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Álvaro, como era natural, fué el primero que habló:

      —¿No me diréis, señora—preguntó con voz grave y melancólica—, qué da a entender el retraimiento de vuestro padre y mi señor para conmigo? ¿Será verdad lo que mi corazón me está presagiando desde que han empezado a correr ciertos ponzoñosos rumores sobre el conde de Lemus? ¿De cierto, de cierto pensarían en apartarme de vos?—continuó, poniéndose en pie con un movimiento muy rápido.

      Doña Beatriz bajó los ojos y no respondió.

      —¡Ah!, ¿conque es verdad?—continuó el apesarado caballero—; ¿y lo será también—añadió con voz trémula—que han elegido vuestra mano para descargarme el golpe?

      Hubo entonces otro momento de silencio, al cabo del cual, doña Beatriz levantó sus hermosos ojos bañados en lágrimas, y dijo con una voz tan dulce como dolorida:

      —También es cierto.

      —Escuchadme, doña Beatriz—repuso él, procurando serenarse—. Vos no sabéis todavía cómo os amo, ni hasta qué punto sojuzgáis y avasalláis mi alma. Nunca hasta ahora os lo había dicho... ¿para qué había de hacer una declaración que el tono de mi voz, mis ojos y el menor de mis ademanes estaban revelando sin cesar? Yo he vivido en el mundo solo y sin familia, y este corazón impetuoso no ha conocido las caricias de una madre ni las dulzuras del hogar doméstico. Como un peregrino he cruzado hasta aquí el desierto de mi vida; pero cuando he visto que vos érais el santuario adonde se dirigían mis pasos inciertos, hubiera deseado que mis penalidades fuesen mil veces mayores para llegar a vos purificado y lleno de merecimientos. Era en mí demasiada soberbia querer subir hasta vos, que sois un ángel de luz, ahora lo veo; pero ¿quién, quién, Beatriz, os amará en el mundo más que yo?

      —¡Ah!, ninguno, ninguno—exclamó doña Beatriz retorciéndose las manos y con un acento que partía las entrañas.

      —¡Y sin embargo, me apartan de vos!—continuó don Álvaro—. Yo respetaré siempre a quien es vuestro padre; nadie daría más honra a su casa que yo, porque desde que os amo se han desenvuelto nuevas fuerzas en mi alma, y toda la gloria, todo el poder de la tierra me parece poco para ponerlo a vuestros pies. ¡Oh, Beatriz, Beatriz!, cuando volví de Andalucía, honrado y alabado de los más nobles caballeros, yo amaba la gloria porque una voz secreta parecía decirme que algún día os adornaríais con sus rayos, pero sin vos que sois la luz de mi camino, me despeñaré en el abismo de la desesperación, y me volveré contra el mismo cielo.

      —¡Oh Dios mío!—murmuró doña Beatriz—. ¿En esto habían de venir a parar tantos sueños de ventura y tan dulces alegrías?

      —Beatriz—exclamó don Álvaro—, si me amáis, si por vuestro reposo mismo miráis, es imposible que os conforméis en llevar una cadena que sería mi perdición y acaso la vuestra.

      —Tenéis razón—contestó ella haciendo esfuerzos para serenarse—. No seré yo quien arrastre esa cadena, pero ahora que por ventura os hablo por la última vez y que Dios lee en mi corazón, yo os revelaré su secreto. Si no os doy el nombre de esposo al pie de los altares y delante de mi padre, moriré con el velo de las vírgenes; pero nunca se dirá que la única hija de la casa de Arganza mancha con una desobediencia el nombre que ha heredado.

      —¿Y si vuestro padre os obligase a darle la mano?

      —Mal le conocéis; mi padre nunca ha usado conmigo de violencia.

      —¡Alma pura y candorosa, que no conocéis hasta dónde lleva a los hombres la ambición! Y si vuestro padre os hiciese violencia, ¿qué resistencia le opondríais?

      —Delante del mundo entero diría: ¡no!

      —¿Y tendríais valor para resistir la idea del escándalo y el bochorno de vuestra familia?

      Doña Beatriz rodeó la cámara con unos ojos vagarosos y terribles, como si padeciese una violenta convulsión, pero luego se recobró casi repentinamente, y respondió:

      —Entonces pediría auxilio al Todopoderoso, y él me daría fuerzas; pero, lo repito, o vuestra o suya.

      El acento con que fueron pronunciadas aquellas cortas palabras descubría una resolución que no habría fuerzas humanas para torcer. Quedóse don Álvaro contemplándola como arrobado algunos instantes, al cabo de los cuales le dijo con profunda emoción:

      —Siempre os he reverenciado y adorado, señora, como a una criatura sobrehumana, pero hasta hoy no había conocido el tesoro celestial que en vos se encierra. Perderos ahora sería como caer del cielo para arrastrarse entre las miserias de los hombres. La fe y la confianza que en vos pongo es ciega y sin límites, como la que ponemos en Dios en la hora de la desdicha.

      —Mirad—respondió ella señalando el ocaso—; el sol se ha puesto, y es hora ya de que nos despidamos. Id en paz y seguro, noble don Álvaro, que si pueden alejaros de mi vista no les será tan llano avasallar mi albedrío.

      Con esto el caballero se inclinó, le besó la mano con mudo ademán, y salió de la cámara a paso lento. Al llegar a la puerta volvió la cabeza, y sus ojos se encontraron con los de doña Beatriz, para trocar una larga y dolorosa mirada, que no parecía sino que había de ser la última. En seguida se encaminó aceleradamente al patio, donde su fiel Millán tenía del diestro al famoso Almanzor, y subiendo sobre él salió como un rayo de aquella casa, donde ya sólo pensaba en él una desdichada doncella, que en aquel momento, a pesar de su esfuerzo, se deshacía en lágrimas amargas.

       Índice

      Cuando don Álvaro dejó el palacio de Arganza, entre el tumulto de sentimientos que se disputaban su alma, había uno que cuadraba muy bien con su despecho y amargura, y que de consiguiente a todos se sobreponía. Era éste retar a combate mortal al conde Lemus, y apartar de este modo el obstáculo más poderoso de cuantos mediaban entre él y doña Beatriz a la sazón. Aquel mismo día le había dejado en Cacabelos, con ánimo, al parecer de pasar allí la noche, y recordándolo así este fué el camino que tomó; pero su escudero, que en lo inflamado de sus ojos, en sus ademanes prontos y violentos y en su habla dura y precipitada, conocía cuál podía ser su determinación después de la anterior entrevista, cuyo sentido no se ocultaba a su penetración, le dijo en voz bastante alta:

      —Señor, el conde no está ya en Cacabelos, porque esta tarde, antes de salir yo, llegó un correo del rey y le entregó un pliego que le determinó a salir con la mayor diligencia, la vuelta de Lemus.

      Don Álvaro, en medio de la agitación en que se encontraba, no pudo ver sin enojo que el buen Millán se entrometiese de aquella suerte en sus secretos pensamientos; así es que le dijo con rostro torcido:

      —¿Quién le mete al señor villano en el ánimo de su señor?

      Millán aguantó la descarga, y don Álvaro, como hablando consigo propio, continuó:

      —Sí, sí, un correo de la corte... y salir después con tanta priesa para Galicia... Sin duda camina adelante la trama infernal... Millán—dijo en seguida con un tono de voz enteramente distinto del primero—, acércate y camina a mi lado. Ya nada tengo que hacer en Cacabelos, y esta noche la pasaremos en el castillo de Ponferrada—dijo torciendo el caballo y mudando de camino—; pero mientras que allí llegamos, quiero que me digas qué rumores han corrido por la feria acerca de los caballeros templarios.

      —¡Extraños por vida mía,

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