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ella.

      “¿Cómo te está yendo solo?”, preguntó con una voz dulce.

      Sabía era una pregunta delicada y vio a Bill hacer un gesto de dolor. Su esposa lo había dejado recientemente después de años de tensión entre su trabajo y su vida familiar. Bill había estado preocupado por la posibilidad de perder el contacto con sus hijos jóvenes. Ahora estaba viviendo en un apartamento en la ciudad de Quántico y pasaba tiempo con sus hijos los fines de semana.

      “No lo sé, Riley”, dijo. “Creo que nunca me acostumbraré a estar solo”.

      Estaba claramente deprimido y solo. Ella había sufrido como él durante su reciente separación y divorcio. También sabía que los momentos después de una separación eran especialmente frágiles. Aunque la relación no hubiera sido tan buena, te encuentras a ti mismo en un mundo de extraños, extrañando los años de familiaridad, no sabiendo muy bien qué hacer contigo mismo.

      Bill tocó su brazo. “A veces pienso que lo único que me queda en la vida eres tú”, dijo emotivamente.

      Riley sintió ganas de abrazarlo en ese momento. Cuando trabajaron como compañeros, Bill había salido a su rescate un montón de veces, tanto física como emocionalmente. Pero sabía que tenía que tener cuidado. Y sabía que las personas podían ser un poco locas en circunstancias como estas. Ella había llamado a Bill una noche en medio de una borrachera proponiéndole que tuvieran una aventura. Ahora las situaciones eran contrarias. Podía sentir su dependencia de ella, ahora que estaba comenzando a sentirse lo suficientemente fuerte y libre como para estar sola.

      “Hemos sido buenos compañeros”, dijo. Era soso, pero no se le ocurrió otra cosa.

      Bill respiró profundamente.

      “Quiero hablarte justamente de eso”, dijo. “Meredith me dijo que te había llamado sobre el caso de Phoenix. Estoy trabajando en él. Necesito un compañero”.

      Riley se sintió un poco irritada. La visita de Bill estaba empezando a parecer una emboscada.

      “Le dije a Meredith que lo pensaría”, dijo.

      “Y ahora yo te estoy pidiendo que trabajes en el caso”, dijo Bill.

      Un silencio cayó entre ellos.

      “¿Y Lucy Vargas?”, preguntó Riley.

      La agente Vargas era una novata que había trabajado estrechamente con Bill y Riley en su caso más reciente. Ambos quedaron impresionados con su trabajo.

      “Su tobillo no ha sanado”, dijo Bill. “No estará en el campo por otro mes”.

      Riley se sentía tonta por haberlo preguntado. Cuando ella, Bill y Lucy habían acorralado a Eugene Fisk, el llamado “asesino de las cadenas”, Lucy se había caído, fracturándose el tobillo en el proceso. Obviamente no volvería al trabajo tan rápido.

      “No lo sé, Bill”, dijo Riley. “Este descanso del trabajo me está cayendo bien. He estado pensando en solo enseñar de ahora en adelante. Solo puedo decirte lo que le dije a Meredith”.

      “Que lo pensarás”.

      “Sí”.

      Bill dejó escapar un gruñido de descontento.

      “¿Podríamos al menos reunirnos y hablar del tema?”, preguntó. “¿Tal vez mañana?”.

      Riley se enmudeció por un momento.

      “Mañana no”, dijo. “Mañana tengo que ver a un hombre morir”.

      Capítulo Cinco

      Riley miró por la ventana de la habitación donde Derrick Caldwell moriría pronto. Estaba sentada al lado de Gail Bassett, la madre de Kelly Sue Bassett, la víctima final de Caldwell. El hombre había matado a cinco mujeres antes de su captura.

      Le había costado aceptar la invitación de Gail a la ejecución. Solo había visto una ejecución, en ese entonces como testigo voluntario, sentada entre periodistas, abogados, agentes, asesores espirituales y el presidente del jurado. Ahora ella y Gail estaban entre los nueve parientes de las mujeres que Caldwell había asesinado, todos hacinados en un espacio reducido, sentados en sillas plásticas.

      Gail, una pequeña mujer de sesenta años de edad con un rostro delicado, se había mantenido en contacto con Riley a lo largo de los años. Su esposo había muerto antes de la ejecución, y le había escrito a Riley que no tenía a nadie que la acompañara en ese momento. Así que Riley había accedido a asistir.

      La cámara de muerte estaba justo al otro lado de la ventana. Los únicos muebles de la habitación eran la camilla de ejecución, una mesa en forma de cruz. Una cortina plástica azul colgaba en la cabecera de la camilla. Riley sabía que las vías intravenosas y los químicos letales estaban detrás de esa cortina.

      Un teléfono rojo en la pared conectaba con la oficina del gobernador. Solo sonaría en caso de una decisión de clemencia. Nadie esperaba que eso sucediera esta vez. Un reloj que colgaba encima de la puerta de la habitación era la única otra decoración visible.

      En Virginia, los delincuentes condenados podían elegir entre la silla eléctrica y la inyección letal. Casi siempre escogían la segunda opción. Si el prisionero no escogía nada, asignaban la inyección.

      A Riley le sorprendió el hecho que Caldwell no había optado por la silla eléctrica. Era un monstruo impenitente que parecía estar esperando su muerte con los brazos abiertos.

      Eran las 8:55 cuando se abrió la puerta. Riley oyó unos murmullos en la sala cuando varios miembros del equipo de ejecución metieron a Caldwell en la cámara. Dos guardias lo flanqueaban, cada uno agarrando un brazo, y otro lo seguía. Un hombre bien vestido entró de último, era el director de la prisión.

      Caldwell vestía un pantalón azul, una camisa azul y unas sandalias sin calcetines. Estaba esposado y encadenado. Riley no lo había visto en años. En su corto tiempo como asesino en serie había tenido el cabello largo y rebelde y una barba desgreñada, un look bohemio apropiado para un artista callejero. Ahora estaba bien afeitado y se veía bastante ordinario.

      Aunque no luchó, se veía asustado.

      “Qué bueno”, pensó Riley.

      Miró la camilla y alejó la mirada de nuevo. Parecía estar tratando de no mirar la cortina plástica azul. Por un momento, miró fijamente por la ventana de la sala de observación. De pronto parecía estar más tranquilo y más sereno.

      “Ojalá pudiera vernos”, murmuró Gail.

      No podía verlos debido a un vidrio de visión unilateral; Riley no compartía el deseo de Gail. Caldwell ya la había mirado mucho para su gusto. Para capturarlo, había ido de encubierto. Había pretendido ser un turista en el paseo marítimo de la playa Dunes y lo había contratado para dibujar su retrato. La había adulado mucho mientras trabajaba, diciéndole que era la mujer más hermosa que había dibujado en mucho tiempo.

      Supo en ese entonces que era su próxima víctima potencial. Esa noche había sido la carnada, dejándolo acecharla por la playa. Cuando había intentado atacarla, los agentes de respaldo no tuvieron problemas para atraparlo.

      Su captura había sido bastante sosa. El descubrimiento de que había descuartizado y guardado a sus víctimas en un congelador había sido otra cosa. Estar junto en frente y haber visto el momento exacto en el que habían abierto el congelador fue uno de los momentos más desgarradores de la carrera de Riley. Aún sentía compasión por los familiares de las víctimas, Gail entre ellas, por tener que identificar a sus esposas, hijas y hermanas descuartizadas...

      “Demasiado bellas como para vivir”, había dicho el asesino.

      A Riley le asustó mucho el hecho de que él la había visto a ella de esa manera. Ella nunca se había considerado hermosa y los hombres, incluso su ex marido, Ryan, rara vez le decían que lo era. Caldwell era una excepción cruel y horrible.

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