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El señor de Bembibre. Enrique Gil y Carrasco
Читать онлайн.Название El señor de Bembibre
Год выпуска 0
isbn 4057664174451
Автор произведения Enrique Gil y Carrasco
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
—Por esta vez habéis de perdonar—repuso el conde—. Cierto es que no habían visto mis ojos el milagro de vuestra hermosura, pero todos se han conjurado a ponderarla, y vuestras prendas, de nadie ignoradas en Castilla, son el mayor fiador de la pasión que me inspiráis.
Doña Beatriz, disgustada de encontrar la galantería estudiada del mundo, donde quisiera que sólo apareciese la sinceridad más absoluta, respondió con firmeza y decoro:
—Pero yo no os amo, señor conde, y creo bastante hidalga vuestra determinación para suponer que sin el alma no aceptaríais la dádiva de mi mano.
—¿Y por qué no, doña Beatriz?—repuso él con su fría y resuelta urbanidad—: cuando os llaméis mi esposa, comprenderéis el dominio que ejercéis en mi corazón, me perdonaréis esta solicitud, tal vez harto viva, con que pretendo ganar la dicha de nombraros mía, y acabaréis, sin duda, por amar a un hombre cuya vida se consagrará por entero a preveniros por todas partes deleites y regocijos, y que encontrará sobradamente pagados sus afanes con una sola mirada de esos ojos.
Doña Beatriz comparaba en su interior este lenguaje artificioso, en que no vibraba ni un solo acento del alma, con la apasionada sencillez y arrebato de las palabras de su don Álvaro. Conoció que su suerte estaba echada irrevocablemente, y entonces, con una resolución digna de su noble energía, respondió:
—Yo nunca podré amaros, porque mi corazón ya no es mío.
Tal era en aquel tiempo el rigor de la disciplina doméstica, y tal la sumisión de las hijas a la voluntad de los padres, que el conde se pasmó al ver lo profundo de aquel sentimiento, que así traspasaba los límites del uso en una doncella tan compuesta y recatada. Algo sabía de los desdichados amores que ahora empezaban a servir de estorbo en su ambiciosa carrera; pero acostumbrado a ver ceder todas las voluntades delante de la suya, se sorprendía de hallar un enemigo tan poderoso en una mujer tan suave y delicada en la apariencia. Con todo, su perseverancia nunca había retrocedido delante de ningún género de obstáculos; así es que recobrándose prontamente, respondió, no sin un ligero acento sardónico que toda su disimulación no fué capaz de ocultar:
—Algo había oído decir de esa extraña inclinación hacia un hidalgo de esta tierra; pero nunca pude creer que no cediese a la voz de vuestro padre y a los deberes de vuestro nacimiento.
—Ese a quien llamáis con tanto énfasis hidalgo—respondió doña Beatriz sin inmutarse—es un señor no menos ilustre que vos. La nobleza de su estirpe sólo tiene por igual la de sus acciones, y si mi padre juzga que tan reprensible es mi comportamiento, no creo que os haya delegado a vos su autoridad, que sólo en él acato.
Quedóse pensativo el conde un rato, como si en su alma luchasen encontrados afectos, hasta que en fin, sobreponiéndose a todo, según suele suceder, la pasión dominante, respondió con templanza y con un acento de fingido pesar:
—Mucho me pesa, señora, de no haber conocido más a fondo el estado de vuestro corazón; pero bien veis que habiendo llevado tan adelante este empeño, no fuera honra de vuestro padre ni mía exponernos a las malicias del vulgo.
—¿Quiere decir—replicó doña Beatriz con amargura—que yo habré de sacrificarme a vuestro orgullo? ¿De ese modo amparáis a una dama afligida y menesterosa? ¿Para eso traéis pendiente del cuello ese símbolo de la caballería española? Pues sabed—añadió con una mirada propia de una reina ofendida—que no es así como se gana mi corazón. Id con Dios, y que el cielo os guarde, porque jamás nos volveremos a ver.
El conde quiso replicar, pero le despidió con un ademán altivo que le cerró los labios, y levantándose se retiró paso a paso y como desconcertado más que por el justo arranque de doña Beatriz, por la voz de su propia conciencia. Sin embargo, la presencia de don Alonso y de los demás caballeros restituyó bien presto su espíritu a sus habituales disposiciones, y declaró que por su parte ningún género de obstáculo se oponía a la dicha que se imaginaba entre los brazos de una señora dechado de discreción y de hermosura. El señor de Arganza, al oírlo, y creyendo tal vez que las disposiciones de su hija hubiesen variado, entró en el locutorio apresuradamente.
Estaba la joven todavía al lado de la reja, con el semblante encendido y palpitante de cólera; pero al ver entrar a su padre, que a pesar de sus rigores era en todo extremo querido a su corazón, tan terribles disposiciones se trocaron en un enternecimiento increíble, y con toda la violencia de semejantes transiciones se precipitó de rodillas delante de él, y extendiendo las manos por entre las barras de la reja y vertiendo un diluvio de lágrimas, le dijo con la mayor angustia:
—¡Padre mío, padre mío! ¡no me entreguéis a ese hombre indigno, no me arrojéis en brazos de la desesperación y del infierno! ¡Mirad que seréis responsable delante de Dios de mi vida y de la salvación de mi alma!
Don Alonso, cuyo natural franco y sin doblez no comprendía el disimulo del conde, llegó a pensar que su discreción y tino cortesano habían dado la última mano a la conversación de su hija, y aunque no se atrevía a creerlo, semejante idea se había apoderado de su espíritu mucho más de lo que podía esperarse de tan corto tiempo. Así, pues, fué muy desagradable su sorpresa viendo el llanto y desolación de doña Beatriz. Sin embargo, le dijo con dulzura:
—Hija mía, ya es imposible volver atrás; si este es un sacrificio para vos, coronadlo con el valor propio de vuestra sangre y resignaos. Dentro de tres días os casaréis en la capilla de nuestra casa con toda la pompa necesaria.
—¡Oh, señor!, ¡pensadlo bien!, ¡dadme más tiempo tan siquiera!...
—Pensado está—respondió don Alonso—, y el término es suficiente para que cumpláis las órdenes de vuestro padre.
Doña Beatriz se levantó entonces, y apartándose los cabellos con ambas manos de aquel rostro divino, clavó en su padre una mirada de extraordinaria intención, y le dijo con voz ronca:
—Yo no puedo obedeceros en eso, y diré «no» al pie de los altares.
—¡Atrévete, hija vil!—respondió el señor de Arganza fuera de sí de cólera y de despecho—, y mi maldición caerá sobre tu rebelde cabeza y te consumirá como fuego del cielo. Tú saldrás del techo paterno bajo su peso, y andarás como Caín, errante por la tierra.
Al acabar estas tremendas palabras se salió del locutorio, sin volver la vista atrás, y doña Beatriz, después de dar dos o tres vueltas como una loca, vino al suelo con un profundo gemido. Su tía y las demás monjas acudieron muy azoradas al ruido, y ayudadas de su fiel criada la transportaron a su celda.
CAPÍTULO IX
El parasismo de la infeliz señora fué largo y dió mucho cuidado a sus diligentes enfermeras; pero al cabo cedió a los remedios, y sobre todo a su robusta naturaleza. Un rato estuvo mirando alrededor con ojos espantados, hasta que poco a poco y a costa de un grande esfuerzo, manifestó la necesaria serenidad para rogar que la dejasen sola con su criada por si algo se la ofrecía. La abadesa, que conocía muy bien la índole de su sobrina, enemiga de mostrar ninguna clase de flaqueza a los ojos de los demás, se apresuró a complacerla, diciéndole algunas palabras de consuelo y abrazándola con ternura.
A poco de haber salido las monjas, doña Beatriz se levantó de la cama