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replanteamiento de los problemas económicos y políticos conforme a los nuevos aspectos de la realidad. (Mariátegui, 1981, p. 77)

      Para Mariátegui, apegado al movimiento de masas en la historia, el marxismo manteniendo su núcleo esencial, se critica, se complementa y se realiza.

      A diferencia del intelectual servil a la “inteligencia pura” de Berl, es decir, intelectuales sin partido por encima de los conflictos sociales, como antiacademicista, Mariátegui afirmaba que el marxismo debía enriquecerse con la labor desarrollada por intelectuales apegados en sus reflexiones al movimiento de masas como criterio práctico y rasero crítico de sus construcciones intelectuales y previsiones científicas, al contrario del “libre pensador” de Berl, que daba vueltas en sus interpretaciones y no estaba exento de repeticiones que carecían de referencias, al realizar estudios que, además, no se debían preocupar por el desenvolvimiento futuro de la realidad; para Mariátegui, el marxismo no era posible como conocimiento si no era elaborado a partir de una dinámica permanente entre la teoría y la práctica:

      Marx y Engels realizaron la mayor parte de su obra, grande por su valor espiritual y científico, aun independientemente de su eficacia revolucionaria, en tiempos que ellos eran los primeros en no considerar de inminencia insurreccional. Ni el análisis los llevaba a inhibirse de la acción, ni la acción a inhibirse del análisis. (Mariátegui, 1981, p. 18)

      Así, queda claro a partir de su obra y su experiencia práctica, acorde con el momento vivido, qué le significaba a Mariátegui el marxismo en términos filosóficos y metódicos en un punto alto de madurez de sus ideas, que le facilitó, como base particular y potente, el entendimiento innovador de su realidad nacional específica, para así señalarle un camino socialista.

      Economía y política en Mariátegui

      Como se indicó, Mariátegui, quien ya había tenido contacto intelectual con la realidad nacional desde sus épocas de cronista y comentarista de la política local, desarrolló una inquietud socialista que después de su exilio se afirmó como marxista, y retornó al Perú con la intención de continuar la tarea que había dejado inconclusa, para de esta manera materializar el compromiso adquirido en Italia de construir el movimiento socialista revolucionario en su país. Regresó al Perú en 1923 después de haber vivido y estudiado la lucha de los pueblos europeos, sus victorias y derrotas, la Revolución rusa, formado en especial en el marxismo italiano. Desde su experiencia internacional, entendía que el Perú estaba inserto dentro de un sistema mundial capitalista e imperialista, y debido a ello la revolución nacional solo podía triunfar si a su vez tenía un rasgo internacional.

      De 1923 a 1930, en el ambiente de posguerra, influenciado y en discusión con la Alianza Popular Revolucionaria Americana (y dentro de ella), con la Internacional Comunista, con la tradición gonzález-pradista, con el anarquismo predominante (hasta 1924 en los sectores populares), con el indigenismo y el positivismo, y en debate con la oligarquía y el bergsonismo de élite, bajo un régimen profundamente represivo, retomando a Sorel4 como bisagra entre las ideas libertarias mayoritarias y el proyecto socialista que quería impulsar, Mariátegui desempeñó un papel de difusor de ideas desde el que maduraba y afinaba su proyecto nacional transformador.

      Adquiriendo una personalidad dialéctica, histórica y cosmopolita, Mariátegui consiguió aclarar que “el socialismo no es, ciertamente, una doctrina indoamericana. Pero ninguna doctrina, ningún sistema contemporáneo lo es ni puede serlo” (Mariátegui, 1985, p. 248). Desde el perfil más profundamente innovador del marxismo llegó a afirmar:

      No queremos, ciertamente, que el socialismo sea en América calco y copia. Debe ser creación heroica. Tenemos que dar vida, con nuestra propia realidad, en nuestro propio lenguaje, al socialismo indo-americano. He aquí una misión digna de una generación nueva. (Mariátegui, 1985, p. 249)

      Por ello, bajo el contexto en mención, con lo que le implicó asumir el compromiso de intelectual orgánico de los subalternos del Perú en busca de un porvenir socialista, Mariátegui desplegó una intensa actividad investigativa sobre la realidad nacional. Desde un momento intelectual de producción de pensamiento propio, inició comprendiendo y explicando con perspectiva histórica dicha realidad, afirmando que el Perú había pasado por cuatro periodos de desenvolvimiento hasta ese instante: sociedad inca (comunismo incaico), conquista y colonización, independencia y república, y periodo del guano y el salitre, que acentuó la penetración imperialista.

      De la sociedad inca explicaba que fue una agrupación de comunas agrícolas sedentarias que consiguieron con su actividad productiva un nivel social estable de vida y, con ello, un crecimiento poblacional considerable, gracias, además, a que su población desarrolló una obediencia al deber social de carácter religioso. Las principales características de dicha sociedad fueron la propiedad colectiva, la cooperación en el trabajo y la apropiación individual del producto. Los recaudos y las obras públicas desde el Estado eran manejados con similitud a los de un Estado socialista.

      A pesar de que Mariátegui era consciente de que autocrático, “teocrático y despótico fue, ciertamente, el régimen Inkaiko” (Mariátegui, 2005, p. 80, n. 7 y 15), y que su orden “lo extendían sometiendo a su autoridad tribus vecinas” (2005, p. 13). Lo que le interesó destacar fue cómo esas disposiciones colectivistas y solidarias en los indígenas, acorde con su análisis, eran rasgos que sobrevivían en la comunidad hasta su contemporaneidad.

      Mariátegui argüía que los españoles con su llegada habían destruido la potente organización económica de los incas sin reemplazarla por una superior. Despojándolos, inauguraron con el virreinato una nueva fase económica y política, que impulsaba como su base el cultivo del suelo y la explotación de las minas de oro y plata. “Sobre las ruinas y los residuos de una economía socialista, echaron las bases de una economía feudal” (2005, p. 14). La conquista y colonización careció de una política de poblamiento, la empresa española como última cruzada se caracterizó por ser una apuesta militar y religiosa, escaseó de aptitud para crear núcleos de trabajo, no utilizando productivamente al indio sino exterminándolo, con algunas excepciones provenientes del clero misional, como los Jesuitas.

      A juicio de Mariátegui, la conquista hubiera sido más incompleta sin el atractivo mineral de la Sierra. Los españoles se ubicaron en un principio en tierras bajas y con la nueva economía colonial, cuya principal preocupación era la explotación del oro y la plata, por medio de la mita obligaron a un pueblo predominantemente agrícola a convertirse en minero. De dicha ubicación de los españoles proviene el predominio costeño nacional en los aspectos económicos y administrativos, proclamando a Lima como capital.

      Se edificó un orden feudal incompleto que bajo su despoblación tuvo además que llevar esclavos negros del África para el trabajo en las haciendas de la Costa (en la República reemplazados por el coolíe chino), esclavismo que no solucionó la carencia de brazos y también fracasó como medio de explotación y organización de la colonia. Mariátegui afirmaba que, mientras los Pioneer en América del Norte habían importado el protestantismo y desarrollaron una economía del futuro, los españoles importaron a sus colonias una economía en decadencia que basaba sus principios en el Medioevo católico.

      La comunidad indígena, aunque protegida por las leyes de indias, más que ampararla, la nueva economía apenas la toleró, petrificándose y prolongando su existencia. Por lo mismo, el régimen de encomienda permitió a españoles y criollos apropiarse de manera legal o ilegal de la tierra indígena marcando la pauta para la conformación del latifundio individual, con lo cual gran parte de las comunidades fueron desapareciendo mientras la concentración de la tierra en manos particulares fue incrementando, y al dejar al indígena sin la suficiente tierra, el hacendado garantizaba brazos para trabajar sus propiedades.

      Lo que sucedió en lo económico, similarmente ocurrió en el plano cultural y religioso, “el paganismo aborigen subsistió bajo el culto católico” (Mariátegui, 2005, p. 173). El catolicismo se amoldó y se expandió, pero al mismo tiempo perdió su carácter colonizador y religioso y se convirtió, en su declive, en una simple empresa eclesiástica. Mariátegui, en términos generales, afirmaba que en el periodo colonial “sobre las ruinas del imperio, en el cual Estado e Iglesia se consustanciaban, se esboza una nueva teocracia,

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