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quedó completada con la creación de la familia. Sólo entonces el Edén fue realmente el paraíso.

      Chico conoce a chica. Adán conoce a Eva. Scott conoce a Kimberly. Ya sabes. Es el tema de la mayoría de nuestras películas, novelas, leyendas épicas y canciones populares. Es la esencia de nuestros mejores recuerdos, de nuestros más profundos anhelos, de nuestras necesidades más acuciantes. No es bueno estar solo.

      Siempre que leo esta historia, la más antigua del mundo, no puedo sino ponerme nostálgico e identificarme con Adán. Yo tenía todo lo que pensaba que necesitaba en la vida: tres especialidades universitarias, cada una de las cuales me parecía fascinante; una labor activa y gratificante con gente joven; y, por supuesto, la cafetería. Vivía en un campus lleno de árboles, agradable a la vista, estimulante para la mente y generoso a la hora de comer. Ni siquiera sabía que estaba incompleto, no podía saberlo, hasta que vi lo que me había estado perdiendo.

      Dios no me había creado precisamente para la filosofía, economía, teología, o para un ministerio, por muy buenas que pudieran ser todas esas cosas. Dios me había creado para mucho más que eso, y me había creado para Kimberly Kirk. Su imagen en mí no empezaría a estar completa hasta que dijera que sí a la clara llamada de Dios para que me casara con ella.

      Dios me creó, como hizo contigo y con todas las demás personas del mundo, para la familia. Todo lo que vemos, oímos, sentimos y gustamos en la creación es bueno, pero no es bueno que estemos solos.

      Lo que voy a llamar el imperativo familiar es un presupuesto básico de nuestra cultura. Las universidades lo saben, por ejemplo, y por eso tratan de presentarse como una familia adoptiva para los adolescentes que emprenden su primera aventura fuera del hogar paterno. Lo hacen bastante bien, y crean vínculos que con frecuencia duran toda la vida. La universidad a la que fui gusta de referirse a sí misma, en el correo con los antiguos alumnos, como alma mater, es decir, en latín «madre nutricia». El campus tiene fraternidades y asociaciones de estudiantes, literalmente hermandades, tanto para chicos como para chicas, y cada año se celebra la semana de vuelta a casa. Los de la asociación de antiguos alumnos saben que, en la medida en que puedan mantener vivas esas asociaciones familiares, me resulta más fácil enviar con gusto dinero «a casa», a la Universidad de Grove City.

      Los de marketing lo saben, y nosotros también. Estamos hechos para la familia. Para mucha gente, ésta es una verdad evidente en sí misma; pero para algunos se trata de una promesa vacía o rota, una propuesta en la que es casi imposible creer. En las últimas generaciones hemos visto que la familia, como institución, ha caído en un pronunciado declive. Hace cien años, la mayoría de los matrimonios terminaba sólo con la muerte de uno de los esposos. Hoy en día muchos matrimonios terminan, amargamente, en divorcio. Muchos hijos tienen que asumir sentimientos de abandono por parte de uno o de ambos padres. Muchos adultos luchan con rabia y con un profundo sentimiento de traición. El fracaso familiar es una epidemia, si no una pandemia.

      Para las víctimas de semejantes circunstancias, la palabra «familia» no evoca recuerdos felices ni está asociada a sentimientos agradables. Para ellos es como si un Dios cruel nos hubiera creado para vivir entre traiciones, desafectos o incluso abusos.

      Los que han crecido en hogares desunidos o los que han sido traicionados por seres queridos saben que se les ha privado de un gran bien. Les abruma el enfado, la amargura y la tristeza precisamente porque saben que carecen de algo esencial. Han sido privados de algo que les corresponde por derecho. Guardan una profunda herida, y una herida que es la señal de que algo en la naturaleza ha sido penetrado, cortado o roto.

      Esa herida es una señal de que no tuvieron algo que la familia debería haberles dado. Su familia no fue lo que tenía que haber sido, aquello para lo que Dios la creó. El fallo, por tanto, no es de la familia tal como Dios la creó, sino de familias concretas cuando se desvían del plan de Dios. El fracaso, la disfunción, familiar es, sin duda, una consecuencia del pecado original; pero no es algo con lo que Dios soñara para atormentarnos.

      Más aún, nuestra única esperanza de recuperar la integridad y la felicidad es recobrar el plan familiar que Dios tiene para la creación. El Catecismo de la Iglesia Católica (CCE) nos dice que todos debemos «purificar nuestros corazones» de todas «las falsas... imágenes paternales o maternales, correspondientes a nuestra historia personal y cultural, y que impregnan nuestra relación con Dios. Dios nuestro Padre trasciende las categorías del mundo creado. Transferirle a Él, o contra Él, nuestras ideas en este campo sería fabricar ídolos para adorar o demoler. Orar al Padre es entrar en su misterio, tal como Él es, y tal como el Hijo nos lo ha revelado» (n. 2779).

      Hemos de esforzarnos por llevar a cabo esta purificación, porque el plan familiar de Dios es más que una mera receta para mejorar nuestra vida doméstica (aunque también sea eso). Es un modo de colmar nuestros anhelos más profundos: de amor, de familia, de hogar. Se trata de recuperar el romance para cuyo disfrute... para siempre... fuimos creados. Más que eso, es el título de otorgamiento de un estado familiar que nadie, ni siquiera el inspector de Hacienda, nos puede quitar. Mucho más, es la revelación de Dios mismo, en su misterio más profundo.

      4. UNIÓN EN EL PARTO

      Creo en todo esto, porque lo he visto. Me casé con Kimberly Kirk el 18 de agosto de 1979. Creamos nuestro hogar y disfrutamos del placer y la alegría de la unión de un hombre y una mujer. Sin embargo, no fue en el éxtasis de nuestra unión corporal cuando vislumbré por vez primera que una familia manifiesta del modo más vívido la vida de Dios..., aunque esa unión tenía ciertamente algo que ver.

      Empecé a comprenderlo cuando Kimberly estaba embarazada de nueve meses y medio de nuestro primer hijo. Su cuerpo había ido tomando nuevas proporciones, y me di cuenta, más que nunca, de que su carne no había sido creada exclusivamente para mi deleite. Lo que yo había disfrutado como algo hermoso se estaba convirtiendo ahora en medio para un fin más grande.

      Cuando sintió sus primeros dolores de parto, nos fuimos apresuradamente al hospital con la ilusión de que el bebé estaría pronto en nuestros brazos. Sin embargo, el parto de Kimberly fue difícil desde el principio. Hice la broma de que si los hombres pudieran quedarse embarazados, el género humano se habría extinguido poco después de su creación.

      Las horas se prolongaron, horas de duro parto, y el dolor de Kimberly se hizo cada vez más intenso. Lo que dije de broma lo desmentía mi corazón, porque me hubiera cambiado gustosamente por ella en ese momento.

      Pasamos un día de esta forma, y después una noche, y luego comenzó otro día. Tras treinta horas de parto, el médico observó poco progreso, y recomendó hacer una cesárea. No era así como nos habría gustado que fueran las cosas, pero nos dábamos cuenta de que la elección no estaba en nuestras manos.

      Exhausto, vi cómo las enfermeras ponían a Kimberly en una camilla y la llevaban a otra habitación. Iba a su lado, cogiéndola de la mano, rezando con ella y contando chistes..., cualquier cosa que le levantara el ánimo.

      Cuando llegamos a la sala de operaciones, las enfermeras levantaron a Kimberly de nuevo y la pusieron en una mesa; allí la sujetaron y la sedaron. Kimberly estaba congelada, tiritando y con mucho miedo.

      Permanecí junto a mi esposa; su cuerpo estaba atado, puesto en forma de cruz sobre la mesa, y rajado para traer una nueva vida al mundo.

      Nada de lo que me había enseñado mi padre sobre los detalles de la reproducción, nada de lo que había aprendido en las clases de biología del instituto, podría haberme preparado para ese momento. Los médicos me dejaron quedarme a ver la operación. Cuando el cirujano

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