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que refiere a la comprensión empírica y positiva de la sociedad moderna, a la filosofía subyace una pretensión más reflexiva sobre las condiciones de la experiencia humana en general. Por supuesto, ello no significa que la sociología pueda o deba ser no-normativa ni que la filosofía pueda o deba obviar desarrollos empíricos o procesos históricos. Pero sí implica que tanto sus practicantes profesionales como el público más amplio que está en ocasiones interesado en ellas, están en la búsqueda de formas distintas de conocer el mundo. Uno llega a la sociología y a la filosofía por razones distintas y, por lo general, demanda de ellas respuestas que también son distintas.

      En su libro El Principio de la Responsabilidad, el filósofo judío-alemán Hans Jonas afirma que «mientras que una generación tiene las ciencias que hereda, cada generación tiene las humanidades que se merece» (Jonas 1984, 164-165). El objetivo de ese texto era reforzar la idea de la irrefutabilidad científica del riesgo ecológico inminente en que vive la sociedad industrial para, desde allí, sugerir cursos de acción colectivos que permitan impedir un desastre natural de escala global. Aquel libro transformó a Jonas en una celebridad, puesto que, entre otras cosas, sirvió de inspiración al Partido Verde alemán que durante la década de 1970 logró entrar al parlamento federal por primera vez. Su tesis central es que, enfrentada a los problemas medioambientales del presente, el dilema principal de la humanidad es asegurar a nuestros descendientes un planeta en el que sea posible una vida humana digna. Tomando como referencia el formalismo de la ética kantiana, Jonas sostiene que para llevar a cabo una vida que pueda describirse como genuinamente humana debemos mantener el planeta en un estado tal que haga posible la autodeterminación de los seres humanos del futuro. Escéptico de las ideas de progreso o evolución, Jonas no tiene dudas de que es un deber moral de la generación presente para con las futuras el entregarles un planeta que no se encuentre en condiciones peores a las actuales. Les debemos a nuestros hijos e hijas la posibilidad de desarrollar una forma de vida que sea al menos comparable con aquella que nosotros tenemos en términos de la capacidad real para decidir cómo querrán vivir.

      El diagnóstico empírico en que se basa el argumento de Jonas es herencia del desarrollo científico y técnico al que había llegado la sociedad en ese momento. Pero la conciencia y, sobre todo, la disposición para hacer frente a esos desafíos no son cuestiones que se reciban pasivamente; por el contrario, se trata de decisiones que reflejan el tipo de individuos que somos y la clase de sociedades que hemos construido. La capacidad y la voluntad de la especie humana para hacerse cargo de sus problemas más importantes son dos caras de una misma moneda que si bien tienen dinámicas distintas –la pregunta por la capacidad se responde de forma técnico-científica, la cuestión de la voluntad es un asunto ético-político– se requieren mutuamente. Ninguna funciona por sí sola. Más allá de la ironía de la idea de que cada generación tiene «las humanidades que se merece» (que en su caso debe leerse como una crítica contra el hermetismo, elitismo y arrogancia de las humanidades posmodernas), el argumento clave de Jonas es que el conocimiento del mundo natural despliega una exterioridad, una objetividad, que no es posible ni deseable en el caso de los asuntos humanos, respecto de los cuales siempre mantenemos una conexión interna: ellos contienen el principio agencial de la responsabilidad entendida como la capacidad para actuar de otro modo. Lejos de establecer una jerarquía entre formas de conocimiento superiores e inferiores, esta diferencia en el tipo de conocimiento que ciencia y filosofía producen demuestra que efectivamente las necesitamos a ambas1.

      Desde una perspectiva distinta, Hannah Arendt también reflexiona sobre la relación entre las distintas pretensiones de conocimiento de la ciencia y de la filosofía. En la siguiente cita, Arendt no se sitúa en el horizonte intelectual de la modernidad, sino que utiliza un lenguaje más general –existencial incluso–. Ella plantea esta reflexión de la siguiente manera:

      Las preguntas últimas surgen de la experiencia real del no-saber, que es donde se revela uno de los aspectos básicos de la condición humana terrenal. Al plantearse preguntas últimas que no tienen respuesta, el hombre se posiciona a sí mismo como un ser que hace preguntas. Esta es la razón por la que la ciencia, que plantea preguntas que sí tienen respuesta, se origina en la filosofía y tal origen se mantiene como una fuente permanente a lo largo de las generaciones. Si el hombre perdiese la facultad de hacerse preguntas últimas, perdería al mismo tiempo su facultad para hacerse preguntas que sí tienen respuesta (Arendt 2005, 34)

      Para Arendt, y este es un argumento que comparto, no se trata de que algunas preguntas sean más fundamentales que otras o que algunas preguntas sean primarias y otras secundarias. Incluso la idea de que algunas interrogantes pueden responderse definitivamente, mientras que otras no, debe tomarse con distancia, puesto que tampoco las interrogantes científicas responden a ese patrón. Por el contrario, nos enfrentamos a interrogantes de distinta naturaleza y que se alimentan y requieren mutuamente: el que algunas preguntas tengan respuesta y otras no dice relación con el tenor de qué y cómo se pregunta y no con las respuestas propiamente tales. La filosofía es resultado de la necesidad existencial de plantearse interrogantes que no tienen respuestas definitivas, las que a su vez encuentran nuevo vigor a partir de los cambios y novedades sobre las que las ciencias frecuentemente nos informan. Es justamente el horizonte posmetafísico de la reflexión contemporánea lo que permite el acercamiento de ambas tradiciones: cuando las ideas trascendentales de razón, historia y naturaleza ya no están disponibles para garantizar certezas de ningún tipo, cuando la política misma no puede guiarse sino por su propia relación incierta con valores, normas, principios e instituciones que son ellas mismas resultados de la acción humana, entonces el horizonte metafísico de las preguntas más generales ha de aceptar las limitaciones que implica estar insertas en un contexto histórico determinado. Lejos de significar un final para la filosofía, que ya no podría reclamar para sí una posición de privilegio incuestionada, ni tampoco una victoria «definitiva» para la ciencia, que entonces podría deshacerse de la filosofía, es este horizonte el que permite el diálogo entre ambas en tanto formas de conocimiento distintas pero compatibles.

      Plantear las cosas de esta forma significa también tomar distancia de posiciones aun predominantes tanto al interior de la filosofía como al de la sociología, donde se continúa intentando establecer una jerarquía entre ellas. Desde el lado de la filosofía, esta sensibilidad se expresa en la idea de que todo conocimiento empírico es por definición inferior al que ella puede producir no solo porque aspira a mantener su posición de conocimiento primero (en la modernidad, esto lo comparten pensadores tan distintos como Hegel y Heidegger), sino también cuando el discurso filosófico deviene la forma general del lenguaje conceptual (como en Derrida). Desde el lado de la sociología, sobran también ejemplos de quienes sostienen que ella es justamente la superación de la filosofía en tanto un conocimiento legítimo del mundo social se puede desplegar ahora únicamente a través de su alineamiento con la ciencia moderna (desde Comte a Luhmann pasando por Durkheim). Sin embargo, en muchas de sus mejores versiones, sociología y filosofía no solo guardan bastante en común sino que están destinadas a relacionarse y aprender la una de la otra. Las preguntas sociológicas fundamentales son siempre también, en último término, preguntas filosóficas sobre qué nos hace los seres humanos que de hecho somos. Asimismo, las preguntas filosóficas más permanentes son también sociológicas en tanto hacen referencia a los contextos sociales en que las propias interrogantes surgen y tienen lugar.

      Otra forma de comprender la relación entre ambas tradiciones, una que por lo demás tampoco genera acuerdo en las comunidades de sociólogos y filósofos profesionales, es la idea de que están indefectiblemente unidas por la pregunta tradicional sobre las condiciones sociales de la vida buena: ambas reflexionarían sobre lo que es con miras a comprender e incluso imaginar formas nuevas de lo que podría o debería ser. Tomando nuevamente como referencia a Arendt, ella se declara decepcionada tanto del dogmatismo filosófico como del positivismo científico que se han apoderado de las tradiciones académicas de los siglos XIX y XX. Cuando Arendt usa la idea de pensamiento político para describir el tipo de trabajo intelectual con el que sí se siente identificada, se refiere a un tipo de reflexión que combina ciencia social, filosofía e historia recurriendo a lo mejor de cada una de esas tradiciones. En ninguna parte queda ello más claro que en su análisis del fenómeno del totalitarismo de la primera mitad del

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