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delante de tus ojos» ―ahí está el humo―; «mas aún veré tu santo templo» ―ahí está la luz― (Jonás2:4).

      «¡Miserable de mí!», dice Pablo, al sentir su corrupción. Sin embargo, estalla en gratitud a Dios por Jesucristo Señor nuestro (Romanos 7:24).

      «Yo dormía», dice la Iglesia en el Cantar de los Cantares, «pero mi corazón velaba» (Cantares 5:2). La mayor parte de las siete iglesias, que son llamadas «los siete candeleros de oro» por su luz (Apocalipsis 2 y 3), tenían mucho humo junto a su luz.

      La razón de esta mixtura es que tenemos un principio doble: la gracia y la naturaleza. Su propósito especial es guardarnos de las dos rocas peligrosas con las que nuestra naturaleza tiende a chocar, la seguridad y el orgullo, y forzarnos a cimentar nuestro descanso en la justificación, no en la santificación, que, además de ser imperfecta, tiene algunas manchas. Nuestro fuego espiritual es como el fuego común aquí abajo, es decir, está mezclado. El fuego alcanza la máxima pureza en su propio elemento en las alturas; así también nuestras gracias serán puras cuando estemos donde queremos estar, en el cielo, que es nuestro elemento apropiado.

      A esta mixtura se debe el hecho de que el pueblo de Dios se juzgue a sí mismo de formas tan diferentes. A veces, observan la obra de la gracia; otras veces, la corrupción remanente, y cuando miran esta última, piensan que no tienen gracia. Aunque aman a Cristo en Sus ordenanzas y Sus hijos, no se atreven a afirmar que están tan íntimamente relacionados con Él como para decir que son Suyos. Así como la vela en la base a veces exhibe su luz y a veces no, los cristianos a veces están bien persuadidos con respecto a sí mismos y a veces no saben qué pensar.

      La segunda observación respecto al comienzo débil y humilde de la gracia es que Cristo no apagará el pábilo que humeare. Esto se debe principalmente a dos razones. Primero, esa chispa viene del cielo: es Suya, fue encendida por Su propio Espíritu. Segundo, el hecho de que Él preserve la luz en medio de la oscuridad, una chispa en medio de la inundación de la corrupción, promueve la gloria de Su gracia poderosa en Sus hijos.

      Incluso la chispa más ínfima de la gracia es preciosa

      Esa chispita tiene una bendición especial. «Como si alguno hallase mosto en un racimo, y dijese: “No lo desperdicies, porque bendición hay en él”; así haré Yo por Mis siervos» (Isaías 65:8). Vemos cómo nuestro Salvador Jesucristo toleró a Tomás con sus dudas (Juan 20:27) y a los dos discípulos camino a Emaús, que no estaban seguros de si Él había venido a redimir a Israel o no (Lucas 24:21). No apagó la lucecita de Pedro, que fue asfixiada: Pedro lo negó a Él, pero Él no negó a Pedro (Lucas 22:61). «Si quieres, puedes», dijo un pobre hombre en el evangelio (Mateo 8:2). «Si puedes hacer algo», dijo otro (Marcos 9:22). Ambos eran pábilos humeantes, pero ninguno fue apagado. Si Cristo hubiera estado pensando en Su propia grandeza, habría rechazado al que vino con este «si». Pero Cristo responde a este «si» con una concesión clemente y absoluta: «Quiero; sé limpio». La mujer que estaba enferma de flujo apenas tocó, con mano temblorosa, el borde de Su túnica, pero volvió sanada y consolada. En las siete iglesias (Apocalipsis 2 y 3), vemos que Cristo reconoce y atesora cualquier cosa buena que hay en ellas. Como los discípulos se durmieron debido a su debilidad cuando estaban oprimidos por la tristeza, nuestro Salvador les excusó con consuelo: «El espíritu a la verdad está dispuesto, pero la carne es débil» (Mateo 26:41).

      Si Cristo no fuera misericordioso, frustraría Sus propios propósitos: «Pero en Ti hay perdón, para que seas reverenciado» (Salmo 130:4). Ahora todos están invitados a colocarse bajo la bandera de amor que Él extiende sobre los Suyos: «A Ti vendrá toda carne» (Salmo 65:2). Él obra con moderación y cuidado para que no decaiga ante Él el espíritu y las almas que ha creado (Isaías 57:16). La Biblia dice que el corazón de Cristo se conmovió al ver a la gente sin comida, «no sea que desmayen en el camino» (Mateo 15:32); con mayor razón se ocupará en prevenir nuestro desmayo espiritual.

      Soporten a los débiles

      Observen aquí las tendencias opuestas de la naturaleza santa de Cristo y la naturaleza impura del hombre. El hombre apaga la luz por un poco de humo. Como vemos, Cristo siempre cuida con ternura incluso de los comienzos más ínfimos. ¡Cómo toleró las múltiples imperfecciones de Sus pobres discípulos! y cuando los reprendió con dureza, lo hizo con amor y con el propósito de que llegaran a brillar más ¿Podemos tener un mejor modelo a seguir que este que viene del que esperamos que nos salve? «Así que, los que somos fuertes debemos soportar las flaquezas de los débiles» (Romanos 15:1). «A todos me he hecho de todo, para que de todos modos salve a algunos» (1 Corintios 9:22). ¡Oh, que esa disposición a ganar y conquistar estuviera más presente en muchas personas! Hasta donde depende de nosotros, muchas almas se pierden por falta de aliento. Observen cómo el apóstol Pablo, aquel fiel pescador de hombres, se esfuerza por capturar a su juez ―«Yo sé que crees [a los profetas]» (Hechos 26:27)―y luego le desea todos los beneficios salvíficos, pero no las cadenas. Podría haberlas añadido también, pero no quiso desanimar a alguien que podía responder. Por eso, le deseó a Agripa solo lo bueno de la religión. ¡Qué importante era para nuestro bendito Salvador que nadie hiciera tropezar a los pequeñitos! ¡Cómo defiende a Sus discípulos de las acusaciones maliciosas de los fariseos! Qué cuidadoso fue de no echar vino nuevo en odres viejos (Mateo 9:17), de no alejar a los nuevos creyentes con las austeridades de la religión (lo que algunos hacen sin ninguna discreción). Oh, dice Él, ellos tendrán tiempo para ayunar cuando me haya ido, y fuerza para ayunar cuando el Espíritu Santo haya venido sobre ellos.

      Lo mejor es no atacar a los creyentes nuevos con asuntos menores, sino mostrarles un camino más excelente e instruirlos en los puntos fundamentales; entonces las otras cosas no les serán creíbles. No está mal ocultar sus defectos, excusar algunas faltas, elogiar su desempeño, fomentar su progreso, sacar todas las dificultades de su camino, ayudarlos de todas las maneras posibles a llevar el yugo de la religión con mayor facilidad y hacerlos amar a Dios y Su servicio, para que no se desencanten antes de conocerlo. Por lo general, vemos que Cristo implanta un amor que llamamos el «primer amor» (Apocalipsis 2:4) en los creyentes nuevos con el propósito de guiarlos en su profesión con más deleite, y no los expone a cruces antes de que cobren fuerza. Su cuidado es similar al que nosotros le mostramos a las plantas jóvenes, protegiéndolas de las inclemencias del tiempo hasta que echan raíz. La misericordia por los otros debería impulsarnos con frecuencia a negarnos en nuestras libertades para no hacer tropezar a los débiles. Son los «pequeños» los que tropiezan (Mateo 18:6). Los débiles son más propensos a sentirse despreciados, así que debemos ser más cuidadosos de complacerlos.

      Sería un buen concurso para los cristianos que uno se esforzara por no causar ofensa y el otro, por no darse por ofendido. Las mejores personas son severas consigo mismas, pero tiernas con los demás. Sin embargo, nadie debería agotar y desgastar la paciencia de los otros; tampoco deben los más débiles exigir moderación de los demás al punto de confiar en que les serán indulgentes y conformarse así con sus propias debilidades, pues esa actitud conlleva riesgo para sus propias almas y causa escándalo en la Iglesia.

      Tampoco deben menospreciar los dones que Dios ha dado a otros (que la gracia nos enseña a honrar dondequiera que los encontremos), sino que deben saber cuál es su papel y lugar, y no deben emprender nada demasiado grandioso para ellos, pues eso puede exponer sus personas y su caso al escarnio de los demás. Cuando en los hombres se encuentran la ceguera y la audacia, la ignorancia y la arrogancia, la debilidad y la obstinación, se vuelven odiosos a Dios, gravosos para la sociedad, peligrosos al aconsejar, perturbadores de los mejores propósitos, intratables, incapaces de recibir mejor dirección y miserables en el actuar. Cuando Cristo muestra Su poder clemente en la debilidad, lo hace permitiendo que los hombres se entiendan tan bien a sí mismos que se ven con humildad y magnifican el amor que Dios les mostró a personas como ellos. Lo hace para preservarlos del desánimo producido por la debilidad, para colocarlos a una menor distancia de la gracia y para promover la pobreza espiritual en lugar de la altivez respecto a la propia situación o a las propias

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