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que, de entre aquellos órganos, con unos pocos movimientos cuidadosos de las manos del médico, apareció el hermoso cuerpo de mi hijo, mi primer hijo, Michael.

      Pero fue el cuerpo de Kimberly lo que se convirtió en algo más que hermoso para mí. Ensangrentado, con cicatrices y retorcido de dolor, se convirtió en algo sagrado, un templo vivo, un sagrario, un altar de sacrificio que daba vida.

      La nueva vida que ella dio al mundo, esta vida que habíamos creado con Dios, podía ahora mirarla y tocarla con mis manos. Una tercera persona había entrado en la unidad íntima de nuestro hogar. Era el principio de algo nuevo para mí, y para Kimberly y para mí juntos. Dios había tomado las románticas miradas de dos amantes y las había reconducido, sin que dejaran de ser románticas y amorosas. Ahora había tres personas en un hogar feliz cuyo amor les dirigía a un hogar aún más dichoso.

      Dios lo sabe: no es bueno que estemos solos. No quiere que estemos solos. Esta es la historia más antigua del mundo, y está escrita en lo más profundo de nuestra naturaleza humana: Él quiere que tengamos un hogar.

      [1] Cf. el tratamiento de la «soledad original» en Juan Pablo II, Matrimonio, amor y fecundidad, Palabra, Madrid 1998.

      [2] Scott Hanh suele dividir los capítulos con algunos ladillos en los que hace frecuentes juegos de palabras, intraducibles al español; en este caso, el original inglés es From Garden to Grove, refiréndose, con esta última palabra, a la universidad en la que estudió. En otras ocasiones la traducción puede reflejar algo de la intencionalidad del autor, como en el caso de Children of a Lesser Good (Hijos de un bien menor), en vez de Children of a Lesser God (Hijos de un dios menor, película de 1986 dirigida por Randa Haines), National Family Planning (por Natural Family Planning) o Hey Judea, que, en la pronunciación inglesa, recuerda la conocida canción de los Beatles Hey, Jude. Por lo general, hemos optado por una traducción lo más literal posible de estos subtítulos, aun a sabiendas de que, en los casos de homofonía inglesa, resultan anodinos en la versión y sin la gracia provocadora del original; a título de ejemplo, véase The Son (por Sun) also Rises, This (por Dis-) Functional Family, etc. [n. del tr.].

      [3] Cf. Juan Pablo II, «La santísima Trinidad: modelo para todas las familias» en L’Osservatore Romano, 10-VI-1998: «En la Trinidad podemos discernir el modelo primordial de familia humana, que consiste en un hombre y una mujer llamados a entregarse el uno al otro en una comunión de amor que está abierta a la vida. En la Trinidad encontramos, también, el modelo de familia eclesial, en la que los cristianos son llamados a vivir en una relación de participación real y solidaridad».

      II. LOS VALORES DE LA FAMILIA DE ADÁN

      Puede parecer del todo evidente que la gente tiende por naturaleza a vivir en familia, y que no es bueno que el hombre esté solo. Hasta los anuncios personales del periódico dan fe de estos principios. Por tanto, ¿por qué habría alguien de escribir un libro sobre este tema? y ¿por qué ibas a leer un libro así?

      Porque hay muchas cosas que debemos desaprender para poder entender lo que significaba la familia para los antiguos judíos y cristianos. ¿Cuál es, a fin de cuentas, la clase de familia para la que fuimos creados? ¿Qué tipo de amor, y qué tipo de hogar, constituyen nuestras más profundas necesidades? La respuesta a estas cuestiones puede ayudarnos a ver por qué tanta gente está insatisfecha con el amor y por qué muchos lo buscan en todo tipo de lugares equivocados.

      Para la mayoría de nosotros, familia quiere decir (al menos en cierto sentido ideal) «mamá, papá y los niños». Familia es ese grupo estrechamente unido de personas, relacionadas por matrimonio o por sangre, que comparten un hogar común. Una familia es lo que se encuadra en un chalet o en un piso. Algunos de nosotros extenderíamos los lazos un poco más, para incluir a los tíos, primos y los abuelos o bisabuelos vivos. Otros incluso extenderían el concepto de familia hasta los primos segundos. Esto es lo que los norteamericanos de hoy llaman familia extensa: toda la gente que acude a las reuniones familiares. A veces pregunto a mis alumnos de la Universidad cuántos de ellos pertenecen a una familia extensa. Por lo general, una cuarta parte de la clase levanta la mano. Entonces les pregunto qué entienden por «extensa»: ¿cuánta gente? Las respuestas suelen ser que alrededor de treinta o cuarenta, aunque algunos han señalado hasta quinientos.

      Incluso esta cifra tan alta es minúscula cuando la comparamos con la noción bíblica de familia.

      En el antiguo Israel, en realidad en la mayoría de las culturas antiguas, la familia extensa definía el mundo de un sujeto dado. La familia de cualquiera incluía a todos los descendientes de un determinado patriarca, normalmente un hombre que vivió siglos antes. La nación de Israel era una familia de este tipo, puesto que fue poblada en su mayoría por los que se reconocían descendientes del patriarca Jacob (también conocido como Israel). Los doce hijos de Jacob, a su vez, proporcionaron la identidad familiar a las «Doce Tribus» de Israel. Cada tribu, entonces, era una familia distinta cuyos miembros se llamaban entre sí «hermanos» y «hermanas», hijos de un padre común, el antiguo patriarca. De esta forma, incluso a los primos lejanos se les consideraba hermanos. De hecho, la mayoría de las lenguas semíticas antiguas no tienen una palabra para decir «primo», puesto que «hermano» o «hermana» servía para tal propósito. En el libro de Josué del Antiguo Testamento, vemos una expresiva descripción de este orden social, con tribus, clanes y casas que corresponden más o menos a nuestras modernas ideas de federación, estado y gobierno municipal. «Al día siguiente, de mañana, Josué hizo que se acercara Israel por tribus, y fue señalada la tribu de Judá. Hizo acercarse a las familias de Judá, y fue señalada la familia de Zare. Hizo acercarse a la familia de Zare, por casas, y fue señalada la casa de Zabdi» (7, 16-18).

      A menudo la familia tribal estaba vinculada por herencia a una determinada parcela de tierra. Por consiguiente, la «tierra de Judá» (Judea) era la casa de los descendientes de Judá. La tierra era su patrimonio, recibido de los antepasados, que era conservado por la generación actual para las futuras generaciones familiares. La familia se identificaba con la tierra; vender el solar familiar era algo impensable, y a veces legalmente imposible (cf. Lv 25, 23-34).

      La movilidad personal también estaba limitada. En general, uno vivía y trabajaba dentro de los confines de la tierra de su tribu y moría en la tierra donde había nacido. Si alguien se marchaba lejos de la tierra de los ancestros, seguía identificándose con su tribu y, durante toda su vida, su «hogar» seguía siendo la tierra de los antepasados, y no aquella a la que había emigrado. Es más, sus descendientes heredarían este sentimiento, considerándose a sí mismos «extranjeros en tierra extraña», incluso en la tierra en la que nacieron.

      Los miembros de la familia vivían bajo unas normas, por lo general no escritas, que establecían sus deberes dentro del clan y su comportamiento hacia los de fuera. Todos los miembros estaban obligados a defender el honor de la familia. Un hombre no elegía un oficio sobre la base de sus intereses, ni siquiera de sus habilidades; su trabajo estaba determinado por las necesidades familiares, y sus ganancias se acumulaban para provecho de la familia.

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