los ojos.

      Elisabeth…

      Pensó en su cara angelical y en la primera vez que la vio, en el pueblo, cuando él yacía con fiebre y ella lo cuidó hasta sanarlo. En su risa en los breves momentos de felicidad. En su entrega cuando se amaban. En su firmeza cuando el prusiano y él ya se habían dado por vencidos.

      Y también recordó cómo los soldados se la llevaban a rastras de la orilla. De eso hacía unos instantes, ¿o habían pasado horas? Volvió a invadirlo la misma sensación de impotencia que lo embargó al verla en manos de los soldados, y luego sintió una rabia ciega. Si hubiera podido, habría saltado de la barca y habría cruzado a nado el Danubio para asaltar él solo la ciudad de Viena y estrechar de nuevo a Elisabeth entre sus brazos.

      Johann suspiró y se sentó al lado del prusiano. Se aferró a su brazo y cerró los ojos.

      ¿Cómo había llegado la situación hasta ese extremo? ¿Cómo había empezado todo? ¿Tal vez con el complot que había urdido tiempo atrás con el prusiano y otros camaradas en el frente de batalla? Pero entonces no tenían otra opción, los oficiales planeaban destruir una región entera y a todos sus habitantes, había que impedirlo como fuera. Y todo habría salido bien si no se les hubiera escapado uno de los oficiales.

      Von Pranckh.

      Y, después del motín, una persecución encarnizada a los insurrectos, la separación de su camarada, la huida y la captura a manos de los franceses. Las torturas que el teniente general François Antoine Gamelin le infligió durante semanas.

      Finalmente, una nueva huida que lo llevó a aquel solitario valle en las montañas tirolesas, donde, herido y debilitado, se encontró más cerca de la muerte que nunca. Recordó las luces en medio de la ventisca, y el pueblo. Y cómo consiguió llegar hasta allí con sus últimas fuerzas y se derrumbó en las escaleras de una casa de labriegos. También recordó que, mientras los copos de nieve lo cubrían poco a poco, la muerte le pareció un alivio, un timonel que lo conduciría a puerto seguro después de años de tempestad.

      Sin embargo, en aquel momento apareció Elisabeth. Lo cuidó hasta curarlo y le dio un nuevo sentido a su vida.

      Elisabeth…

      Las imágenes centellearon en la mente de Johann y se desvanecieron.

      La tiranía del padre de Elisabeth, el amor que empezó a sentir por ella…

      Los símbolos de protección en las casas, contra la oscuridad del bosque y los que lo habitaban.

      Las ruinas a la luz de la luna.

      Figuras vestidas con hábitos y caras pálidas como la cera, cubiertas de venas negras, y con los dientes mellados.

      El abuelo de Elisabeth, que les reveló el terrible secreto del pueblo.

      La llegada de los soldados bávaros y el absurdo ataque a los proscritos.

      Albin colgado entre los árboles del tupido bosque, su cadáver congelado.

      Las imágenes se sucedían cada vez más deprisa en su mente, como si el viento cada vez más fuerte pasara las hojas de un libro.

      El pueblo en llamas, la muerte del abuelo, los papeles falsificados en Leoben, Viena y el reencuentro con el prusiano.

      Y, luego, la oscuridad.

      La enfermedad de los proscritos extendiéndose por Viena, los horrores del distrito en cuarentena, la huida desesperada, la muerte de Von Pranckh y…

      En los últimos días, lo habían arriesgado todo y casi lo habían perdido todo.

      ¿Había merecido la pena?

      Josefa, la mujer del prusiano, había muerto en brazos de su marido. Johann jamás olvidaría la expresión que vio en los ojos de su amigo cuando se reunió con él, acompañado de Elisabeth, junto al banco en el que Josefa yacía inerte.

      ¿Había merecido la pena?

      A Elisabeth la habían capturado y, según Karl, la habían metido

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