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El señor de Bembibre. Enrique Gil y Carrasco
Читать онлайн.Название El señor de Bembibre
Год выпуска 0
isbn 4057664174451
Автор произведения Enrique Gil y Carrasco
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
—Así lo creo—respondió su sobrino.
—Así lo creen los más de los nuestros—contestó el maestre—y por ello el orgullo se ha apoderado de nosotros; el orgullo que perdió al primer hombre y perderá a tantos de sus hijos. En Palestina hemos respondido con el desdén y la soberbia a las quejas y envidia de los demás, y el resultado ha sido perder la Palestina, nuestra Patria, nuestra única y verdadera Patria. ¡Oh Jerusalén, Jerusalén, ciudad de perfecto decoro, alegría de toda la tierra!—exclamó con voz solemne—; en ti se quedó la fuerza de nuestros brazos, y al dejar a San Juan de Acre, exhalamos el último suspiro. Desde entonces, peregrinos en Europa, rodeados de rivales poderosos que codician nuestros bienes, corrompidas nuestras humildes y modestas costumbres primitivas, el mundo todo se va concitando en daño nuestro y hasta la tiara, que siempre nos ha servido de escudo, parece inclinarse del lado de nuestros enemigos. Nuestros hermanos gimen ya en Francia en los calabozos de Felipe, y Dios sabe el fin que les espera. ¡Pero que se guarden!—exclamó con voz de trueno—; allí nos han sorprendido, pero aquí y en otras partes aprestados nos encontrarán a la pelea. El Papa podrá disolver nuestra hermandad y esparcirnos por la haz de la tierra, como el pueblo de Israel; pero para condenarnos nos tendrá que oir, y el Temple no irá al suplicio bajo la vara de ninguna potestad temporal como un rebaño de carneros.
Los ojos del maestre parecían lanzar relámpagos, y su fisonomía estaba animada de un fuego y energía que nadie hubiera creído compatible con sus cansados años.
El Temple tenía un imán irresistible para todas las imaginaciones ardientes por su misteriosa organización, y por el espíritu vigoroso y compacto que vigorizaba a un tiempo el cuerpo y los miembros de por sí. Tras de aquella hermandad tan poderosa y unida, difícil era, y sobre todo a la inexperiencia de la juventud, divisar más que robustez y fortaleza indestructible, porque en semejante edad nada se cree negado al valor y a la energía de la voluntad; así es que don Álvaro no pudo menos de replicar:
—Tío y señor, ¿ese creéis que sea el premio reservado por el Altísimo a la batalla de dos siglos que habéis sostenido por el honor de su nombre? ¿Tan apartado le imagináis de vuestra casa?
—Nosotros somos—contestó el anciano—los que nos hemos desviado de él, y por eso nos vamos convirtiendo en la piedra de escándalo y de reprobación. Y yo—continuó con la mayor amargura—moriré lejos de los míos, sin ampararlos con el escudo de mi autoridad, y la corona de mis cansados días será la soledad y el destierro. Hágase la voluntad de Dios; pero cualquiera que sea el destino reservado a los templarios, morirán como han vivido, fieles al valor y ajenos a toda indigna flaqueza.
A esta sazón la campana del castillo anunció la hora de recogimiento, con lúgubres y melancólicos tañidos que, derramándose por aquellas soledades y quebrándose entre los peñascos del río, morían a lo lejos mezclados a su murmullo con un rumor prolongado y extraño.
—La hora de la última oración y del silencio—dijo el maestre—; vete a recoger, hijo mío, y prepárate para el viaje de mañana. Acaso te he dejado ver demasiado las flaquezas que abriga este anciano corazón; pero el Señor también estuvo triste hasta la muerte, y dijo: «Padre, si puede ser, pase de mi este cáliz». Por lo demás, no en vano soy el maestre y padre del Temple en Castilla, y en la hora de la prueba, nada en el mundo debilitará mi ánimo.
Don Álvaro acompañó a su tío hasta su aposento, y después de haberle besado la mano, se encaminó al suyo, donde al cabo de mucho desasosiego se rindió al sueño, postrado con las extrañas escenas y sensaciones de aquel día.
CAPÍTULO IV
La caballería del templo de Salomón había nacido en el mayor fervor de las cruzadas, y los sacrificios y austeridades que les imponía su regla, dictada por el entusiasmo y celo ardiente de San Bernardo, les habían granjeado el respeto y aplauso universal. Los templarios, con efecto, eran el símbolo vivo y eterno de aquella generosa idea que convertía hacia el sepulcro de Cristo los ojos y el corazón de toda la cristiandad. En su guerra con los infieles, nunca daban ni admitían tregua, ni les era lícito volver las espaldas aun delante de un número de enemigos conocidamente superiores; así es que eran infinitos los caballeros que morían en los campos de batalla. Al desembarcar en el Asia los peregrinos y guerreros bisoños encontraban la bandera del Temple, a cuya sombra llegaban a Jerusalén sin experimentar ninguna de las zozobras de aquel peligroso viaje. El descanso del monje y la gloria y pompa mundana del soldado les estaban igualmente vedados, y su vida entera era un tejido de fatigas y abnegación. Europa se había apresurado, como era natural, a galardonar una Orden que contaba en su principio tantos héroes como soldados, y las honras, privilegios y riquezas que sobre ella comenzaron a llover, la hicieron en poco tiempo temible y poderosa, en términos de poseer, como decía don Rodrigo, nueve mil casas y los correspondientes soldados y hombres de armas.
Comoquiera, el tiempo que todo lo mina, la riqueza que ensoberbece aun a los humildes, la fragilidad de la naturaleza humana, que al cabo se cansa de los esfuerzos sobrenaturales, y, sobre todo, la exasperación causada en los templarios por los desastres de la Tierra santa, y las rencillas y desavenencias con los hospitalarios de San Juan, llegaron a manchar las páginas de la historia del Temple, limpias y resplandecientes al principio. Desde la altura a que los habían encumbrado sus hazañas y virtudes, su caída fué grande y lastimosa. Por fin perdieron a San Juan de Acre, y apagado ya el fuego de las cruzadas a cuyo calor habían crecido y prosperado, su estrella comenzó a amortiguarse, y la memoria de sus faltas, la envidia que ocasionaban sus riquezas y los recelos que inspiraba su poder, fué lo único que trajeron de Palestina, su Patria de adopción y de gloria, a la antigua Europa, verdadero campo de soledad y destierro para unos espíritus acostumbrados al estruendo de la guerra y a la incesante actividad de los campamentos.
A decir verdad, los temores de los monarcas no dejaban de tener su fundamento, porque los caballeros teutónicos acababan de arrojarse sobre la Prusia con fuerzas menores y más escaso poder que los Templarios, fundando un estado cuyo esplendor y fuerza han ido aumentándose hasta nuestros días. Su número era indudablemente reducido; pero su espíritu altivo y resuelto, su organización fuerte y compacta, su experiencia en las armas y su temible caballería, contrabalanceaban ventajosamente las fuerzas inertes y pesadas que podía oponerles en aquella época la Europa feudal.
Para conjurar todos estos riesgos imaginó Felipe el Hermoso, rey de Francia, la medida, política sin duda, de aspirar al maestrazgo general de la orden, que todavía llevaba el nombre de ultramarino; pero el desaire que recibió, junto con la codicia que le inspiró la vista del tesoro del Temple en los días que le dieron amparo contra una conmoción popular, acabó de determinar su alma vengativa a aquella atroz persecución que tiznará eternamente su memoria. El Papa, que, como único juez de una corporación eclesiástica, debía oponerse a las ilegales invasiones de un poder temporal, no se atrevía a contrariar al rey de Francia, temeroso de ver sujeta a la residencia de un concilio general la vida y memoria de su antecesor Bonifacio, como Felipe con toda vehemencia pretendía. De aquí resultaba que muchas gentes, y en especial los eclesiásticos, que veían la tibieza con que defendía la cabeza de la Iglesia la causa de los Templarios, se inclinaban a lo peor, como generalmente sucede, y de este modo las viles y monstruosas calumnias de Felipe cada día adquirían más popularidad y consistencia entre una plebe supersticiosa y feroz.
Aunque