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y les suministraban víveres, hasta que llegaron, tras quince días de marcha, a un sólido muro que protegía la frontera del pequeño estado independiente de Tlaxcala, cuya población guerrera nunca se había sometido a la soberanía azteca; aunque, estando cercados por los vasallos de Moctezuma, no podían tener sal —producto del lago salado de Méjico— ni algodón, que sólo crecía en la cálida región costera, Moctezuma ni siquiera deseaba su completa sumisión, puesto que la guerra crónica con Tlaxcala era excelente ocasión para que sus soldados se entrenaran y para obtener víctimas que sacrificar a sus dioses.

      La breve pero violenta campaña de Tlaxcala, con sus estremecedores peligros y su extraño desenlace, que facilitó a Cortés los medios para apoderarse de toda Nueva España, tiene en sí elementos suficientes para una patética narración; aquí nos bastará un mero resumen. El estrecho paso a través del muro fronterizo estaba indefenso, y Cortés, esperando conseguir el paso libre por el territorio tlaxcalteca, envió mensajeros de paz. La respuesta fue que matarían a esos teules y comerían su carne. La lectura de la «requisitoria» no produjo efecto, y después de algunas escaramuzas, el pequeño ejército español se encontró cercado por una enorme masa armada con hondas, arcos, lanzas, jabalinas, y para el cuerpo a cuerpo, los montantes, que han sido ya descritos. Pero los españoles se arrojaron, disparando, sobre la densa multitud, y los caballos, aunque murieron dos, cumplieron briosamente los 13 restantes su tarea. Cuando cayeron ocho capitanes indios, el combate se debilitó y el enemigo emprendió la retirada.

      Los tlaxcaltecas pidieron entonces la paz; «querían antes ser vasallos de Vuestra Alteza —dice Cortés— que no morir y ser destruidas sus casas y mujeres e hijos». Recibieron a Cortés en la capital con festejos, considerándole ahora como su campeón contra los odiados aztecas. De allí en adelante fueron los tlaxcaltecas devotos aliados de Cortés, trabajando y peleando junto a los españoles con los clamores mezclados: «¡Castilla!, ¡Castilla!, ¡Tlaxcala! ¡Tlaxcala!», facilitándose así la conquista de Méjico.

      Volvamos por un momento a la ciudad imperial de Méjico. Fácil es imaginarse la creciente alarma del monarca azteca cuando oyó que estos audaces y misteriosos extranjeros, después de arrebatarles las tribus tributarias de la costa, habían vencido primero y luego enlazado en estrecha alianza a los enemigos inveterados e indomables de su dinastía y su pueblo. En esta situación de ánimo envió nuevos emisarios a la ciudad de Tlaxcala, apremiando a Cortés para que se alejara de Méjico. Pero los magníficos regalos que trajeron los enviados fueron, más que otra cosa, argumentos poderosos a favor del avance. Después de tres semanas de reposo en Tlaxcala, Cortés, seguido por una hueste de guerreros tlaxcaltecas, tomó el camino de Méjico a través de Cholula, ciudad aliada de los aztecas y famosa como lugar sagrado de toda aquella región por su gran pirámide, rematada con un templo. Aquí, al principio, le trataron bien y le alimentaron; pronto, sin embargo, varió esta conducta, y se sospechó que tendían una emboscada, siendo confirmado tal recelo cuando Marina, que todo lo contó a Cortés, supo por una mujer de Cholula, amiga suya, la existencia de una conspiración para exterminar a los españoles. Cortés atacó el primero. A una señal convenida, sus hombres se precipitaron sobre una multitud de cholultecas desarmados. «Dímosle la mano, que en dos horas murieron más de tres mil hombres... todos éstos han sido y son, después de este trance pasado, muy ciertos vasallos de Vuestra Majestad», dice Cortés. Después de soltar a cuantos cautivos estaban siendo engordados por los cholultecas para el sacrificio, de haberles condenado los ídolos y recomendado la religión cristiana, condujo Cortés su ejército, auxiliado por 4.000 indios, a Méjico, atravesando terreno montañoso. A su paso recibió regalos de las ciudades —oro, algodón, mantos y mujeres indias— y escuchó amargas quejas contra la tiranía azteca.

      Prevenido siempre, descendió al valle y durmió en una ciudad asentada mitad en la tierra y mitad en el agua. Al día siguiente, el señor de Tezcuco, sobrino de Moctezuma, vino en una magnífica litera llevada por ocho jefes, que barrieron el suelo ante sus pies cuando se apeó para saludar a Cortés. Un día después entraron en Iztapalapa por una amplia calzada levantada sobre el agua. «Desde que vimos —cuenta Díaz— tantas ciudades y villas pobladas en el agua, y en tierra firme otras poblaciones y aquella calzada tan derecha por nivel como iba a Méjico, nos quedamos admirados y decíamos que parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís, por las grandes torres y edificios que tenían en el agua, y toda de cal y canto; y aun algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían entre sueños... no sé cómo lo cuente, ver cosas nunca oídas ni vistas ni aun soñadas... y en aquella villa de Iztapalapa de la manera de los palacios en que nos aposentaron... la hue1ta y jardín... la diversidad de árboles y los olores que cada uno tenía, y andenes llenos de rosas y flores... ahora esta villa está por el suelo perdida, que no hay cosa en pie.»

      Habiendo encontrado en sus cuarteles señales de una puerta secreta, la abrieron y hallaron una habitación llena de los inmensos tesoros dejados por el antecesor de Moctezuma. Subidos al templo de la gran pirámide, abarcaron la ciudad con su concurrido mercado; las calles, rectas y limpias, por las que no circulaba ningún animal; las calzadas conducentes a la tierra firme; el acueducto que traía agua dulce; multitud de canoas transportando alimentos y mercancías. Pero al llegar a los santuarios que coronaban la pirámide, quedaron espantados ante el fétido y sangriento horror de los sacrificios humanos. La víctima era arrastrada gradas arriba, derribada y atada a la piedra convexa del sacrificio por cinco sacerdotes, mientras el sexto le abría el pecho y le arrancaba el corazón, que era quemado ante

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