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ha amenazado con su maldición si me resisto!... ¡Todos, todos me abandonan! ¡Oyes! ¡Es menester salir! Es menester que él lo sepa, y ojalá que él me abandone también, y así Dios sólo me amparará en su gloria.

      —Sosegaos por Dios, señora—respondió la doncella consternada—; ¿cómo queréis salir con tantas rejas y murallas?

      —No, yo no—respondió doña Beatriz—, porque me buscarían y prenderían; pero tú puedes salir y decirle a qué estado me reducen. Inventa un recurso cualquiera... aunque sea mentira, porque ya lo estás viendo, los hombres se burlan de la justicia y de la verdad. ¿Qué haces?—añadió con la mayor impaciencia, viendo que Martina seguía callada—¿dónde están tu viveza y tu ingenio? Tú no tienes motivos para volverte loca como yo.

      En tanto que esto decía, medía la estancia con pasos desatentados y murmurando otras palabras que apenas se le entendían. Por fin el semblante de la muchacha se animó como con alguna idea nueva, y le dijo alborozada:

      —Albricias, señora, que en esta misma noche estaré fuera del convento y todo se remediará; pero por Dios y la Virgen de la Encina que os soseguéis, porque si de ese modo os echáis a morir, a fe que vamos a hacer un pan como unas hostias.

      —Pero ¿qué es lo que intentas?—preguntó su ama, admirada no menos de aquella súbita mudanza que del aire de seguridad de la muchacha.

      —Ahora es—respondió ésta—cuando la madre tornera va a preparar la lámpara del claustro: yo me quedaré un poco de tiempo en su lugar, y lo demás corre de mi cuenta; pero cuidado con asustaros, aunque me oigáis gritar y hacer locuras.

      Diciendo esto salió de la celda brincando como un cabrito, no sin dar antes un buen apretón de manos a su señora. La prevención que le dejaba hecha no era ciertamente ociosa, porque a poco tiempo comenzaron a oirse por aquellos claustros tales y tan descompasados gritos y lamentos, que todas las monjas se alborotaron y salieron a ver quién fuese la causadora de tal ruido. Era ni más ni menos que nuestra Martina, que con gestos y ademanes propios de una consumada actriz iba gritando a voz en cuello:

      —¡Ay padre de mi alma! ¡Pobrecita de mí, que me voy a quedar sin padre! ¿Dónde está la madre abadesa que me dé licencia para ir a ver a mi padre antes de que se muera?

      La pobre tornera seguía detrás como atolondrada de ver la tormenta que se había formado no bien se había apartado del torno.

      —Pero muchacha—le dijo por fin—, ¿quién ha sido el corredor de esa mala nueva, que cuando yo volví ya no oí la voz de nadie detrás del torno, ni pude verle?

      —¿Quién había de ser—respondió ella con la mayor congoja—sino Tirso, el pastor de mi cuñado, que iba el pobre sin aliento a Carracedo a ver si el padre boticario le daba algún remedio? ¡Buen lugar tenía él de pararse! ¿Pero dónde está la madre abadesa?

      —Aquí—respondió ésta, que había acudido al alboroto—; ¿pero a estas horas te quieres ir, cuando se va a poner el sol?

      —Sí, señora, a estas horas—replicó ella siempre con el mismo apuro—, porque mañana ya será tarde.

      —¿Y dejando a tu señora en este estado?—repuso la abadesa.

      Doña Beatriz, que también estaba allí, contestó con los ojos bajos y con el rostro encendido por la primera mentira de toda su vida:

      —Dejadla ir, señora tía, porque amas puede Dios depararle muchas, y padres no le ha dado sino uno.

      La abadesa accedió entonces; pero, en vista de la hora, insistió en que la acompañase el cobrador de las rentas del convento. Martina bien hubiera querido librarse de un testigo de vista importuno; pero conoció con su claro discernimiento que el empeñarse en ir sola sería dar que pensar y exponerse a perder la última áncora de salvación que quedaba a su señora. Así, pues, dió las gracias a la prelada, y mientras avisaban al cobrador, se retiró con su señora a su celda como para prepararse a su impensada partida. Doña Beatriz trazó atropelladamente estos renglones:

      «Don Álvaro, dentro de tres días me casan, si vos o Dios no lo impedís. Ved lo que cumple a vuestra honra y a la mía, pues ese día será para mí el de la muerte.»

      No bien acababa de cerrar aquella carta cuando vinieron a decir que el escudero de Martina estaba ya aguardando, porque como los criados del monasterio vivían en casas pegadas a la fábrica, siempre se les encontraba a mano, y prontos. Doña Beatriz dió algunas monedas de oro y plata a su criada, y sólo la encargó la pronta vuelta, porque si podía acomodarse al arbitrio inventado, su noble alma era incapaz de contribuir gustosa a ningún género de farsa ni engaño. La muchacha, que ciertamente tenía más de malicia y travesura que no de escrúpulo, salió del convento fingiendo la misma priesa y pesadumbre que antes, oyendo las buenas razones y consuelos del cobrador, como si realmente los hubiese menester. El lugar adonde se dirigían era Valtuille, muy poco distante del monasterio, porque de allí era Martina y allí tenía su familia; pero, sin embargo, ya comenzaba a anochecer cuando llegaron a las eras. Allí se volvió Martina al cobrador y, dándole una moneda de plata, le despidió, so color de no necesitarle ya y de sacar de cuidado a las buenas madres. Dió él por muy valederas las razones, en vista del agasajo, y repitiéndola alguno de sus más sesudos consejos, dió la vuelta más que de paso a Villabuena. Ocurriósele por el camino que las monjas le preguntarían por el estado del supuesto enfermo, y aún estuvo por deshacer lo andado para informarse, en cuyo caso toda la maraña se desenredaba, y el embuste venía al suelo con su propio peso; pero afortunadamente se echó la cuenta de que con cuatro palabras, algún gesto significativo y tal cual meneo de cabeza, salía del paso airosamente, y se ahorraba además tiempo y trabajo, y de consiguiente se atuvo a tan cuerda determinación.

      Martina, por su parte, queriendo recatarse de todo el mundo, fué rodeando las huertas del lugar, y saltando la cerca de la de su cuñado, se entró en la casa cuando menos la esperaban. Tanto su hermana como su marido la acogieron con toda la cordialidad que nuestros lectores pueden suponer, y que sin duda se merecía por su carácter alegre y bondadoso. Pasados los primeros agasajos y cariños, Martina preguntó a su cuñado si tenía en casa la yegua torda.

      —En casa está—respondió Bruno, así se llamaba el aldeano—; por cierto que, como ha sido año de pastos, parece una panera de gorda. Capaz está de llevarse encima el mismo pilón de la fuente de Carracedo.

      —No está de sobra—replicó Martina—, porque esta noche tiene que llevarnos a los dos a Bembibre.

      —¿A Bembibre?—repuso el aldeano—¡tú estás loca, muchacha!

      —No, sino en mi cabal juicio—contestó ella; y en seguida, como estaba segura de la discreción de sus hermanos, se puso a contarles los sucesos de aquel día. Marido y mujer escuchaban la relación con el mayor interés, porque siendo renteros hereditarios de la casa de Arganza, y teniendo además a su servicio una persona tan allegada, parecían en cierto modo de la familia. No faltó en medio del relato aquello de: ¡pobre señora!, ¡maldita vanidad!, ¡despreciar a un hombre como don Álvaro!, ¡pícaro conde! y otras por el estilo, con que aquellas gentes sencillas y poco dueñas por lo tanto de los primeros movimientos, significaban su afición a doña Beatriz y al señor de Bembibre, cosa en que tantos compañeros tenían. Por fin, concluído el relato, la hermana de Martina se quedó como pensativa, y dijo a su marido con aire muy desalentado:

      —¿Sabes que una hazaña como esa puede muy bien costarnos los prados y tierras que llevamos en renta y a más de esto, a más, la malquerencia de un gran señor?

      —Mujer—respondió el intrépido Bruno—, ¿qué estás ahí diciendo de tierras y de prados? ¡No parece sino que doña Beatriz es ahí una extraña o una cualquiera! Y, sobre todo, más fincas hay que las del señor de Arganza, y no es cosa de tantas cavilaciones eso de hacer el bien. Conque así, muchacha—añadió dando un pellizco a Martina—, voy ahora mismo a aparejar la torda, y ya verás qué paso llevamos los dos por esos caminos.

      —Anda, que no te pesará—respondió

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