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       Enrique Gil y Carrasco

      El señor de Bembibre

      Publicado por Good Press, 2019

       [email protected]

      EAN 4057664174451

       CAPÍTULO PRIMERO

       CAPÍTULO II

       CAPÍTULO III

       CAPÍTULO IV

       CAPÍTULO V

       CAPÍTULO VI

       CAPÍTULO VII

       CAPÍTULO VIII

       CAPÍTULO IX

       CAPÍTULO X

       CAPÍTULO XI

       CAPÍTULO XII

       CAPÍTULO XIII

       CAPÍTULO XIV

       CAPÍTULO XV

       CAPÍTULO XVI

       CAPÍTULO XVII

       CAPÍTULO XVIII

       CAPÍTULO XIX

       CAPÍTULO XX

       CAPÍTULO XXI

       CAPÍTULO XXII

       CAPÍTULO XXIII

       CAPÍTULO XXIV

       CAPÍTULO XXV

       CAPÍTULO XXVI

       CAPÍTULO XXVII

       CAPÍTULO XXVIII

       CAPÍTULO XXIX

       CAPÍTULO XXX

       CAPÍTULO XXXI

       CAPÍTULO XXXII

       CAPÍTULO XXXIII

       CAPÍTULO XXXIV

       CAPÍTULO XXXV

       CAPÍTULO XXXVI

       CAPÍTULO XXXVII

       CAPÍTULO XXXVIII

       CONCLUSIÓN

       Índice

      En una tarde de Mayo de uno de los primeros años del siglo XIV, volvían de la feria de San Marcos de Cacabelos, tres al parecer criados de alguno de los grandes señores que entonces se repartían el dominio del Bierzo. El uno de ellos, como de cincuenta y seis años de edad, montaba una jaca gallega de estampa poco aventajada, pero que a tiro de ballesta descubría la robustez y resistencia propias para los ejercicios venatorios, y en el puño izquierdo cubierto con su guante llevaba un neblí encaperuzado. Registrando ambas orillas del camino, pero atento a su voz y señales, iba un sabueso de hermosa raza. Este hombre tenía un cuerpo enjuto y flexible, una fisonomía viva y atezada y en todo su porte y movimientos revelaba su ocupación y oficio de montero.

      Frisaba el segundo en los treinta y seis años y era el reverso de la medalla, pues a una fisonomía abultada y de poquísima expresión, reunía un cuerpo macizo y pesado, cuyos contornos de suyos poco airosos, comenzaba a borrar la obesidad. El aire de presunción con que manejaba un soberbio potro andaluz en que iba caballero, y la precisión con que le obligaba a todo género de movimientos, le daban a conocer como picador o palafrenero. Y el tercero, por último, que montaba un buen caballo de guerra e iba un poco más lujosamente ataviado, era un mozo de presencia muy agradable, de gran soltura y despejo, de fisonomía un tanto maliciosa y en la flor de sus años. Cualquiera le hubiera señalado sin dudar por escudero o paje de lanza de algún señor principal.

      Llevaban los tres conversación muy tirada, y como era natural, hablaban de las cosas de sus respectivos amos elogiándolos a menudo y entreverando las alabanzas con su capa correspondiente de murmuración:

      —Dígote, Nuño—decía el palafrenero—, que nuestro amo obra como un hombre, porque eso de dar la hija única y heredera de la casa de Arganza a un hidalguillo de tres al cuarto, pudiendo casarla con un señor tan poderoso, como el conde de Lemus, sería peor que asar la manteca. ¡Miren que era acomodo un señor de Bembibre!

      —Pero, hombre—replicó el escudero con sorna, aunque no fuesen encaminadas

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