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      Frente a la puerta, a pocos pasos de la ventana, estaba la cama. La sobrecama arrojada a los pies formaba un montón blanco detrás del cual brillaba la línea rubia de las trenzas de Olga; también se alcanzaba a ver una parte de la frente, que resaltaba tan blanca como la sábana. Los pies estaban descubiertos; parecían haberse estirado en convulsiones contra la madera de la cama y después haber vuelto a caer sin fuerza.

      A la cabecera, la ropa estaba cuidadosamente doblada en una silla; las enaguas y las medias puestas las unas sobre las otras muy en orden, y sobre la pequeña alfombra del lado de la cama las zapatillas dispuestas de manera de poder deslizar en ellas los pies al levantarse.

      Sobre el mármol de la mesa de noche, medio apoyado contra la lámpara, reposaba un libro, todavía abierto, como si se le hubiera dejado allí en el momento de apagar la luz. Sobre todo aquello parecía cernerse esa paz serena e indefinible que revela el alma pura de una niña. La que allí moraba se había dormido la víspera con una plegaria para despertarse en la mañana con una sonrisa.

      Cuando el doctor hubo hecho su examen en silencio, se apartó de la abertura.

      —Pasa tu brazo por allí, Adalberto—dijo,—y procura alcanzar la cerradura. Ella la ha cerrado por dentro.

      Pero la señora Hellinger, apretándose contra la puerta, suplicó a grandes gritos a «su querido tesoro» que se despertara y abriera ella misma. Al fin, se consiguió apartarla y abrir la puerta.

      Los tres se acercaron a la cama.

      El rostro blanco como un mármol parecía mirarlos con sus ojos vidriosos, medio cerrados, en los labios una sonrisa extática.

      La encantadora cabeza, de líneas firmes y nobles, se inclinaba un poco sobre el hombro izquierdo, y su abundante cabellera suelta se desparramaba en brillantes rizos sobre el fresco pecho que la camisa de noche, desgarrada, dejaba en descubierto. El botón de nácar, al cual se adhería un jirón de tela y que se había quedado en el ojal, era lo único que indicaba que, antes de dormirse, la joven había debido ser presa de una violenta agitación.

      —Duermes, tesoro mío, dime que duermes,—dijo la señora Hellinger sollozando.—Dime que no has hecho semejante afrenta a tu tía, a tu querida tía que te ha criado y cuidado como a su propia hija.

      Y, al mismo tiempo que hablaba, se apoderó de la mano lívida que colgaba y trató de levantarla.

      Su marido, más sensible, se había ocultado el rostro entre las manos y lloraba.

      El doctor no se dejó llevar por la emoción. Había sacado de su bolsillo su estuche, y, rechazando a la señora Hellinger con un ademán apenas cortés, se inclinó sobre el pecho que, con un movimiento brusco, había descubierto por completo.

      Cuando se enderezó su rostro estaba mortalmente pálido.

      —¡Una última tentativa!—dijo.

      E hizo una rápida incisión horizontal en el brazo, en el sitio en que una arteria se dibujaba en línea azulada en la blancura nívea de la carne. Los bordes de la herida se apartaron sin llenarse de sangre; sólo al cabo de unos segundos, dos o tres gotas negras rezumaron lentamente.

      Entonces el anciano arrojó lejos de sí el luciente bisturí, y con las manos juntas, luchando con las lágrimas, se puso a rezar un Pater Noster.

       Índice

      El mismo día, a eso de las doce, a través de los terrenos pantanosos que se extienden en varias millas al norte de Gromowo, un ligero carruaje de un caballo se dirigía hacia la pequeña ciudad.

      Tan tupidas y pesadas que parecía que se las pudiera tocar con las manos, las nubes se extendían sobre la llanura. De trecho en trecho se alzaba en el aire cargado de vapor un nudoso tronco de sauce, completamente saturado de humedad, cubierto de gotitas brillantes, colgadas en largas filas de las desnudas ramas.

      Las ruedas se hundían profundamente, en el barro del camino, que corría entre las marchitas hierbas del lodazal, y el agua saltaba a cada instante hasta la caja del coche. El que lo conducía poco se preocupaba del paisaje que lo rodeaba: sumido en sus pensamientos, permanecía sumido en su rincón, y sólo se enderezaba a ratos, cuando las riendas amenazaban escaparse de sus manos indolentes. Entonces se diseñaba la estructura poderosa de sus miembros, su pecho levantado se ensanchaba como si fuera a hacer estallar la gruesa capa gris que lo encerraba dentro de sus pliegues.

      Su estatura recordaba la del viejo Hellinger, quizá en mayor proporción, y el rostro también presentaba una semejanza que no podía engañar; pero las facciones, que en el padre habían conservado, hasta bajo los cabellos blancos, una amable dulzura, se habían acentuado en él en pliegues duros y graves que indicaban, al mismo tiempo que la altivez, un humor sombrío y siempre inquieto. Una barba rizada y desaliñada envolvía las mejillas bronceadas con sus vellos rudos y enredados, y adquiría en las extremidades de la boca un matiz más claro y caía sobre el pecho en dos puntas de un rubio apagado.

      Era Roberto Hellinger, el propietario de la granja de Gromowo, el prometido de Olga.

      De la felicidad que le había llegado la víspera, su frente no dejaba adivinar gran cosa. Sus ojos grises, medio velados, miraban fijamente a lo lejos, y una arruga de inquietud le juntaba sin cesar las cejas. Era que sabía que tendría todavía mucho que hacer antes de poder llevarse a su novia a su casa; largas horas de luchas penosas lo esperaban, y la victoria misma no le llevaría más que inquietudes y tormentos. Volvía a ver con el pensamiento los tiempos difíciles que había atravesado, y que apenas alumbraron algunos rayos de sol.

      Hacía seis años ya que su padre le dejó solemnemente, en su condición de hijo mayor, la granja, la antigua propiedad familiar, para retirarse a la pequeña ciudad y llevar en ella una vida apacible y cómoda. Desde ese día comenzó su vida de miseria, pues desde entonces llevaba un yugo tan pesado, que sus mismos hombros de gigante amenazaban romperse bajo la carga: todo lo que conseguía ganar con sus manos encallecidas, todo lo que ahorraba en sus gastos personales, desaparecía absorbido por las reclamaciones de los suyos. Y no podía quejarse; todo sucedía conforme al derecho más estricto, pues la herencia fue exactamente distribuida hasta el último centavo entre él y sus seis hermanos y hermanas—sin hablar de la reserva que habían estipulado para ellos los padres.

      Cada teja de su techo y cada terrón de sus campos estaba empeñado; sobre cada espiga que maduraba estaban fijos los ojos desconfiados de su madre, que vigilaba severamente para que los réditos no se atrasaran un minuto.

      ¿Acaso no estaba en su derecho? ¿Podía él exigir que lo quisiera con mayor cariño que a sus otros hijos? Sus hermanos tenían que seguir una carrera, sus hermanas se habían casado, gracias a la dote; todos y todas fijaban en él miradas ansiosas y ávidas como en el autor y el sostén de su dicha.

      ¡Los réditos! Tal era la palabra aterradora que en lo sucesivo resonaba a toda hora, amenazante, en sus oídos, y por la noche le hacía despertarse sobresaltado y llenaba sus sueños de visiones espantosas.

      ¡Los réditos! ¡Cuántas veces, por causa de ellos, se había golpeado la frente con los puños cerrados! ¡Cuántas veces había corrido, obsesionado, atontado, a través de los campos fangosos, para escaparse de esa tropa de demonios chispeantes; cuántas veces, en un acceso de loco furor, rompió con el puño algún utensilio, arado o vara de coche, como si cualquier arma le hubiera parecido buena para combatirlos! Pero ellos no le dejaban reposo; lejos de eso, le seguían con más tenacidad y más de cerca, le chupaban más y más ávidamente, hasta la médula, todo el vigor de su juventud.

      ¿Y de qué le servía dominarlos, si alguna vez lo conseguía? A esa hidra le brotaban sin cesar nuevas cabezas. De trimestre en trimestre se alzaba, más temible, hinchándose más desmesuradamente ante sus ojos llenos de angustia, y dispuesta a precipitarse sobre él, a aplastarlo con el peso de su mole gigantesca.

      Así

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