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una extensión inmoderada de la racionalidad instrumental que ellos asocian con la tecnociencia. Vaclav Havel ha denunciado el apoyo que algunos regímenes totalitarios pudieron obtener de la mentalidad cientificista. Todo un abanico de posiciones no necesariamente incompatibles, pues se refieren a distintos momentos históricos y a distintas formas de hacer ciencia, pero que muestran el gran interés filosófico que puede tener este tipo de mirada histórica. Además, la perspectiva histórica nos permitirá también apreciar la evolución de conceptos como los de causa, ley, naturaleza, ley natural o naturaleza humana, que han viajado reiteradamente entre los territorios del pensamiento político y el pensamiento científico.

       El principio de precaución

      Está bien hacer metafilosofía, discutir sobre los enfoques filosóficos que deberíamos adoptar o las materias que deberíamos tratar. En nuestro caso concreto, podemos disputar sobre si una filosofía política de la ciencia es adecuada, posible o incluso necesaria. Lo que no es saludable es quedarse indefinidamente en estos prolegómenos. Conviene ponerse cuanto antes manos a la obra y desarrollar aquello que programáticamente hemos visto como deseable. Por eso, no quiero cerrar mi intervención sin hacer filosofía política de la ciencia. Trataré en este último apartado una cuestión que con toda justicia cae dentro de este campo de estudio. Me refiero al principio de precaución utilizado como engranaje de conexión entre ciencia y política. No es tema menor, ya que este principio resulta indispensable para regular las relaciones entre tecnociencia y política en algunas de las más importantes cuestiones que la humanidad tiene planteadas.

      Vivimos –dicen los sociólogos– en la sociedad de la información, en la sociedad del conocimiento, en una sociedad tecnocientífica, y, sin embargo, la orientación de lo práctico se vuelve a confiar a los principios prudenciales, cuando no directamente a las fuerzas de lo irracional. Y el miedo, lejos de haber desaparecido gracias a la tecnociencia, se ha convertido en miedo causado por ésta, por sus productos técnicos, por las posibles aplicaciones desmandadas de los mismos, por sus efectos muchas veces impredecibles. Parece perfectamente compatible hablar de sociedad del conocimiento y, al mismo tiempo, describir la nuestra como una sociedad de la incertidumbre o como una sociedad del riesgo. ¿Cómo hemos dado en esto? ¿No se suponía que la ciencia nos enseñaría cursos de acción seguros y nos salvaría de los miedos ancestrales?

      Hoy sabemos que la ciencia no aporta certezas, nuestra visión actual de la ciencia es falibilista. En gran medida en eso consiste el tránsito de lo moderno a lo postmoderno: pasamos de la promesa de certeza a la conciencia de que hemos de convivir con la incertidumbre. Luego, se requiere algún engranaje entre el conocimiento, siempre incierto, y la acción, siempre arriesgada. Volvemos a cargar sobre nuestras espaldas el peso no siempre cómodo de la responsabilidad y el riesgo de cometer errores aunque nos apoyemos en el mejor conocimiento disponible.

      Uno de los primeros dominios en los que se apreció este cambio de mentalidad fue en la cuestión ambiental. Accidentes como el de Chernobil y en general la conciencia –no siempre justificada, pero muy vigente– de crisis ambiental, han contribuido a ello. Además, las relaciones ecológicas son de lo más intrincadas e imprevisibles. Todo ello hace que la conciencia de riesgo e incertidumbre, la desconfianza en toda promesa de certeza y el desplazamiento del miedo hasta su versión postmoderna, hayan arraigado antes que en otros dominios, en el ambiental. También en el dominio ambiental, antes que en otros, se han propuesto principios de legitimación de la acción, distintos de la pura obediencia a los dictados de la ciencia.

      Durante los años 80 y hasta el día de hoy el principio se va incorporando a la normativa ambiental internacional y al derecho comunitario europeo. Por ejemplo, el tratado de Maastricht (1992) lo incorpora explícitamente como uno de los principios guía de la política ambiental europea. Su crecimiento en el espacio, hasta convertirse en un principio aplicable globalmente mediante tratados internacionales, se ha correspondido con el crecimiento de su alcance en el tiempo, ya que se aplica no sólo a los peligros actuales, sino a los daños que podamos causar sobre futuras generaciones. Cuestiones como la del cambio climático, tan plagadas de incertidumbres y riesgos, no podrían ser abordadas sin este principio. Pero el ámbito de aplicación del principio también ha ido creciendo: tras las cuestiones ambientales vinieron la seguridad alimentaria y la salud en general.

      Sin embargo no existe consenso sobre los supuestos que justifican su activación, ni tampoco sobre las medidas que podemos legítimamente tomar una vez activado el principio, desde la simple autorregulación hasta la prohibición, pasando por diferentes formas de moratoria o caución. Los más radicales querrían una sociedad marcada por una versión extrema del principio de precaución, en la que la carga de la prueba recayese sistemáticamente sobre los que emprenden iniciativas innovadoras (nuevas tecnologías, nuevas líneas de investigación científica, nuevos procedimientos industriales o comerciales, de comunicación, transporte o producción de energía, etcétera); serían éstos quienes deberían demostrar con certeza la seguridad de las mismas antes de ponerlas en práctica. Por supuesto, esta versión radical del principio de precaución es, a su vez, muy poco cauta, ya que las consecuencias

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