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estas palabras abandonó la embarcación.

      Markus levantó al prusiano con muchísimo cuidado, casi como si fuera una pieza de porcelana fina, y lo bajó a tierra firme. Los demás lo siguieron, preocupados.

      Johann echó un vistazo alrededor. Utilizar la palabra «granja» para designar la casa del médico era como llamar «catedral» a la madriguera de un zorro. Las paredes eran un entramado de tableros destartalados y las ranuras entre ellos estaban tapadas toscamente con barro. El cañizo podrido del techo olía como si una compañía de soldados hubiera hecho allí sus necesidades.

      Aun así, Johann respiró hondo y trató de calmarse.

      Está ayudando. Muéstrate agradecido.

      El prusiano yacía sobre la mesa de madera que había en el centro de la habitación. El médico había colocado sus utensilios plateados al lado, encima de un trapo limpio. A su espalda, unos hierros de marcar reposaban con la punta en el fuego de la chimenea. Dos candiles colgados en las enormes vigas del techo proporcionaban la luz necesaria.

      – Tengo que extraerle la bala – dijo el médico—. Espero que no pierda demasiada… – Se interrumpió y miró a Hans. – Ve a buscar un cordero a la granja vecina. Diles que te envía Leonardus y que se lo pagaremos más tarde.

      Hans no entendía por qué, en una situación de emergencia como aquélla, tenía que ir a buscar comida, pero asintió y salió de la cabaña.

      Leonardus sacó de un arcón varias correas largas de un palmo de anchura y ató al prusiano a la mesa tan fuertemente como pudo.

      –¿Os hace falta ayuda? – preguntó Johann.

      El médico negó con la cabeza.

      – Pero quédate aquí con el conde. Y sujetadlo si se despierta, porque entonces no bastará con las correas.

      Cogió una jarra oscura de barro y bebió tan ávidamente que el vino le brotó por la comisura de los labios y le manchó el jubón. Eructó, se limpió la boca con la manga y puso cara de determinación

      – Adelante – dijo.

      Johann miró con preocupación a Von Binden, pero el conde no le devolvió la mirada.

      El médico practicó un corte de medio palmo en la herida, se chupó el dedo índice y el pulgar y empezó a hurgar dentro. El prusiano empezó a gemir y a temblar débilmente. Johann le sujetó la cabeza.

      – Aguanta, amigo mío – dijo en voz baja.

      Leonardus torció el gesto.

      –¿Dónde estás, maldita…?

      Cada vez salía más sangre de la herida y Von Binden quiso detener la hemorragia con un paño.

      – Dejadlo, conde, así se limpia la herida – dijo el médico, sin mostrar la menor emoción, y siguió hurgando con los dedos.

      El prusiano gimió más alto y Johann le secó el sudor de la frente.

      ¡Aguanta, amigo mío! ¡Hazlo por mí!

      –¡Ajá, ya te tengo! – exclamó el médico, y sacó los dedos bruscamente del cuerpo del prusiano. Luego, entornando los ojos, examinó la bala de plomo a la luz de un candil—. Parece que estás intacta, maldita hija de…

      –¡Señor Leonardus! – lo interrumpió Johann, al tiempo que señalaba la herida.

      El médico lo tranquilizó con un gesto de la mano, dejó la bala y agarró uno de los hierros que se habían puesto al rojo vivo en el fuego.

      – Esto no le va a gustar – dijo, y aplicó el hierro contra la herida.

      El prusiano intentó levantarse, pero las correas se lo impidieron. Un olor dulzón a carne quemada colmó de pronto la cabaña, y a Johann lo asaltaron los recuerdos del lazareto después de una batalla. El médico devolvió el hierro a su sitio y cogió una espátula de madera con la que extrajo de un recipiente de cerámica una masa viscosa y parduzca, que aplicó sobre la herida quemada.

      – Cámbiale el vendaje cuatro veces al día y aplícale ungüento de trementina – le dijo a Johann, mirándolo severamente a los ojos—. Y utiliza siempre vendajes limpios, ¿entendido?

      Johann asintió y le tomó el pulso a su amigo:

      – El corazón le late muy deprisa. No, esperad… ¡ya late más despacio!

      Leonardus también lo notó, vio el sudor en la frente del herido y que la palidez iba en aumento.

      – Ha perdido mucha sangre.

      En aquel momento entró Hans en la cabaña con un cordero en brazos que parecía dormido.

      –¡Justo a tiempo! exclamó el médico.

      Cogió al animal, lo puso junto a un brazo del prusiano y lo ató con mano experta a la mesa. El cordero empezó a balar y a revolverse para librarse de las correas.

      – Por el amor de Dios, ¿qué pretendéis? – Johann agarró al médico por el brazo.

      – Si quieres que tu amigo tenga una mínima oportunidad, déjame hacer mi trabajo – dijo Leonardus, dirigiéndole una mirada férrea.

      El médico apestaba a matarratas y tenía los ojos enrojecidos, pero miraba a Johann con determinación.

      El hombre está ayudando. Supuestamente.

      Johann lo soltó, retrocedió un paso y le sujetó nuevamente la cabeza de su amigo.

      Leonardus hizo un gesto imperceptible de asentimiento, asió un cuchillo y le esquiló hábilmente una parte del cuello al cordero. Luego ató con una cuerda la cabeza del nervioso animal al brazo del prusiano y, con una serie de cortes firmes, extrajo la arteria carótida del cordero sin dañarla. Los balidos se transformaron en chillidos y a todos los presentes se les heló el corazón.

      A todos menos al médico, que actuaba con la misma tranquilidad con que escucharía una sinfonía. Cogió con mucho cuidado un estuche de madera, decorada con una magnífica obra de taracea, y lo abrió.

      Johann se inclinó y echó un vistazo en el interior. El estuche estaba forrado con terciopelo rojo y contenía unas tijeras de plata, varias cánulas de metal y otras tantas de cristal, y un utensilio que no conocía.

      Tuvo un mal presentimiento. ¿Debía intervenir para evitar que aquel presunto charlatán hiciera prácticas milagrosas con su amigo? ¿O era mejor dejarlo continuar?

      Tus sentidos te revelan lo que tu mente no es capaz de comprender.

      Las sabias palabras del abad Bernardin le vinieron a la memoria. Johann cerró un instante los ojos y escuchó en su interior. ¿Qué haría el prusiano en su lugar?

      Todo lo que fuera necesario para que continuaras vivo.

      Abrió los ojos; había tomado una decisión.

      El médico ya había sacado los instrumentos del estuche y los había colocado sobre la mesa en un orden que sólo él comprendía, pero parecía dudar.

      «No lo hagas – pensó Johann— mantén la cabeza clara».

      Va a hacerlo.

      Leonardus cogió la jarra de barro y bebió otro buen trago de vino. Satisfecho, le guiñó un ojo a Johann, volvió a dejar la jarra, asió las tijeras curvas y le cortó carótida al cordero.

      Los chillidos del animal cesaron de golpe. Cerró los ojos, pero siguió respirando. El médico cogió la cánula de cristal, que en un extremo tenía un tubo fino hecho de intestino, la introdujo en la arteria y la anudó.

      Johann y los demás observaban fascinados.

      El médico cogió entonces el escalpelo y le practicó al prusiano un corte de tres dedos de largo en el antebrazo, lo abrió y, con las tijeras curvas, le cortó también una vena, en la que introdujo otra cánula de cristal idéntica a la anterior. Entonces abrió la espita de la cánula que había introducido en el cuello del cordero, y un chorrito de sangre fluyó

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