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conscientes que se constituyen mediante sus intuiciones intelectuales, estéticas y, por cierto, morales (Cassirer 2000).

      2. Esta tensión entre ciencia y filosofía, entre cuerpo y alma, se expresa también en una de las ideas centrales de la antropología filosófica: la naturaleza humana. En la modernidad, las referencias a la naturaleza son siempre sospechosas: ¿qué es la naturaleza? ¿Existe tal cosa como una «naturaleza prístina»? ¿Puede «la naturaleza» concebirse como la fuente a partir de la cual lo humano se constituye? Posiblemente la dimensión sociológicamente más importante en esta dirección la planteaba ya Hobbes (1996) ¿cuál es la relación entre lo natural y lo artificial donde lo primero refiere al individuo y lo segundo a lo social? Estas preguntas sobre la naturaleza conducen a la sociología hacia un territorio ambiguo: por un lado, las ideas de causalidad, diferenciación y evolución son muy importantes en la tradición sociológica en general (es decir, no solo para el funcionalismo); por el otro, la relación de la disciplina con la biología y la genética, en tanto ellas desafían la idea de la autonomía de lo social, no es precisamente fluida (Fuller 2011; Rose 2013). Algo similar puede decirse respecto de las ideas de naturaleza humana, que anteceden con mucho el surgimiento de la imaginación científica moderna y son parte crucial de la tradición filosófica. En este caso, la noción de naturaleza invoca ideas distintas como estabilidad, características constitutivas y realización plena; se refiere a las propiedades intrínsecas del ser y a su relación teleológica con fines que le son inmanentes y través del cual se constituye. Por cierto, en este contexto, las ideas de naturaleza humana van más allá de la demostración filosófica convencional y adoptan un giro más bien especulativo: reflejan, y contribuyen a articular de manera explícita, respuestas a la pregunta sin respuesta qué son los seres humanos puesto que ellas no pueden nunca justificar realmente de dónde proviene la especificidad de la condición humana.

      3. Si mantenemos a la vista la intuición original de que la antropología filosófica intenta reunir el conocimiento científico y filosófico sobre qué es un ser humano, es entonces evidente que el desafío «biológico» no es autoexplicativo sino que solo se hace visible mediante elaboración filosófica. Más aun, el valor de verdad de esta crítica viene de la mano de desarrollos empíricos sustantivos y se sustenta sobre todo en el éxito tecnológico de las neuro-tecno-ciencias. En alguna medida, la sociología contemporánea se enfrenta al dilema clásico del advenedizo: entre más busca demostrar que ya pertenece definitivamente al establishment intelectual más dolorosa le resulta la crítica que se hace aun a su estatuto científico. La nueva tendencia de escritos «post» o «anti-humanistas», lejos de ofrecer una separación con la tradición que estoy describiendo, pertenece claramente a ella (Braidotti 2011; Haraway 1991). Sus contenidos específicos y estilo son por supuesto distintos, pero sus preocupaciones por la unidad interna del genero humano, en qué medida los seres humanos son únicos en relación con otros seres vivientes, y cuán susceptible es la naturaleza humana a distintas formas de manipulación social, son todas preguntas que forman parte del repertorio clásico de preocupaciones de la antropología filosófica. Encontramos aquí más que un eco de las críticas anteriores al humanismo en Nietzsche (2008), Heidegger (2006) o Lyotard (1993). De hecho, la pregunta fundamental es exactamente la misma: en qué medida los desarrollos de la tecnología moderna ponen fin al ser humano tal y como lo conocemos. O, dicho de otra manera, en qué medida la idea misma de humanidad ha sido siempre solo una ilusión. En la corriente principal de la sociología, esta posición se repite en las afirmaciones crecientemente excéntricas de Bruno Latour (2013) sobre la necesidad definitiva de una ontología radicalmente nueva que abandone la distinción entre humanos y no-humanos. Este género se constituye entonces mediante su propia combinación de argumentos en parte científicos y en parte especulativos (más no necesariamente filosóficos). Así, incluso el escepticismo sobre la posibilidad de fundamentar valores universales, nos recuerda periodos anteriores de la antropología filosófica a mediados del siglo XX. Por mi parte, sostengo que es preciso invertir su pretensión de originalidad –y no solo porque no hay nada menos original que una pretensión tal de novedad–. Este tipo de interrogación es en realidad paradigmática de la tan humana frustración con la frustrante inevitabilidad de la pregunta ¿qué es y cómo se reconoce a un ser humano?

      4. Este giro o reacción naturalista debe tomarse con cuidado: el naturalismo tiene desde hace ya un tiempo mala reputación en la filosofía y las ciencias sociales. Al naturalismo se lo critica, por un lado, porque incluso la tesis de que los seres humanos tienen realmente una naturaleza biológica no permite afirmar después que es ahí reside el corazón de aquello que nos hace específicamente humanos por oposición a otras especies vivas. El problema no radica en la delimitación de necesidades o disposiciones humanas básicas sino que estos argumentos empobrecen y hacen más estrechas nuestras concepciones de lo humano: del hecho de que la autoconservación sea prerrequisito para la emergencia de las instituciones sociales no se sigue que la competencia es el valor social fundamental o que allí radica el núcleo de aquello que nos constituye como seres humanos que viven en sociedad. Una segunda crítica al reduccionismo naturalista depende de la primera y sostiene que el naturalismo falla porque es incapaz de dar cuenta de las ideas que le sirven de base. Sin importar si la entendemos como una empresa científica, religiosa o filosófica, la pregunta sobre qué nos hace humanos se sostiene en intuiciones intelectuales y morales que no son reducibles a cuestiones biológicas o relaciones causales. La crítica es distinta a aquella que se centra en si la autonomía de la conciencia puede o no comprenderse, científicamente, como un fenómeno emergente a partir de interacciones neuronales. Dice más bien relación con el hecho de que las motivaciones universalmente humanas que son constitutivas de la ciencia, la filosofía, el arte o la religión no pueden incluirse en el conjunto relativamente estrecho de actividades humanas que son esenciales desde el punto de vista de la adaptación física y reproducción material de la especie. Estas motivaciones no responden a una concepción causal de las relaciones en el mundo natural sino que son ideales en un sentido que es difícil, o derechamente imposible, captar científicamente.

      5. Si usamos a Pierre Bourdieu (1994) como caso paradigmático de la sociológica contemporánea, es instructivo que la relación algo paradójica entre materialismo y constructivismo de su teoría se traduzca en su obra en el tipo de «clausura a las ideas» que es propia del naturalismo reduccionista. La sociología reproduce con ello las versiones más débiles de ese naturalismo. El desarrollo de la física y ciencias naturales modernas, que comienza en el siglo XVII, se basa en la idea de un cosmos cuyos elementos materiales son inertes. La idea de un mundo natural conformado materialmente pero desprovisto de agencia es trasladada por Bordieu al mundo social, que se entiende como un dominio autónomo poblado por varios «campos», «fuerzas», «causalidades» y «diferenciales de poder». Pero mientras que es relativamente claro por qué un mundo donde prima la causalidad (y por tanto no tiene ideas) puede funcionar en el caso del universo físico o natural, ello no es así en el caso de la vida social. Bourdieu nos devuelve a una situación pre-clásica: mientras que los sociólogos de primera generación intentaron dar cuenta de las relaciones entre factores ideales y factores materiales, y se quebraron la cabeza intentando resolver este problema, la situación actual es que el asunto ha sido abandonado y se reproduce simplemente una versión paradójica del argumento naturalista. Incluso si hay agentes en el mundo social, ellos solo reconocen y se movilizan por sus intereses, identidades y estrategias: son agentes sin ideas. El precio por este reduccionismo lo paga la sociología en su incapacidad para explicar la posición de los valores que son centrales para los rendimientos funcionales de las distintas instituciones sociales: cuando los bancos velan por sus propios intereses y no los de sus clientes, es decir, cuando descuidan sus tareas normativas, sufren también los resultados funcionales de sus operaciones.

      6. La sociología filosófica toma a la filosofía como un recurso fundamental, pero asume también que la filosofía contemporánea puede continuar solo a partir de la renuncia a su pretensión fundacional de controlar el desarrollo del conocimiento humano. Mal que mal, ese es un reconocimiento común a filosofías tan disimiles como las de Adorno (2007), Habermas (1990b) y Sloterdijk (1987). Las proezas empíricas y tecnológicas

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