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enojo alguno». Allí se les unió un extraño recluta, pero que fue bien recibido, el cual venía del Continente en una piragua; un hombre tostado por el sol, medio desnudo, con un canalete al hombro; por las apariencias un esclavo indio. Se presentó con las palabras «Dios y Santa María de Sevilla». Se trataba de un sacerdote español llamado Aguilar, que siete años antes se había escapado de la jaula en la que él y sus compañeros de naufragio eran engordados para la fiesta caníbal del sacrificio; luego fue esclavo de un cacique, y, como había aprendido la lengua maya, podía servirle de intérprete a Cortés. Después de explicar a los isleños un compendio de la religión cristiana, Cortés bordeó la costa continental, llevando con él tan valioso compañero.

      Al desembarcar en Tabasco, los indígenas le eran hostiles; entonces se les leyó e interpretó tres veces la «requisitoria» por medio de Aguilar, sin lograr nada con ellos. Tras algunas escaramuzas, una masa de muchos miles de indios avanzó dispuesta al ataque. Iban armados con hondas, arcos, lanzas, jabalinas lanzadas con disparadores y un arma que los españoles llamaron montante, «espada a dos manos». Estaba formada por una hoja de espada de unos cuatro pies de longitud, a cada uno de cuyos lados había una muesca provista de piedra obsidiana, cortante como una navaja de afeitar, aunque se embotaba después de unos cuantos mandobles. Todas las tribus de Nueva España —tlaxcaltecas, aztecas, guatemaltecas y otras— estaban entrenadas en el manejo de estas armas y lanzaban sus proyectiles, piedras redondas, jabalinas y flechas con perfecto tino. La mayoría de las jabalinas, flechas o lanzas, eran sólo de madera puntiaguda endurecida al fuego, pero algunas tenían la punta de hueso o de piedra afilada. Como armas defensivas usaban los indios escudos circulares de madera o se protegían con jubones de algodón acolchado; estos últimos fueron adoptados por los españoles, muy pocos de los cuales tenían cotas de malla. Los españoles sufrieron muchas heridas combatiendo, sobre todo por las piedras que arrojaban las hondas con gran fuerza y precisión; pero en las largas luchas que siguieron no cayeron muchos en los campos de batalla, y es evidente que las armas indígenas no podían enfrentarse con el acero de las espadas, lanzas y dardos de las ballestas, además de unos cuantos arcabuces y las balas de piedra que arrojaba el cañón. Además, los indios carecían de estrategia: si uno de sus jefes caía, sus seguidores solían dispersarse; y los guerreros indios, cuando entraban en batalla con sus nutridas filas, no ansiaban matar a los enemigos sino cogerlos vivos para el sacrificio ritual.

      Díaz, describiendo la batalla de Tabasco, habla de grandes masas que cubrían la llanura. «Se vienen como perros rabiosos y nos cercan por todas partes, y tiran tanta flecha y vara y piedra, que de la primera arremetida hirieron más de setenta de los nuestros... y no hacían sino flechar y herir... y nosotros con los tiros y escopetas y ballestas no perdíamos punto de buen pelear... Mesa, nuestro buen artillero, con los tiros mataba muchos de ellos, porque eran grandes escuadrones... y con todos lo males y heridas que les hacíamos no los podíamos apartar... y en todo tiempo Cortés con los de a caballo no venía y temíamos que por ventura no le hubiese acaecido algún desastre... Acuérdome que cuando soltábamos los tiros, que daban los indios grandes silvos y gritos, y echaban tierra y paja en lo alto porque no viésemos el daño que les hacíamos y tañían entonces trompetas y trompetillas, silbos y voces, y decían ala lala.

      »Estando en esto, vimos asomar los de a caballo; y como aquellos grandes escuadrones estaban embebecidos dándonos guerra, nos miraban tan de presto los de a caballo, que venían por las espaldas; y como el campo era llano y los caballeros buenos jinetes, y algunos de los caballos muy revueltos y corredores, dándoles tan buena mano, y alanceando a su placer... dimos tanta priesa en ellos, los de a caballo por una parte y nosotros por otra, que de presto volvieron las espaldas. Aquí creyeron los indios que el caballo y el caballero era todo un cuerpo, como jamás habían visto caballos hasta entonces... se acogieron a unos montes que allí había... enterramos dos soldados que iban heridos por la garganta y por el oído, y quemamos las heridas a los demás y a los caballos con el unto del indio y pusimos buenas velas y escuchas, y cenamos y reposamos.»

      Cortés hizo seguir su victoria de amigables negociaciones, y así por una combinación de firmeza y espíritu conciliador, indujo a los jefes indios a tomar por lo mejor su derrota, aceptando la paz y proveyendo de víveres a los vencedores. La paz fue confirmada por una exposición de la fe cristiana, por la instalación de un altar con la cruz y la imagen de la Virgen y el Niño, por la celebración pública de la fiesta del Domingo de Ramos y por las ofrendas de los indios sometidos —adornos de oro y 20 mujeres indias, las cuales fueron debidamente bautizadas—. Una de esta mujeres, llamada por los españoles doña Marina, señora de noble linaje azteca, había sido vendida como esclava a los mayas en su juventud por una madre cruel. Al observar que hablaba tanto la lengua maya como la azteca, Cortés la tomó a su cargo. Aguilar interpretó a la mujer las palabras de Cortés y ella a su vez las tradujo a los aztecas. Desertora de su pueblo —si es que en verdad debía alguna fidelidad a los aztecas que la vendieron como esclava a los mayas—, esta valerosa e inteligente mujer sirvió a su señor y amante con devota lealtad, y le dio un hijo.

      Siguiendo la costa del Oeste y al Noroeste, la flota entró en la ensenada de San Juan de Ulúa. El Viernes Santo de 1519 la tropa acampó en la playa, y allí oficiaron la celebración de la Pascua de Resurrección dos capellanes, el padre Olmedo y el padre Díaz, en presencia de los indígenas. Cuatro meses permanecieron en las inmediaciones de la costa, no en el mismo lugar, pues en él murieron de fiebre 35 hombres. Durante aquellos cuatro meses conquistaron para España dos extensas provincias, sin haber hecho un disparo, y se edificó una ciudad fortificada para mantener el dominio del territorio.

      [1] A. P. MAUDSLAY.

      [2] El primero de ellos procedía de la municipalidad de Veracruz, pero fue, sin duda alguna, escrito por Cortés, el cual le añadió una carta suya, que se ha perdido, dirigida al emperador. Entre el primero y el segundo despacho hay un vacío que se llena con otros relatos. (Véase HERNÁN CORTÉS: Cartas de relación de la conquista de Méjico. Colección de Viajes Clásicos, Espasa-Calpe, Madrid.)

      [3] BERNAL DÍAZ DEL CASTILLO: Verdadera historia de la conquista de la Nueva España. Colección de Viajes Clásicos, Espasa-Calpe, Madrid.

      [4] Es raro que antes de esta fecha no se hubiera sabido nada en Cuba ni en Santo Domingo sobre la costa del Yucatán. Si algún explorador desconocido llevó noticias de aquellas tierras, sus informes no dejaron huella. El señor Medina ha probado en su biografía de Salís que es un mito el supuesto viaje de Pinzón y Salís a lo largo de aquella costa en 1506. En 1513, un barco que conducía a un emisario de Balboa desde Santo Domingo a España naufragó en la costa del Yucatán, pero nada se supo acerca de este naufragio en las colonias españolas. La primera noticia se tuvo en España a fines de 1517, y uno de los ministros flamencos de Carlos solicitó la concesión del nuevo territorio. El emperador se lo prometió, pero hubo de rescindir su promesa verbal ante la protesta de Diego Colón. que se hallaba entonces en la Corte.

      VI.

      LA MARCHA SOBRE MÉJICO (1519-1520)

      Y Cortés dijo: «Hermanos, sigamos la señal de la santa cruz con fe verdadera, que con ella venceremos.»

      BERNAL DÍAZ

      Que una partida de aventureros armados —sólo hombres— inaugurase tan audaz empresa con la fundación ceremonial de una municipalidad organizada, puede parecer un procedimiento caprichoso. Sin embargo, para el español, imbuido de la gran tradición de los municipios medievales españoles, la forma constitucional adecuada para asegurarse la permanencia de su obra era el establecimiento, al comienzo, de una ciudad. Los hombres de Cortés no estuvieron, sin embargo, unánimes: los partidarios de Velázquez querían volver a Cuba, mientras que sus capitanes y adictos estaban decididos a seguirle a donde fuera. Éstos, de acuerdo con Cortés, pidieron que se edificara una ciudad para tomar posesión de tierra tan rica. Habiendo recibido seriamente esta petición después de mostrar una discreta deferencia hacia los partidarios

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