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merecido la pena?

      No.

      Y sí.

      II

      A pesar del calor de principios de verano, las ventanas del lujoso salón del Ayuntamiento estaban cerradas a cal y canto, igual que las puertas. Jakob Daniel Tepser, el alcalde de Viena, se tiraba de los pelos, totalmente revueltos. Los miembros del Consejo Municipal y los altos dignatarios de la Iglesia, sentados también alrededor de la mesa de roble macizo, miraban en silencio hacia otro lado. Era un día negro para todos.

      El alcalde respiró hondo.

      – Veamos si os he entendido correctamente, teniente Kampmann. Johann List, el desertor que buscábamos, no sólo ha asesinado al padre dominico Bernardus Wehrden y a su nuncio, sino también al venerable prior de los jesuitas, el padre Albert Virgil. Asimismo, ha provocado un incendio en el distrito en cuarentena durante la evacuación y, por si eso fuera poco, ¿decís que también carga sobre su conciencia con la muerte del enviado especial Ferdinand Philipp von Pranckh?

      Kampmann, que había asumido el mando de la guardia municipal tras la misteriosa muerte del teniente Schickardt, hallado muerto de un disparo en un pequeño cementerio a las puertas de Viena, asintió con abatimiento.

      –¿Y luego se ha escapado a bordo de no se sabe qué barco de un maldito protestante?

      El teniente miró en silencio al alcalde, que estaba rojo de ira y dio un manotazo en la mesa.

      –¡Debería degradaros a limpiabotas por vuestra ineptitud!

      – Con vuestro permiso – replicó Kampmann con voz queda—, debo decir que la misión encomendada a la guardia municipal ha sido llevada a cabo con éxito. Hemos evacuado el distrito en cuarentena y hemos eliminado a los infectados. Cuando nos enteramos de que el desertor había huido, ya era demasiado tarde. Ni siquiera Dios podría…

      – Una palabra más, teniente, y os juro… – masculló el alcalde, y luego miró uno por uno a los presentes.

      Daba la impresión de que al teniente no le interesaba aquel asunto, y eso no hacía más que aumentar la furia de Tepser. El alcalde pensó que se ocuparía de él más tarde. Y con razón, puesto que había llegado a sus oídos que tres hombres del cuerpo de alguaciles habían ayudado al desertor e incluso habían huido con él.

      El obispo Harrach hizo un gesto de nerviosismo.

      – A lo hecho, pecho, señores míos. Ahora deberíamos concentrar todas nuestras fuerzas en conseguir que nuestros ciudadanos recuperen la vida tranquila y temerosa de Dios que disfrutaban antes de que la situación se agravara de un modo tan terrible.

      – Sí, «antes de que se agravara». – Tepser se pasó la mano por el pelo y se lo echó hacia atrás—. Hoy mismo saldré de viaje hacia Laxenburg, la residencia de primavera de su majestad, el emperador, para informarle personalmente de los lamentables acontecimientos que han tenido lugar. Considerando el peso que Viena tiene en el reino, estoy convencido de que su majestad compartirá el parecer de que será mejor no incluir en la crónica de nuestra ciudad lo ocurrido en los últimos días y semanas, o suprimirlo si es necesario.

      Tepser miró con expresión grave a todos los presentes, que le indicaron su acuerdo asintiendo con la cabeza

      – De acuerdo. Organizaremos un funeral solemne para Von Pranckh, con todos los honores militares, etcétera. Y que sea lo antes posible, para zanjar este asunto de una vez por todas.

      El teniente Kampmann asintió.

      El alcalde se levantó.

      – Señores, como suele decir el emperador: consilio et industria.

      III

      El murmullo monótono de las aguas del Danubio tenía un efecto tranquilizador sobre los ocupantes de la gabarra. Sentado bajo el tejadillo de la barca, Johann contemplaba la corriente. La furia y la rabia que sentía poco antes se habían aplacado, y también habían palidecido los recuerdos, pero la sensación de vacío permanecía. Con todo, sus pensamientos eran más lúcidos, ya no se mezclaban con imágenes de la huida y de la lucha, combinadas con la imagen del rostro de Elisabeth la última vez que la vio.

      Había cumplido su venganza, Von Pranckh estaba muerto. Le había ajustado las cuentas por la muerte de sus camaradas, ejecutados después de amotinarse contra los oficiales. Pero ¿a qué precio? Cierto que Von Pranckh había recibido el castigo que merecía, pero sus camaradas seguían muertos y a él le habían arrebatado Elisabeth, el amor de su vida.

      Se inclinó por la borda, metió la mano en el agua fría y se lavó la cara. De pronto comprendió que a partir de entonces tendría una única misión: encontrar a Elisabeth para ponerla a salvo de los esbirros de los dominicos. Después, ya podría responder tranquilamente de sus actos ante el Creador, y eso haría al final de sus días.

      El prusiano gimió y, en el delirio provocado por la fiebre, tiró de la venda que le cubría el muslo. Johann se sentó a su lado y le apartó las manos de la herida.

      – Aguanta, amigo mío – susurró—. Aún queda una cosa por hacer.

      A pesar de que su camarada tenía la frente empapada de sudor, Johann lo tapó cuidadosamente con una manta de fieltro.

      Aguanta.

      Luego dirigió los ojos hacia la popa, por donde el sol se ponía en aquellos momentos y teñía el cielo de un suave color anaranjado. El conde Von Binden se le acercó y señaló a proa con un dedo:

      – Casi hemos llegado, ya se ve la localidad de Deutsch-Altenburg.

      Johann miró hacia delante. En la orilla que quedaba a estribor se distinguían unas casas bajas.

      – Dejadme hablar a mí —dijo el conde—. Conozco a esa gente.

      Amarraron la gabarra en un embarcadero. Las cabañas de la orilla parecían torcidas, pero sólidas. Tres hombres del conde se colocaron firmes al final de la pasarela del embarcadero para ahuyentar a curiosos y mendigos. No muy lejos de allí, unos niños jugaban con el fleje oxidado de un barril.

      Johann esperó pacientemente al lado del prusiano, a pesar de que el tiempo se le hacía eterno desde que Von Binden había desembarcado con su hija. Hans y Karl se habían apostado en proa sin decir nada y montaban guardia para actuar en caso de posibles contratiempos.

      El sol casi se había puesto cuando Von Binden regresó en compañía de un hombre que llevaba un maletín negro. Los dos avanzaron a paso rápido por el embarcadero y subieron a bordo.

      El médico tenía el pelo blanco y revuelto, la cara alargada y las manos grandes como palas. El maletín parecía tener tantos años como él. Sin perder el tiempo en palabras, se colocó junto al prusiano, abrió el maletín, lleno de instrumental plateado, y lo primero que hizo fue comprobar la respiración y el pulso del herido.

      Johann, Hans y Karl miraban preocupados a su amigo.

      El médico arrugó la frente, plagada de manchas de vejez, y observó la venda teñida de rojo.

      –¿Herida de bala?

      Johann asintió con la cabeza y el médico torció el gesto.

      – Tengo que quitarle el vendaje. – El acento bohemio de su voz ronca era tan inconfundible como la peste a vino de su aliento—. Si la hemorragia ha cesado y la bala no se ha astillado, hay esperanzas. Si la herida sigue sangrando, ni siquiera el ilustrísimo cirujano de nuestro – carraspeó ruidosamente— querido emperador podría hacer algo por él.

      Miró a los hombres con sus ojos enrojecidos y comenzó a quitar el vendaje con cuidado. El prusiano gimió mientras le retiraban poco a poco el jirón de tela empapado de sangre, pero la temida hemorragia no se produjo.

      – De momento, va todo bien – dijo el médico.

      Separó con el dedo índice y el pulgar los bordes de la herida, ennegrecidos por la pólvora, y la examinó. Luego se chupó el dedo índice de la otra mano y metió ligeramente la punta en la herida.

      «Carniceros

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