Скачать книгу

la metáfora se deja extender a lo que sería un ansia frustrada de rejuvenecimiento. El protagonista aspiraba a un contagio estésico, fisonómico. De ahí que el breve episodio de los marchantes, de la juventud a la vera, lo sumergió en una ilusión de higiene moral. Pero solo se trató de un breve aligeramiento, de un proyecto de alegría, entre dos pesadumbres, entre dos gravedades terminales y terminantes.

      El protagonista comenzó distendiendo su tiempo, retardando su marcha, mejor dicho, tratando como discontinuo el proceso temporalizado de su curso de vida. En efecto, había llegado a un límite, a un umbral, más allá del cual no se atrevía a avanzar. Así, captaba el tiempo en el intervalo entre ese desplazamiento sinusoidal de avances y retrocesos que estaba a punto de sacarlo del camino y la aparición de los marchantes siguiendo el ritmo constante de un batallón militar en el horizonte del pasado al presente. Ese súbito cambio de dirección y de orientación implicaba un vuelco eufórico de la perspectiva fiduciaria. Cada forma de vida, por definición, está potencialmente en confrontación con otras: en este caso, el personaje central encarna a la forma de vida debilitada, deprimida, casi detenida, a punto de paralizarse en la «estación» del presente por la intervención de un obstáculo emocional que la hace contra-perseverar; la cual entra en contacto con otra forma de vida mítica, imaginaria, representada por los marchantes que aparentemente están en pleno vigor perseverante. Símbolos de continuidad. Luego, el tiempo será captado como el intervalo entre la ilusión y la decepción del protagonista: los marchantes, en constante tempo acelerado por oposición al ralentí casi detenido del protagonista, siguiendo un régimen transicional, van marcando el paso del pasado al futuro sin detenerse en el presente; en consecuencia, lo sobrepasan y se convierten en informadores de infortunada explotación que lo redirigen y reorientan, en un vuelco disfórico de la perspectiva fiduciaria, a su situación inicial, pero empeorada. Recordemos que en la primera viñeta el protagonista estaba por «salirse del camino de la vida»; ahora, ese redoblado desaliento en el que ha caído lo podría llevar de nuevo a esa situación, al borde del camino o a salirse del camino.

      En Quino (2015), encontramos la misma metáfora, pero con un vector vertical de cohesión y con un dedo índice que señala «al futuro» (p. 47; véase la historieta en el anexo 5). Primera viñeta: muda, un anciano con bastón, gafas, terno oscuro, se acerca a un portero de edificio sentado frente a un pequeño escritorio. Segunda viñeta: «Disculpe, joven, ¿este país tiene salida al futuro?». Tercera viñeta: el portero señala con el dedo izquierdo hacia arriba: «Por supuesto. Para tercera edad piso 14. Al salir del ascensor, enfrente verá la puerta». Cuarta viñeta: el anciano señalando con su mano derecha a la derecha del espectador responde: «Ah, ¿y no estará cerrada, no?». En la quinta, el portero ratifica: «¡Noooo… con picaporte nomás, vaya tranquilo, abuelo!». En la sexta, muda, el espectador ve al anciano, en el piso 14, caminando entre el ascensor, del que ya salió, hacia la puerta. En la sétima, el espectador, desde fuera del edificio a la altura del mencionado piso, observa la puerta abierta que da al vacío; a través de la ventana, las puertas del ascensor. Las gafas del anciano enganchadas al borde del piso son signo de su fatal caída. Al ser equivalente el país a una edificación, pasamos de la metáfora horizontal del camino a la metáfora vertical del edificio social. El protagonista también apunta al futuro. El enunciado congelado «salida al futuro» se interpreta temáticamente como «país viable»; la preocupación expresada por el anciano de que la puerta esté cerrada corresponde a la preocupación de que el país no sea viable. Pero, en la isotopía figurativa, la «salida» literalmente se refiere al escape del edificio desde el piso 14 y, por lo tanto, a la «muerte». En términos etarios, ya no se trata de un adulto, sino de un anciano, pero ahora establece una relación real, no imaginaria, con un gatekeeper al que llama «joven», pues también lo ve como «joven», quien viste una indumentaria reglamentada, símbolo distintivo del territorio que custodia, que señala un estatus, un calco del territorio (indicaciones de movimiento espacial), una orden implícita en la referencia al picaporte («abra la puerta y salga») y una persuasión («vaya tranquilo»). De algún modo, es un delegado del poder que administra la justicia vital en contigüidad con la puerta. Encarna al emisario de la racionalidad demográfica que regula la esperanza de vida. La imagen final de la puerta abierta, topos del pasaje y de la sanción social, responde precisamente a la figura del vano, del vacío, del punto ciego que funda el poder. La puerta cerrada guardaba el secreto de lo que estaba detrás (supuesto por la vigilancia preliminar del portero); el anciano va hacia ella pensando en la viabilidad del país. Su descubrimiento del secreto es su inmediata desaparición: atraviesa la puerta para morir. Se puede inferir, entonces, que el país, al menos para los «abuelos», va al vacío, que no es viable. Ese secreto, una vez descubierto, realiza el decreto que envía a los ancianos que «esperan un futuro» a la discontinuidad radical, esto es, a la muerte. Se supone que hay una racionalidad: a menos edad, pisos más bajos y más probabilidad de continuar viviendo. Sea como fuere, el futuro, en este edificio social, promete un evento traumático.

      Abordemos ahora a alguien aparentemente decidido a salir del camino. Renunciar a un objeto, en términos sintácticos, es un programa reflexivo de privación (así como apropiarse de un objeto es un programa reflexivo de adquisición). La reflexión no se refiere aquí a un «pensamiento», sino al hecho, gramatical si se quiere, de que el sujeto operador y el sujeto de estado son el mismo actor. Lo reflexivo se opone así a lo transitivo, que se da cuando esos roles actanciales están asumidos en el discurso por diferentes actores. En la pertinencia económica a la que se refieren esos programas, la función-junción constituye los objetos pragmáticos gracias a una relación de exterioridad con los sujetos. Empero, al pasar a la interioridad de la pertinencia existencial, la experiencia-vivencia no separa esos términos (y, por lo tanto, ya no son términos); en consecuencia, no hay manera de objetivar entidades semióticas tales como «vida» y «muerte». En el caso de «quitarse la vida», podemos seguir pensando formalmente en una transformación, en un cambio de estado, pero, en sentido estricto, habría experiencia del estado inicial, mas no del final. Porque «quitarse la vida» es quitarse uno mismo con vida y todo. Ya lo decía Camus (1973): «En realidad, no hay una experiencia de la muerte. En el sentido propio, no es experimentado sino lo que ha sido vivido y hecho consciente. Aquí lo más que puede hacerse es hablar de la muerte ajena» (p. 25). Esa sólida constatación nos conduce, pues, al espectáculo del otro que decide pasar de estar vivo a estar muerto. Espectáculo que es convertido en narración. Y, de acuerdo con el filósofo argelino:

      No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar que la vida vale o no vale la pena de que se la viva es responder a la pregunta fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías, vienen a continuación. Se trata de juegos; primeramente hay que responder. (p. 13)

      En una perspectiva semiótica, el suicidio supone una desvalorización de la vida tal como la vive el sujeto-fuente, cuyo objeto-blanco pasa a ser el acto mismo de privarse de ella y de desaparecer como sujeto. Esa desvalorización se da, ora por comparación con un valor que se estima superior, ora por hastío de la vida misma. Sea como fuere, en el primer caso, la vida es usada como medio para predicar contra algo. En efecto, hay un valor-fin respecto al cual la propia vida se convierte en valor-medio para protestar, por ejemplo, contra un régimen político; o, como sucede en nuestros días, para realizar escrupulosamente un atentado terrorista. Pero aquí no tratamos acerca de eso, sino acerca del absurdo, del vacío existencial, de la insignificancia.

      El latín absurdum significa «por sordera». Una primera interpretación reenvía a lo enunciado por personas que no escuchan a la razón, esto es, que se aferran a lo irracional. Pero una segunda interpretación, más rica, remite a una visión del mundo que tiene su origen en la sordera misma; es decir, a una observación de acciones privadas del lenguaje sonoro (o de sus relevos escritos como en los globos del humor gráfico. No es casual que esta historieta y la siguiente sean mudas). La falta de sonido resta radicalmente sentido a esas acciones; como cuando se apaga el sonido de la televisión y se mantiene solo la imagen visual. Se sigue viendo el afán de los actores, pero resulta imposible determinar con certeza el sentido de sus acciones. El efecto suele ser cómico. La sordera problematiza.

Скачать книгу