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fuerza y el aliento para persistir en el «camino de la vida». Ha optado por aplicar cierta rigidez al movimiento continuo e irrepetible de la vida, con vistas a acoger a ese posible refuerzo de su fuerza para continuar.

      Nótese que súbitamente su enunciación expresa fe en la fe de ellos. Una forma de meta-fe11. Unamuno (1966), inspirado en Ibsen («La vida y la fe han de fundirse»), enfatiza la relación entre fe y continuidad. Pregunta ¿qué cosa es la fe? Y responde: creer lo que no vimos. Para, de inmediato, proseguir con su inquietud:

      ¿Creer lo que no vimos? ¡Creer lo que no vimos, no!, sino crear lo que no vemos. Crear lo que no vemos, sí, crearlo y vivirlo, y consumirlo, y volverlo a crear y consumirlo de nuevo viviéndolo otra vez, para otra vez crearlo… y así; en incesante tormento vital. Esto es fe viva, porque la vida es continua creación y consunción continua y, por tanto, muerte incesante. ¿Crees acaso que vivirás si a cada momento no murieses? (p. 261)12

      Nuestro personaje, vitalmente atormentado, está, pues, en un momento de intenso desfallecimiento, casi consumido por la disminución de la fe, incapaz de continuar transitando por la vida… y, acicateado por una presencia inesperada, se pone a crear sobre la base de lo que quiere ver y, por ende, de lo que cree ver. Crea, pues, las condiciones de posibilidad de una espera simple caracterizada por un querer estar conjunto con la fe para continuar; y de una espera fiduciaria caracterizada por un creer que esos jóvenes deben conjuntarlo con la fe para continuar. Para perseverar en su ser. Aunque un análisis más riguroso de la situación mostraría una espera metafiduciaria: creer en la fe de esos jóvenes quienes, gracias a ella, creen que deben conjuntarlo con la fe para continuar. De nuevo con Unamuno (1966), en su ensayo «El sentimiento trágico de la vida», suponemos que lo que queda a nuestro personaje es una pizca de amor, en cuanto…

      […] el amor espera siempre. […] Y si es la fe la sustancia de la esperanza, esta es, a su vez, la forma de la fe. La fe antes de darnos esperanza es una fe informe, vaga, caótica, potencial, no es sino la posibilidad de creer. Mas hay que creer en algo, y se cree en lo que se espera, se cree en la esperanza. Se recuerda el pasado, se conoce el presente, solo se cree en el porvenir. Creer lo que no vimos es creer lo que veremos. La fe es, pues, lo repito, fe en la esperanza; creemos lo que esperamos. (p. 909)

      No es tanto que el personaje espere porque cree, sino más bien cree porque, sumido en la incertidumbre, espera algo que lo reoriente. Esa espera esquematiza, da forma de adhesión a su fe. En suma, la convierte en confianza depositada en esas personas que se acercan a su centro y que parecen asegurarle sentido. La espera metafiduciaria se configura así como contrato imaginario. Los «jóvenes» que vienen por el horizonte no se encuentran involucrados en dicho contrato, ya que su modalización deóntica es producto de la «imaginación» del protagonista, quien construye el simulacro de un objetivo imaginario que proyecta fuera de sí, sin ningún fundamento intersubjetivo… pero que determina eficazmente su comportamiento intersubjetivo como tal. Por lo tanto, la relación fiduciaria se establece unidireccionalmente entre el sujeto y el simulacro que ha construido, no entre el sujeto y una relación intersubjetiva concreta (Greimas, 1989, p. 261). El motor de esa construcción es la espera en cuanto deseo. El caso es que la situación no da mucho margen de paciencia ni al observador asistente en relación con esos informadores ni al observador espectador con respecto a esa relación. En efecto, ante los ojos del espectador, todo sucede muy rápido.

      La transformación pasional deceptiva de la tercera viñeta altera la disposición optimista del contrato imaginario y de su simulacro. Ese sobresalto que hizo «despertar» al protagonista en la segunda viñeta literalmente «se desinfla». Sobreviene la desilusión: la meta-fe es, ahora, algo que mata (la) fe. En el lapso de la elipsis, el grupo ya sobrepasó al protagonista y «marcha» hacia la derecha; este, entre resignado y sorprendido, de nuevo con gesto tendiente a la decrepitud, contempla su marcha en esa dirección: arqueados hacia delante, cabizbajos, todos con la huella de la planta de un zapato inscrita en la espalda inferior, con un golpe hundido en sus carnes, los supuestos «jóvenes» caminan hacia el oscuro futuro. El personaje debe soportar un malestar producto del choque modal entre su disposición pasional optimista y el crudo paso del acontecimiento de los marchantes pateados por alguien. Su pasión, modalizada por el querer ser conjunto con la ayuda para continuar, se estrella con el saber que no va a ser conjunto con esa esperada ayuda para continuar. Esa superposición, entendida como incompatibilidad modal, inscribe en su cuerpo las marcas de la sorpresa, que de seguro se convertirá en contrariedad, en desagrado. La no atribución del poder para continuar no solo deja insatisfecho al protagonista, reiteremos que este vive también un malestar provocado por el robótico comportamiento de un sujeto colectivo de hacer que él esperaba autónomo y que resultó brutalmente heterónomo, es decir, no conforme con la espera que él había convertido en esperanza. Ese imaginario comportamiento autónomo, que a sus ojos estaba modalizado por un deber hacer, no tuvo lugar, y el creer del protagonista se revela inmediatamente como injustificado. Como errada creación. La decepción resultante y su consecuente frustración dan lugar a una crisis de confianza, tanto porque el sujeto colectivo ha defraudado la confianza puesta en él cuanto porque el protagonista puede acusarse a sí mismo de haber errado al depositar su confianza, esto es, de torpe ingenuidad13. Como el relato es imperfecto, queda suspendida la reacción del protagonista. Se supone que este solo debe tragar el amargo sabor de su flagrante credulidad.

      Las tres viñetas sugieren una cadencia clásica, pero invertida: andante, allegro, andante14. El primer andante, individual, reflexivo, ensimismado. El allegro, modalizado veridictoriamente por parecer del ser y consolidado por el contrato imaginario. Y el segundo andante, colectivo, transitivo, desesperanzado, modalizado por ser del ser. Por lo que es realmente.

      Notemos que en el pensamiento enunciado (parecer allegro) había un embrague: «me ayudará». Esa operación, propia del régimen de la experiencia, ponía la presencia del protagonista en un centro de intensidad sensible muy tónico. Pero el grupo que aparece y desaparece por los horizontes marca la relación existencial intersubjetiva con una valencia átona de estéril inmediatez. Hacia el horizonte del futuro, esa intensidad se debilita hasta casi desaparecer. Al final, esos andantes con los que no puede ni comunicarse figuran como autómatas, como máquinas programadas y desechadas, listas para ser «pateadas al futuro», a la muerte; en suma, figuran como no sujetos.

      El protagonista, en la medida en que articula cierta identidad modal, deviene sujeto. Al inicio, camina preocupado y desalentado, actante heterónomo: debe ir por el «camino de la vida», a pesar de sus vaivenes; sabe hacerlo, pero se ha puesto a creer que ya no puede (incluso está a punto de desencaminarse). Merced al cambio de su disposición afectiva a raíz de la aparición de los marchantes, despliega una anticipación, imagina que ellos van a reforzar su poder y hasta su querer; esto es, le van a restituir cierta autonomía para perseverar. Espera y los espera. Se ilusiona (lo que produce un efecto de extensión temporal a raíz del despliegue de su enunciado-pensamiento y de la elipsis que separa la segunda y la tercera escena). Pero es el abrupto sobrevenir de la última escena el que derrumba (o «desrumba») todo y da a entender que el protagonista no logra cambiar de identidad.

      El silencio de la viñeta final restituye el régimen de la existencia; la comprobada disjunción con las condiciones de competencia que le hubiesen permitido superar el desaliento sume al protagonista en el riesgo de no poder continuar por el «camino de la vida», esto es, de devenir inexistente. Ahora que la esperanza ha sido fatalmente decepcionada y el grupo robótico se ha perdido en la irrelevancia, las relaciones actanciales quedan marcadas por una fatal mediación; en efecto, todo parece estar bajo el control de la instancia actancial del destinador trascendente, cuyo delegado debe ser ese sujeto de poder, quien trata a patadas a los hombres arrojándolos como máquinas inservibles al futuro. Esa huella marcada en las espaldas tiene dos lecturas: la de la patada, pero también la de la pisotada. Ambas valen hermenéuticamente como guiños enunciativos, pues redundan sobre la condición de explotados, esclavizados, heterónomos, de esos hombres lanzados al oscuro futuro en

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