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aflicciones repentinas que acometen el alma como un torrente o una inundación y especialmente en las enfermedades corporales que, debido a la simpatía entre el alma y el cuerpo, operan sobre el alma al punto de obstaculizar no solo las acciones espirituales, sino muchas veces también las naturales. Por esa razón, Santiago desea que en la aflicción oremos nosotros mismos, pero que cuando estemos enfermos «llamemos a los ancianos de la Iglesia» (Santiago 5:14). Ellos pueden hacer lo mismo que hicieron algunas personas en los evangelios: presentar a Dios en oración al enfermo que no puede presentar su propio caso. Además, Dios recibe las súplicas basadas en la agudeza y la amargura del agravio, como lo hizo en el caso de David (Salmo 6). El Señor conoce nuestra condición; Se acuerda de que somos polvo (Salmo 103:14), de que nuestra fortaleza no es la fortaleza del acero.

      Esa es parte de Su fidelidad con nosotros como criaturas, y por eso es llamado «fiel Creador» (1 Pedro 4:19). «Fiel es Dios, que no os dejará ser tentados más de lo que podéis resistir» (1 Corintios 10:13). Los judíos decían que ciertos mandamientos eran los cercos de la ley. Así, por ejemplo, para cercar al hombre y apartarlo de la crueldad, Dios le mandó que no tomara la madre con los pollos ni «guisara el cabrito en la leche de su madre» (Éxodo 23:19) ni le «pusiera bozal al buey» (1 Corintios 9:9). ¿Acaso tiene Dios cuidado de las bestias, pero no de Su criatura más noble? Por lo tanto, debemos juzgar con caridad las quejas que se exprimen del pueblo de Dios en tales casos. Dios estimó a Job como un hombre paciente a pesar de sus quejas apasionadas. La fe que de momento está sobrepasada volverá a ganar terreno, y el dolor por el pecado, aunque es menos violento que el dolor por la miseria, supera a este último en constancia, así como el arroyo alimentado por una fuente perdura mientras el torrente repentino se disipa.

      Para concluir este punto y fomentar que nos casquemos cabalmente y tengamos paciencia cuando Dios nos casque, todos debemos saber que nadie es más adecuado para recibir el consuelo que los que piensan que están más alejados de él. Por lo general, las personas no se sienten lo suficientemente perdidas cuando piensan en un Salvador. La santa desesperanza de nosotros mismos es el fundamento de la esperanza verdadera. En Dios el huérfano alcanza misericordia (Oseas 14:3); si los hombres fueran más huérfanos, sentirían más del amor paternal celestial de Dios, pues el Dios que habita en las alturas de los cielos también habita en el alma más humilde (Isaías 57:15). Las ovejas de Cristo son ovejas débiles y carecen de una u otra cosa; por lo tanto, Él se ocupa de las necesidades de cada oveja. Busca a la que estaba perdida, vuelve a traer a la que se había descarriado del camino, venda a la que se quebró y fortalece a la débil (Ezequiel 34:16). Su cuidado más tierno es para la más débil. A los corderos los lleva en Su seno (Isaías 40:11). Le dice a Pedro: «Apacienta mis corderos» (Juan 21:15). Fue sumamente afable y abierto con las almas perturbadas. ¡Qué cuidadoso fue para garantizar que Pedro y el resto de los apóstoles no estuvieran demasiado abatidos luego de Su resurrección! «Pero id, decid a sus discípulos, y a Pedro» (Marcos 16:7). Cristo sabía que la culpa por la mala actitud que mostraron al abandonarlo había abatido sus espíritus. ¡Con cuánta ternura toleró la incredulidad de Tomás y se rebajó a su debilidad al punto de permitirle poner la mano en Su costado!

      Al desempeñar Su vocación, Cristo no apagará el pábilo o la mecha que humeare, sino que la atizará hasta que arda en llamas. El pábilo que humea emite muy poca luz, y esa luz es débil, pues no puede flamear y está mezclada con humo. La observación que se deduce de esto es que, en los hijos de Dios, especialmente justo después de su conversión, apenas hay un poco de gracia, y esa poca gracia está mezclada con mucha corrupción, que, al igual que el humo, es ofensiva; sin embargo, Cristo no apagará ese pábilo que humea.

      La gracia es poca en un comienzo

      Los cristianos son de distintas edades, algunos son bebés y algunos son jóvenes. La fe puede ser «como un grano de mostaza» (Mateo 17:20). No hay nada tan pequeño como la gracia en un comienzo ni nada más glorioso que lo que la gracia llega a ser posteriormente. Las cosas más perfectas son las que más se demoran en crecer. El hombre, la criatura más perfecta, llega a la perfección poco a poco; las cosas insignificantes, como los hongos y la calabacera de Jonás, brotan rápidamente y también se desvanecen con presteza. La nueva criatura es la criatura más excelente de todo el mundo y, por lo tanto, crece gradualmente. En la naturaleza vemos que el roble robusto crece a partir de una bellota. Con el cristiano ocurre lo mismo que con Cristo, que brotó del tronco muerto de Isaí, de la familia de David (Isaías 53:2), cuando se hallaba en su punto más bajo, pero al crecer llegó a ser más alto que los cielos. Los árboles de justicia no son como los árboles del paraíso, que fueron creados totalmente perfectos desde un comienzo. Los gérmenes de todas las criaturas que se encuentran en la belleza actual del mundo estaban ocultos en el caos, en esa masa primigenia confusa de la que Dios ordenó que surgieran todas las criaturas. En las semillitas de las plantas se esconden el tronco y las ramas, el brote y el fruto. En unos pocos principios están ocultas todas las conclusiones consoladoras de la verdad santa. Todos esos fuegos artificiales gloriosos del celo y la santidad de los santos se originaron en unas pocas chispas.

      Por lo tanto, no nos desanimemos por el comienzo pequeño de la gracia, sino que percibámonos como elegidos para ser «santos y sin mancha» (Efesios 1:4). Solo observemos nuestro comienzo imperfecto para exigirnos un mayor esfuerzo por alcanzar la perfección y para conservar un bajo concepto de nosotros mismos. Fuera de eso, si nos sentimos desanimados, debemos considerarnos como nos considera Cristo, que nos ve como objetos que Él pretende adaptar para Sí mismo. Cristo nos valora por lo que seremos y por aquello para lo que nos ha escogido. Decimos que una plantita es un árbol porque está creciendo para llegar a serlo. «¿Pues quién ha menospreciado el día de las pequeñeces?» (Zacarías 4:10, LBLA). Cristo no quiere que menospreciemos las pequeñeces.

      Los ángeles gloriosos no desdeñan asistir a los pequeños, a los pequeños ante sus propios ojos y a los pequeños ante los ojos del mundo. Aunque la gracia sea poca en cantidad, es mucha en vigor y valor. Cristo es Quien aumenta el valor de las personas y los lugares pequeños y bajos. Belén era la más pequeña (Miqueas 5:2; Mateo 2:6), pero al mismo tiempo no era la más pequeña. Era la más pequeña en sí misma, pero no era la más pequeña en el sentido de que Cristo nació allí. El segundo templo (Hageo 2:9) no llegó a tener la magnificencia externa del primero; sin embargo, fue más glorioso que el primero porque Cristo entró a él. El Señor del templo ingresó a Su propio templo. La pupila del ojo es muy pequeña, pero ve una gran parte del cielo de una sola vez. La perla, aunque es pequeña, es de gran estima. No hay nada en el mundo de tanto provecho como el granito de gracia más ínfimo.

      La gracia está mezclada con corrupción

      Pero la gracia no solo es pequeña, sino que también está mezclada con la corrupción; por esa razón, se dice que el cristiano es un pábilo que humea. Vemos, entonces, que la gracia no elimina toda la corrupción de inmediato, sino que queda una cierta medida con la que los creyentes deben luchar. Las acciones más puras de los hombres más puros requieren que Cristo las perfume, y ese es Su oficio. Cuando oramos, necesitamos volver a orar para que Cristo perdone los defectos de nuestras oraciones. Consideremos algunos ejemplos de este pábilo que humea.

      Frente al mar Rojo, Moisés estaba muy perplejo y no sabía qué decir ni a qué dirección voltearse, así que gimió a Dios. Indudablemente, ese fue un gran conflicto interno para él. Cuando estamos en grandes angustias, no sabemos qué pedir en oración, pero el Espíritu pide por nosotros con gemidos indecibles (Romanos 8:26). Los corazones quebrantados solo pueden ofrecer oraciones quebrantadas.

      Cuando David estuvo frente al rey de Gat (1 Samuel 21:13) y ensució su reputación de forma impropia, también había algo de fuego en ese humo. Pueden ver qué excelente es el salmo que escribió en esa ocasión, el Salmo 34, en el que, basado en su experiencia, dice: «Cercano está Jehová a los quebrantados de corazón» (Salmo 34:18). «Decía yo en mi premura: “Cortado soy de delante de tus ojos”» ―ahí está el humo―, «pero tú oíste la voz de mis ruegos» (Salmo 31:22) ―ahí está el fuego―. «¡Señor, sálvanos, que perecemos!» (Mateo 8:25), gritan los discípulos: allí está

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