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      La tercera opción solamente es radical en apariencia. Como la solución sofística que es, conduce a una sustitución de los programas de investigación por la demagogia de nuevas burocracias sindicales de los grupos de referencia cuyos intereses dicen defender. Pero además no resuelven el problema principal de cómo sostener una investigación que es interdependiente y costosa, independientemente de que sea aplicable o no a los intereses particulares.

      Se me ocurre que ninguna de las tres posiciones es demasiado consciente de las dificultades que tiene el contrato social en las sociedades complejas, globalizadas, multiculturales e interdependientes contemporáneas. Cometen el pecado de tener una visión demasiado estereotipada del complejo sistema de investigación y desarrollo, pero su mayor pecado es la ingenuidad de su filosofía política. Como si la democracia y la ciencia ya estuviesen garantizadas y fuese sencillo integrarlas. Pero no es así. No hay solución perfecta al problema de Platón. La ciencia y la tecnología tienen mal acomodo en una sociedad justa. De lo que no habría que sorprenderse, habida cuenta de que se trata de una institución que a la vez introduce un elemento de inestabilidad en las sociedades, pues las somete a una difícil transformación en lo más profundo de su identidad, en la imaginación de lo posible, y, en el otro extremo, es una condición necesaria en la formación de capacidades sociales para la satisfacción de las necesidades, y, por consiguiente, si atendemos a una idea de justicia basada en la libertad de agencia, constituye una columna básica del propio orden justo social. En esta doble existencia de institución que crea inestabilidad por su naturaleza dinámica y que al tiempo es una condición de la estabilidad social, la ciencia y la tecnología no están solas: las instituciones culturales y educativas tienen la misma característica esquizoide y por ello también son territorio continuo de enfrentamiento político entre las diversas concepciones sociales.

       El contrato social por la inserción de la ciencia y la tecnología en las sociedades democráticas

      No tenemos solución, pero sí tenemos instrumentos para encontrarla. El más efectivo es transformar nuestras democracias en repúblicas deliberativas, en las que se construya una esfera pública transparente, un ágora en el que Sócrates no sea condenado y en el que se escuchen y debatan sus argumentos. Un ágora suficientemente ilustrada para que Sócrates no desconfíe de la asamblea y se refugie en soluciones elitistas, de sectas y escuelas de seguidores. Un ágora en el que los expertos hablen con la voz y la cabeza alta, pero también lo hagan los ciudadanos legos, en el que todos hablen como ciudadanos. Es una posibilidad que abre las perspectivas de filósofos que tienen una mirada sensata acerca de las bases de legitimación de nuestras sociedades. Entre ellos destaca, me parece, John Rawls. Leamos este texto suyo a la luz del problema de cómo construir una política pública para el sistema de ciencia y tecnología.

      Rawls nos propone la idea de que el concepto de justicia sea un apelativo que impregne las razones esgrimidas en la esfera pública. Sustituyamos ahora el término justicia por cualquiera de los conceptos normativos que hemos ido examinando como fundamentos del sistema tecnológico: capacidades, agencia, etc. Observaremos que el texto nos muestra una forma lúcida y viable de entender la técnica en la democracia. Esto implica directamente que el concepto no puede ser impuesto, no puede venir dado independientemente de nuestras prácticas, en este caso cognitivas y técnicas, pero tampoco independientemente de las prácticas que establecen las formas de distribución del conocimiento y de las posibilidades tecnológicas en la sociedad. Esta aceptación social, tal como la concibe Rawls, debe mucho a la idea de contrato social, pero no debe entenderse este término como expresando un acto primigenio que, en virtud de alguna propiedad oculta (la de ser un equilibrio paretiano o algo así), determine las trayectorias futuras de la sociedad que acepta la conformación de un sistema de ciencia y tecnología en su seno. Por el contrario, tendría que ver más, siguiendo la intuición del equilibrio reflexivo, con el establecimiento de un tipo de prácticas de monitorización de las instituciones, de sus grados de fidelidad a su compromiso primigenio que legitima su existencia (el sistema jurídico a la distribución de justicia, el educativo a la educación, el sanitario a la salud, el científico a la búsqueda del conocimiento, el tecnológico a la expansión de capacidades técnicas, etcétera). Este tipo de prácticas debería tener la función de hacer que el sistema cambie continuamente para preservar lo esencial, aquello que reconcilia y funda las sociedades, y la misma regla debería aplicarse a cada una de las instituciones sometidas al escrutinio público.

      En esta forma de equilibrio reflexivo, el conocimiento de las dinámicas internas de la ciencia y la tecnología es un momento necesario que solamente tiene sentido en la medida en que forme parte de un sistema de prácticas reflexivas, de inserción del sistema en la esfera pública, en donde se delibera permanentemente sobre el grado de legitimación que tienen las prácticas cognitivas e innovadoras de primer orden, renovando continuamente la justificación social o, en su caso, elaborando nuevas direcciones de cambio y transformación allí donde unos y otros consideren que se debe restaurar el compromiso institucional, dada la concepción de conocimiento que la sociedad se ha dado a sí misma. Del mismo modo que una concepción de la justicia compartida genera tensiones en una sociedad liberal, asimismo lo hacen las concepciones del conocimiento y de la eficiencia tecnológica. Rawls fue insistiendo con los años en la necesidad de plantear abiertamente estas tensiones, sus palabras tan pesimistas respecto a la poca edad de la democracia y a las frágiles perspectivas de su preservación, pueden ser extendidas a la existencia de un sistema público de investigación, pues en el corazón del proyecto de inserción legitimadora del sistema en el ámbito de nuestras sociedades nos encontraremos con una secuencia de tensiones que en parte afectan al corazón de la democracia y en parte al corazón de la ciencia y la tecnología. Por ejemplo, el de cómo tomar decisiones que sean a la vez democráticas y basadas en consensos, eficientes y racionales en lo que respecta al problema en cuestión y, por último, que puedan ser tomadas en el momento necesario. Pensemos en problemas como los de la reducción de emisión de gases creadores de efecto invernadero, sólo para citar algo que nos afecta de forma cercana, y observaremos rápidamente la complejidad de las tensiones que crea una decisión técnica, que comienza por la no aceptación del propio problema por parte de algunas partes poderosas y acaba modificando el sistema industrial de todas las sociedades.

      Esta trama de tensiones nos indica que nuestra idea de cómo insertar el conocimiento experto en nuestras sociedades probablemente se encuentre ante un equilibrio inestable del tipo que a veces se denomina de "mano temblorosa", en el que cualquier pequeña modificación puede resolverse en un cambio radical. En un nivel más profundo, me parece, estas tensiones superficiales se relacionan con una fractura más profunda que recorre nuestra cultura desde sus inicios y que habría sido puesta de manifiesto en el juicio de Sócrates por la asamblea ateniense. Es la tensión entre justicia y conocimiento experto, tensión que solamente puede entenderse por el hecho de que ambos extremos no son, no pueden ser, pensados independientemente. Como recordamos, el escándalo y la controversia nacen de la condena de Sócrates como corruptor de la juventud. Sócrates acepta las reglas de la democracia, promueve positivamente su aceptación, pero sostiene que el juicio de los acusadores está equivocado. Por su parte, los acusadores sostienen que en el fondo de su prédica hay un elitismo oculto y un apoyo a la tiranía. La controversia alcanza los pilares de la democracia ateniense y, como mucho más tarde hará el juicio de Galileo por parte de la Iglesia, alcanza a los propios pilares sobre los que construimos nuestros conceptos

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