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diferente medida, según Dios estima conveniente. Y así como hay diferencias en cuanto a temperamentos, dones y estilos de vida, también hay diferencias en la intención divina de usar a las personas en el futuro, pues por lo general Él las vacía de sí mismas y las vuelve nada antes de usarlas en grandes servicios.

      ¿Qué es estar cascado?

      La caña cascada es una persona que, por lo general, se halla en alguna miseria (como los que acudieron a Cristo buscando ayuda) y que, movida por esa misma miseria, llega a ver que es causada por el pecado. Es que por muchos que sean los pretextos del pecado, estos se acaban cuando estamos cascados y quebrantados. Dicha persona es sensible a su pecado y miseria, incluso al punto de llegar a cascarse, y, como no ve ningún socorro en sí misma, está dominada por el deseo incansable de ser abastecida por otro y tiene algo de esperanza ―esperanza que la eleva ligeramente de sí misma a Cristo―, aunque no se atreve a afirmar que ya ha recibido misericordia. Esta chispa de esperanza es combatida por las dudas y los temores que surgen de la corrupción, lo que convierte a la persona en un pábilo que humea, de modo que estas dos imágenes en conjunto ―la caña cascada y el pábilo que humea― conforman el estado de una sola persona angustiada. A esta gente nuestro Salvador Jesucristo llama «pobres en espíritu» (Mateo 5:3), a los que ven sus carencias y también se consideran deudores a la justicia divina. No tienen en sí mismos ni en la criatura ningún medio de subsistencia, y lloran por ello. Además, movidos por una esperanza de recibir misericordia que surge de la promesa y de los ejemplos de los que ya la han recibido, son incitados a sentir hambre y sed de ella.

      Las consecuencias positivas de ser cascados

      Es necesario que seamos cascados antes de la conversión para que el Espíritu pueda preparar el camino para ingresar al corazón allanando todos los pensamientos soberbios y altivos, y para que podamos entender realmente lo que somos por naturaleza. Todos nosotros amamos el andar errantes y fuera de nuestro verdadero hogar, hasta que Dios nos casca mediante alguna cruz. Solo entonces es que podemos reconsiderar y volver a casa como el hijo pródigo (Lucas 15:17). Es muy difícil hacer que un corazón adormecido y evasivo clame con sinceridad pidiendo misericordia. Nuestros corazones, son como los criminales que solo claman por la misericordia del Juez, hasta que están recibiendo su castigo.

      Además, ser cascados nos hace atribuirle un gran valor a Cristo. Entonces el evangelio se transforma de verdad en el evangelio; entonces las hojas de higuera de la moralidad no nos sirven de nada. También nos hace más agradecidos y, como consecuencia de la gratitud, más fructíferos en la vida, pues ¿qué es lo que hace que tanto sean fríos y estériles, sino que nunca han podido apreciar la gracia de Dios, ya que nunca han sido cascados por su pecado? De la misma manera, esta forma de actuar por parte de Dios nos asienta más en Sus caminos, ya que recibimos golpes y moretones en nuestros propios senderos. Muchas veces la causa de las recaídas y la apostasía es que las personas nunca fueron castigadas por el pecado en un comienzo; no estuvieron el tiempo suficiente bajo el látigo de la ley. Por eso, esta obra menor del Espíritu ―la de derribar pensamientos altivos (2 Corintios 10:5)― es necesaria antes de la conversión. Y la mayoría de las veces, para promover la obra de la convicción, el Espíritu Santo la une a una aflicción, que, cuando es santificada, tiene un poder curativo y purificador.

      Después de la conversión, necesitamos ser cascados para que las cañas sepan que son cañas, no robles. Incluso las cañas necesitamos ser cascadas debido a los remanentes del orgullo que hay en nuestra naturaleza y para hacernos ver que vivimos por misericordia. Esa cascadura puede ayudar a los cristianos más débiles a no desanimarse en demasía al ver a los que son más fuertes agitados y cascados. Pedro fue cascado de esta manera cuando llegó a llorar amargamente (Mateo 26:75). Antes de ser cascada, esa caña tenía más aire que sustancia en su interior cuando dijo: «Aunque todos se escandalicen de ti, yo nunca me escandalizaré» (Mateo 26:33). El pueblo de Dios no puede estar sin estos ejemplos. Los actos heroicos de aquellos grandes valientes no confortan a la Iglesia tanto como sus caídas y cascaduras. Así también fue cascado David hasta que confesó libremente, con un espíritu sin engaño (Salmo 32:3–5). Es más, sus dolores aumentaron en su propio sentir hasta llegar al dolor supremo del abatimiento de huesos (Salmo 51:8). De igual manera, Ezequías alegó que Dios había «molido sus huesos» como un león (Isaías 38:13). Asimismo, Pablo, el instrumento escogido, requirió que un mensajero de Satanás lo abofeteara para que no se exaltara desmedidamente (2 Corintios 12:7).

      Todo esto nos enseña que no debemos juzgarnos a nosotros mismos ni juzgar a los otros con demasiada dureza cuando Dios nos ejercita cascándonos una y otra vez. Debemos ser conformados a nuestra Cabeza Cristo, Quien fue «molido por nuestros pecados» (Isaías 53:5), para que sepamos cuán ligados estamos a Él. Las almas impías, que ignoran los caminos por los que Dios lleva a Sus hijos al cielo, condenan a los cristianos de corazón quebrantado tildándolos de personas miserables, pero Dios está haciendo una obra clemente y buena en ellos. No es sencillo llevar a un hombre de la naturaleza a la gracia y de la gracia a la gloria, pues nuestros corazones son muy rígidos y obstinados.

      Al desempeñar Su vocación, Cristo no quebrará la caña cascada ni apagará el pábilo que humeare. Estas palabras implican más de lo que dicen, pues Él no solo no quebrará ni apagará a los que trata de esa manera, sino que también los tratará con ternura y afecto.

      ¿Cómo trata Cristo a la caña cascada?

      Aunque los doctores les causan mucho dolor a sus pacientes, no destruyen sus cuerpos, sino que los restauran gradualmente. Los cirujanos cortan y abren heridas, pero no desmiembran. La madre que tiene un hijo enfermo y obstinado no lo abandona por esa razón. ¿Y habrá más misericordia en el arroyo que en la fuente? ¿Pensaremos que hay más misericordia en nosotros mismos que en Dios, que planta el sentimiento de misericordia en nosotros?

      A fin de que podamos contemplar más la misericordia de Cristo para todas las cañas cascadas, hemos de considerar las relaciones consoladoras que Él ha asumido gloriosamente, al constituirse esposo, pastor y hermano. ¿Cumplirán otros por Su gracia las vocaciones que Él les ha dado y no lo hará Aquel que por amor asumió estas relaciones basadas completamente en la designación de Su Padre y en Su propia iniciativa voluntaria? Consideren los nombres que tomó prestados de las criaturas más dóciles como el cordero y la gallina para mostrar su cuidado tierno. Consideren incluso el nombre Jesús ―Salvador―, que Le dio Dios mismo. Consideren el oficio acorde con Su nombre que Él desempeña, que es el de «vendar a los quebrantados de corazón» (Isaías 61:1). En Su bautismo, el Espíritu Santo reposó sobre Él en forma de paloma para mostrar que sería un Mediador apacible como paloma.

      ¡Miren con cuánta gracia ejerce Sus oficios! El vino como profeta con bendición en Sus labios: «Bienaventurados los pobres en espíritu» (Mateo 5:3), invitando a venir a Él a aquellos quienes más se ponen trabas para acudir: «Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados» (Mateo 11:28). ¡Cómo le dolió el corazón al ver a las personas «como ovejas que no tienen pastor»! (Mateo 9:36). Nunca hizo volver a nadie que viniera a Él, aunque algunos se apartaron por sí solos. Vino para morir por Sus enemigos como sacerdote. En los días de Su carne, les dictó a Sus discípulos un modelo de oración, puso en sus bocas peticiones para Dios y colocó Su Espíritu para que intercediera en sus corazones. Derramó lágrimas por los que derramaron Su sangre y ahora hace intercesión en el cielo por los cristianos débiles, interponiéndose entre ellos y la ira de Dios. Es un Rey manso que admite a los enlutados en Su presencia, un Rey de personas pobres y afligidas. Tiene una majestad resplandeciente y también un corazón de misericordia y compasión. Es el Príncipe de paz (Isaías 9:6). ¿Para qué fue tentado sino para «socorrer a los que son tentados» (Hebreos 2:18)? ¿Hay alguna misericordia que no podamos esperar de un Mediador tan clemente (1 Timoteo 2:5) que asumió nuestra naturaleza para poder mostrarnos gracia? Es un buen médico para tratar todas las enfermedades, en especial para vendar el corazón quebrantado. Murió para sanar nuestras almas con el bálsamo de Su propia sangre y para salvarnos mediante esa muerte que nosotros mismos causamos por nuestros propios

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