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a acometerme con eso, conseguirás no volver a verme.» ¿Hase visto jamás? No faltaría más que una cosa: que, después de Marta, tomara todavía a su hermana, y entonces a su vieja y bondadosa madre no le quedaría más que morir. A propósito, ¿dónde se ha metido hoy la señorita? Son cerca de las nueve, y no se ha presentado todavía. Puede ser que en la casa de mi señor hermano, que tenía costumbres polacas, cultivaran el hábito de quedarse en la cama hasta las doce—¡pero en una casa bien manejada como la mía, no habría que pensar en eso, Adalberto! Yo sabré poner orden.

      —No comprendo, mi querida Enriqueta, por qué me diriges los reproches que son para tu sobrina.

      —¡Si consintieras en no volver a tomarla bajo tu protección, Adalberto! Pero, naturalmente, ya yo no tengo derecho de decir nada: se me desobedece y traiciona en mi propia casa. Por otra parte, dentro de poco voy a poner fin a todo esto. Hace un año entero que la tengo a mi lado, y ya comienza a ser perfectamente inútil.

      —¿Pero acaso no trabaja de la mañana a la noche en cuidar la casa de Roberto? ¿Se pasa un solo día sin que vaya a la granja? ¡No seas tan injusta con ella, Enriqueta!

      Ella le lanzó una mirada de compasión:

      —Si no fueras tan niño, como lo has sido siempre, Adalberto, se podría conversar contigo. Eso mismo es lo que comienza a parecerme peligroso ¿ves? ¿Crees, entonces, que ella no tiene sus motivos para ir a pavonearse todos los días en la granja y darse tonos de ama delante de él y de los sirvientes? ¡Oh! ¡Es muy lista, mi sobrina Olga! ¡Ya habrá hecho todo lo que depende de ella para acostumbrarlo a la idea de que a ella—sólo a ella—le toca de derecho el lugar de la muerta! Si no es eso ¿qué tendría que ir a hacer todos los días a la granja?

      —Creo que el hijo de Marta justifica suficientemente su conducta.

      —¡Naturalmente! ¡Naturalmente! ¡Cuántas cosas te hacen creer con cuentos de nodriza! Ella sabe bien por qué lo hace y por qué ama a ese pobre niño hasta comérselo a caricias: ¡conoce el camino que lleva al corazón del padre!

      —Pero tal vez no lo quiere—insinuó el viejo Hellinger.

      Ella soltó la risa.

      —¡Mi querido Adalberto! Cuando un hombre posee una propiedad a las puertas de la ciudad, una muchacha pobre lo quiere siempre, y, si yo no pongo fin a todos estos manejos mostrándole la puerta, podría muy bien suceder que un día Roberto la tomara por la mano y nos dijera: «Ahora, papá y mamá, tengan ustedes la bondad de darnos su bendición.» Pero, antes que ver una cosa semejante, Adalberto...

      En el mismo instante, un gran ruido de pasos resonó en el vestíbulo; y casi en seguida golpearon con fuerza a la puerta.

      —¡Toma!—dijo la señora Hellinger.—He ahí uno que hace tanto estruendo como un alguacil. ¡Todavía no estamos en ese estado, sin embargo!

      Y con mucha suavidad, y mucha tranquilidad, dijo: «¡Adelante!»

      El viejo médico penetró en la habitación. Tenía el sombrero echado hacia atrás, la bufanda le colgaba de los hombros, y su pecho jadeaba como después de una carrera desenfrenada. Se olvidó de dar los buenos días y no hizo más que lanzar en torno suyo una mirada hosca e investigadora.

      —¡En nombre del Cielo, doctor!—le gritó el señor Hellinger precipitándose a su encuentro.—¡Nos embistes como un toro!

      La señora Hellinger, al contrario, asumió su aspecto áspero y refunfuñó algo como: «modales de fumadero.»

      Cuando el doctor vio la tranquila mesa del desayuno y a sus amigos que, con la cara de todos los días, lo miraban con estupor, se dejó caer en una silla con un suspiro de alivio. ¡Así, pues, la terrible cosa no se había realizado! Pero, un instante después, la ansiedad volvió a apoderarse de él.

      —¿Dónde está Olga?—tartamudeó alzando los ojos hacia la puerta, como si fuera a verla entrar en ese instante.

      —¿Olga?—dijo la señora Hellinger encogiéndose de hombros.—¡Qué sé yo! Sin duda va a venir de un momento a otro; ¿es por algo urgente?

      —¡Alabado sea Dios!—exclamó el doctor juntando las manos.—¡De modo que ya ha bajado!

      —No, eso no—dijo la señora Hellinger.—La señora Duquesa se ha dignado dormir hoy un poco más.

      —¡Dios del Cielo!—exclamó de nuevo él.—¡Y nadie ha ido a verla! ¿Nadie sabe nada de ella?

      —Doctor ¿qué te pasa?—gritó el viejo Hellinger que comenzaba a inquietarse.

      Sin duda, el doctor se acordó en ese momento de la súplica que terminaba la carta de despedida de Olga; comprendió que, de ese modo, su deseo de respetar la voluntad de la joven iba necesariamente a quedar sin efecto, e hizo un último y lastimoso esfuerzo para guardar el secreto.

      —¿Qué me pasa?—balbució con una sonrisa dolorosa.—¡Pues nada! ¿Qué había de tener? ¡Mil millones!...

      Y, en seguida, abandonando todo fingimiento gritó:

      —¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Has permitido la espantosa desgracia! ¡La has dejado de tu mano!

      Y poco le faltó para dejar correr sus lágrimas; pero, reuniendo toda la energía que quedaba en su cuerpo gastado, se enderezó recto como una I:

      —Venid al cuarto de Olga—dijo,—y no os asustéis, cualquiera que sea el estado en que la encontréis.

      El viejo Hellinger palideció y su mujer se puso a gritar y sollozar: se aferraba al brazo del doctor y quería saber lo que había sucedido, pero éste no decía una palabra más.

      Así subieron los tres la escalera que conducía al cuarto de Olga, mientras que en el vestíbulo los sirvientes se reunían y los contemplaban curiosamente con los ojos muy abiertos.

      Delante de la puerta de la habitación de Olga, la señora Hellinger tuvo un ataque de desesperación.

      —Toque usted, doctor—dijo con un sollozo.—Yo no puedo.

      El anciano tocó.

      Nadie contestó.

      Tocó una vez más y puso el oído en el agujero de la cerradura.

      Siempre el mismo silencio.

      Entonces la señora Hellinger se puso a gritar:

      —Olga, querida hija mía, abre; somos nosotros, tu tío, tu tía, y tu viejo tío el doctor. Puedes abrir sin temor, querida mía.

      El doctor dio vuelta al botón; la puerta estaba cerrada. Quiso mirar por el agujero de la cerradura; estaba tapado.

      —¡Manda buscar al cerrajero, Adalberto!—dijo.

      —¡No!—gritó la señora Hellinger, mandando de repente al diablo toda su pena.—Yo no lo sufriré; no ha de suceder así: la vergüenza sería demasiado grande; yo no podría sobrevivirle. ¡Qué vergüenza! ¡qué vergüenza!

      El doctor le lanzó una mirada en que se leían el asco y el desprecio. Pero ella no le hizo caso.

      —Tú eres fuerte, Hellinger—dijo.—Apóyate contra la puerta, quizá consigas romper la cerradura.

      El señor Hellinger era un coloso. Apoyó uno de sus robustos hombros en la tabla cuyas junturas, al primer esfuerzo, comenzaron a crujir.

      —Despacio—le dijo su mujer.—Los sirvientes están en el vestíbulo.

      —¡Idos a hacer algo en la cocina, montón de perezosos!—gritó en la escalera su voz regañona.

      Abajo se oyeron golpes de puertas. Un segundo empujón, y una de las tablas se partió por en medio; por la rendija, un rayo de luz se filtró en la semiobscuridad del corredor.

      —Déjeme mirar por allí—dijo el doctor, el cual, esperando lo peor, había recuperado

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