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en medio de mi dolor, me dejé llevar por un afecto sin cesar creciente por la hermana de mi querida muerta, mi prima Olga. Todo te lo confesé, busqué consuelo cerca de ti cuando me atormentaba, cuando me reprochaba mi infidelidad para aquella cuyo luto aún llevaba. Y me dijiste entonces:

      —»¿Si la muerta pudiera buscar una segunda madre para su hijo, elegiría a otra que a esa hermana, que era, después de ti, lo que ella más quería en el mundo?

      »Me quedé espantado hasta el fondo del alma, pues jamás me habría atrevido a alzar los ojos hacia ella. Pero tú no cesaste de exhortarme, tanto, que por fin, hace ocho días, armándome de todo mi valor, le pedí que compartiera mi suerte. Ella se negó, tú lo sabes.

      »Se puso pálida como una muerta; en seguida me tendió la mano y me dijo, resistiéndose:

      —»Renuncia a esa idea, Roberto; yo no puedo ser tu mujer.

      »Y yo, al retirarme, muy avergonzado, me decía: ¡esto no es más que lo que mereces, presuntuoso!

      »Y he aquí que hoy, querido tío... no puedo escribirlo... Mi mano se detiene. ¡Es tal la felicidad y tan inesperada, que casi me abruma! ¡Mañana, tío, mañana te lo contaré todo!

      »Por la mañana tengo que ir a la granja. Volveré como a las doce, e inmediatamente haré la penosa diligencia ante mis padres. Mi madre nada sospecha todavía: he aquí sus proyectos trastornados una vez más, por lo cual Olga tendrá mucho que sufrir. Hasta temo que concluya por despedirla de la casa. ¡Con tal de que yo la tenga bajo mi techo antes!

      »Son las tres de la mañana: basta por hoy.

      »Tu muy agradecido y muy feliz, Roberto Hellinger

      El viejo médico enjugó una lágrima que rodaba por su mejilla. «¡El buen muchacho!»—murmuró.—«¡Cómo remolinean los sentimientos en su cerebro acalorado, y qué franqueza en todo esto, qué rectitud en la menor palabra! Verdaderamente, es muy digno de ti, mi buena y noble niña: es el único a quien yo te daría con placer. Y ahora voy a ver si tú también tienes confianza en el viejo tío. Voy a cerciorarme de ello inmediatamente.»

      Y riéndose y gruñendo escondió la cabeza entre las almohadas. Luego, de repente, gritó con voz que resonó en toda la casa como un trueno:

      —¡Mil millones!... ¿Dónde está mi pantalón?

      Se lo llevaron, y cinco minutos después, el anciano se hallaba ya listo, delante de su espejo; sólo le faltaba su peluca de un gris amarillento.

      —Mi sombrero... mi abrigo... mi bastón...—gritó en el corredor.

      —¡Pero el café, Dios mío, el café!—gritó la vieja desde la cocina, más fuerte aún, si esto era posible.

      —¡Bueno, pero pronto entonces!—replicó él, siempre en el mismo tono.—Es preciso que esté aquí antes de que yo haya concluido de leer mis cartas.

      Y, refunfuñando de impaciencia, tomó el montón de cartas que se había quedado hasta entonces en la mesa de noche sin que él le hiciera caso. Eran ofertas de vino, el anuncio de un nacimiento en casa de Cohn,—¡un pobre ciego con un hijo recién nacido!—y de repente se estremeció, mientras una sonrisa aparecía de nuevo en su rostro.

      —¡Diantre! No me esperaba esto—murmuró con satisfacción.—Ella tampoco ha podido dormirse sin hacer al viejo tío el confidente de su dicha. Eso está bien, hijos míos; os lo tendremos en cuenta.

      Y con la misma alegre prisa con que había abierto la carta de Roberto Hellinger, rompió el nuevo sobre.

      Pero apenas había comenzado a leer, cuando con un grito ahogado retrocedió dos pasos, tambaleándose, como un hombre que recibe un golpe por sorpresa. Su rostro gris se volvió de una palidez gredosa, sus ojos salieron de sus órbitas, y sus viejos y secos dedos apretaron como garras el papel que temblaba.

      Cuando la ama de llaves entró con el café, encontró a su amo sentado como una mole inerte en un ángulo del sofá, con la frente cubierta de gruesas gotas de sudor y mirando fijamente con sus ojos apagados el papel que sus manos estrujaban todavía con un apretón casi convulsivo.

      —¡Dios mío! ¡Dios mío! ¡Señor doctor!—exclamó la anciana dejando caer con estrépito la bandeja sobre la mesa.

      Estas exclamaciones le hicieron volver en sí. Se hizo dar agua, de la cual bebió ávidamente dos grandes tragos, se humedeció la frente y las sienes con el resto, e hizo señas a la ama de llaves para que se alejara.

      Y entonces, después de haber echado el cerrojo a la puerta, recogió la carta y se puso a leer con voz ahogada y temblorosa:

      «Mi querido amigo, mi segundo padre:

      »Cuando lea usted estas líneas, habré cesado de vivir. He reunido y conservado cuidadosamente las pociones de morfina que usted me dio, cuando después de la muerte de Marta, perdí el sueño; habrá lo suficiente, así lo espero, para asegurarme el descanso.

      »Usted que me protegió como un segundo padre, será el único en saber por qué he tomado esta extrema resolución. En las largas noches de invierno, cuando la tempestad sacudía mi ventana y yo no podía dormir, he escrito en todos sus detalles lo que me atormenta desde hace largo tiempo, lo que no me dejará un instante de reposo hasta que me haya dormido para siempre. En mi estante de libros encontrará usted, escondido detrás de los volúmenes de Heine, un cuaderno azul. Guárdeselo usted, sin que los demás lo noten; y cuando lo haya usted leído todo, vaya usted a mi tumba y rece un Padre Nuestro.

      »Cuide usted de que me entierren al lado de Marta. Mucho la he querido. Ella es quien me arrastra detrás de sí.

      »Usted lo comprenderá todo cuando haya leído mi historia: quizá hasta sabe usted de mi secreto más de lo que yo sospecho. Alguna vez, en el delirio de la enfermedad, debo haber revelado feas cosas. ¿Por qué si no, habría usted alejado de mi lecho a todos mis parientes?

      »¿Se horrorizó usted de lo que dejaba escapar mi miserable boca? ¿Me compadece usted? ¿Me desprecia usted? Pero no, seguramente, usted no me desprecia; si así fuera, ¿me habría usted podido demostrar tanto afecto? Por otra parte, lea usted mi cuaderno, allí está todo.

      »Al principio no le estaba destinado a usted. Yo quería enviarlo, después de muchos años, cuando a nuestra vez hubiéramos sido viejos, al hombre a quien pertenece mi alma, para que supiera por qué lo había rechazado.

      »Las cosas han cambiado de rumbo: hoy, en un momento de olvido, me dejé caer en sus brazos. He visto, demasiado tarde, que ya no había manera de escapármele. Pero antes que ser suya, prefiero darme la muerte.

      »Y todavía tengo que dirigir a usted una súplica. Es la súplica de una moribunda y, si está en poder de usted, accederá usted a ella.

      »Oculte usted al mundo entero—y ante todo a aquel a quien amo—que me he dado la muerte. ¡Ojalá crea que lo que me ha matado es la alegría! Destruiré todo lo que pudiera revelar un suicidio: los únicos signos aparentes serán los de una muerte de aneurisma o de congestión.

      »Se lo suplico a usted desde el fondo del corazón; otórgueme usted todavía esta satisfacción suprema. Muero sin pesar y no tengo miedo. Hace tanto tiempo que no duermo bien, que necesito reposo.—Olga Bremer.»

      El anciano experimentaba un sentimiento de angustia absoluta. Se bamboleaba, apretaba los puños y se golpeaba la frente; en seguida volvió a caer sobre una silla.

      —Es una locura, una completa locura—gimió enjugándose las gotas de sudor que cubrían su frente.—Hija mía, ¿qué es lo que ha pasado por ti? ¿Qué te ha obscurecido así la razón? ¡Mi pobre, pobre y querida niña!

      Luego se levantó de un salto y buscó con sus manos temblorosas su sombrero y su abrigo.

      ¡Socorrer! ¡socorrer! ¡arrancar su víctima a la muerte! He ahí el pensamiento que, por el momento, le llenaba el espíritu. Un instante tuvo la

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