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Los conquistadores españoles. Frederick A. Kirkpatrick
Читать онлайн.Название Los conquistadores españoles
Год выпуска 0
isbn 9788432153808
Автор произведения Frederick A. Kirkpatrick
Жанр Документальная литература
Серия Historia
Издательство Bookwire
Balboa, ejerciendo ahora el mando, capitán general y gobernador interino, pendiente del capricho real, demostró señaladas condiciones de caudillo. Tomó como base su cuartel general de Darién y re corrió en sus bergantines 25 leguas al Oeste, sojuzgando o atrayéndose las tribus costaneras y haciendo incursiones tierra adentro o remontando los ríos en busca de alimentos, oro, esclavos y poder. Aplacó las revueltas de los españoles contra su autoridad con su tranquila astucia, su habilidad para sacarlos de cada dificultad y peligro, su espíritu de justicia al repartir el botín y lo mucho que cuidaba a sus hombres. «He ido adelante por guía y aun abriendo los caminos por mi mano», dice Balboa al rey en una carta. Consiguió ascendiente sobre los indios por una combinación de fuerza, terror, espíritu conciliador y diplomacia. Nos dice mucho sobre sus métodos el que, como a Cortés diez años después, en Cholula, le denunciase una muchacha india que tenía en su casa la conspiración tramada por los nativos para acabar con los españoles. Se casó con la hija de un jefe indio llamado Careta, al cual había derrotado en un a batalla y luego auxiliado en sus guerras contra otras tribus, asegurándose así valiosos aliados y dominando aquellas regiones con ayuda de los mismos habitantes. Su suegro Careta y otro jefe notable llamado Comogre, incluso aceptaron el bautismo y recibieron en la pila nombres cristianos. Métodos más rigurosos empleados en otros casos le valieron súbditos sumisos y esclavos. Llegaron provisiones; sembraron maíz, y sus hombres, reforzados por 450 más procedentes de la Española y España, llegaron a habituarse al género de vida del explorador de las tierras tropicales. Se recogió mucho oro, sobre todo el atesorado en adornos, regalado, o dado a cambio por los indios amigos, y obtenido a la fuerza y por el tormento de los demás. Balboa poseía un perro llamado Leoncillo, hijo del famoso Becerrillo, dotado de la misma habilidad para traer gentilmente por la mano a un fugitivo o destrozarlo si resistía. Leoncillo recibía la parte de un arquero en todo botín, y ganó para su amo mucho oro y esclavos.
En una extensa carta dirigida al rey, documento interesante y característico, fechado en 1513, Balbo a habla de «grandes secretos de maravillosas riquezas», que había descubierto, pero «teníamos más oro que salud, que muchas veces... holgaba más de hallar una cesta de maíz que otra de oro... muchas y mu y ricas minas... lo he sabido en muchas maneras, dando a unos tormento y a otros por amor y dando a otros cosas de Castilla». Solicita 1.000 hombres aclimatados de la Española, armas, provisiones, carpinteros de buques y materiales para construir un astillero. Por último pide que no le envíen letrados, «porque ningún bachiller acá pasa que no sea diablo... hacen y tienen forma por donde hay mil pleitos y maldares».
Balboa, quizá con justicia, habla de su política humanitaria para con los indios, y en una carta posterior (octubre de 1515) la hace contrastar con las crueldades brutales e impolíticas de otros capitanes, que luego causaron la rebelión de todo el país. Pero, por otra parte, aconseja que a una tribu de caníbales o tenidos por tales se les queme vivos, tanto jóvenes como viejos, y para evitar las fugas de esclavos, sugiere que debe trasladarse a los indios desde Darién a las Antillas y traer a otros de éstas a Darién, ya que, arrancados a su suelo patrio, no podrían escaparse. La compasión de un polizón aventurero, que quizá nunca fue muy susceptible, es fácil de embotar con el constante sufrimiento y peligro, y con ver cada día cómo perecían de hambre compañeros suyos. El incendio, la mutilación, el descuartizamiento, el apaleamiento hasta la muerte, todo ello en público, eran castigos corrientes en Europa, y Balboa pudo sin escrúpulo quemar o torturar a un indio, o arrojarle a los perros salvajes que acompañaban a los españoles en todas sus empresas. «Los aventureros españoles en América —dice John Fiske— necesitaban todas las concesiones que la caridad pueda hacerles», y Helps pide al lector que se imagine «qué sería de él si formase parte de una de estas compañías que luchaban en un clima feroz, soportando miserias que no pudo imaginar, perdiendo gradualmente sus hábitos civilizados, haciéndose cada vez más indiferente a la destrucción de la vida —de la vida de los animales, de sus adversarios, de sus compañeros, aun de la suya propia—, conservando del hombre la destreza y la astucia, y haciéndose cruel, atrevido y rapaz, como la bestia más feroz de la selva».
Un dramático incidente dio lugar a un nuevo avance. Estaban los españoles pesando las ofrendas de oro en la puerta de la casa de Comogre, cuando el hijo de éste golpeó de pronto las balanzas, esparciendo el oro, y, señalando al Sur, exclamó que en aquella dirección se hallaba un mar y una región más rica en oro que España lo era en cobre; pero, según afirmó, la conquista de aquella región requeriría 1.000 hombres. Balboa decidió llegar a aquel otro mar del que había oído hablar. Con informes exactos de sus amigos indios se embarcó en Darién y navegó al Oeste, hacia la parte más estrecha del istmo —que en este lugar sólo tiene 60 millas de anchura (o menos, si fuera posible atravesarlo en línea recta)—, pero eran 60 millas de terreno montañoso y quebrado, obstaculizado por ríos y pantanos, cubiertos de selva densa, apartado de los lugares de aprovisionamiento y albergando hostiles tribus indias. Balboa se internó al Sur con guías y servidores indios y 190 españoles. Por lo menos dos veces encontró obstruido el camino por tribus indias enemigas; sin embargo, el explorador se proponía la paz, y mediante una combinación de fuerza y diplomacia se abrió paso o convirtió en amigos a los enemigos.
Al aproximarse a la cumbre, desde la cual, según le habían asegurado, se divisaría el mar, se adelantó solo. Desde la altura abarcó con la vista un nuevo Océano que se extendía ante él, y, arrodillándose, levantó las manos al cielo en acción de gracias; entonces hizo señas a sus compañeros para que se acercaran, y, tras un segundo acto de devoción en común, dijo haber llegado el fin y consumación de todos sus trabajos. Había resuelto la principal incógnita de las nuevas tierras, y la fecha, 25 de septiembre de 1513, precisamente veintiún años después del primer desembarco de Colón, es el segundo hito en la historia de los conquistadores.
Después de cortar ramas en señal de toma de posesión, levantar una cruz y un pilar de piedras y grabar en los árboles el nombre del rey, siguió Balboa más al Sur. Pasados algunos días desembarcó en la playa del golfo de San Miguel; allí se adentró en el agua salada hasta la cintura, armado con el escudo y la espada desenvainada, y erguido entre las olas del mar recién descubierto, elevó el estandarte de Castilla e hizo testigos a sus acompañantes de que tomaba posesión de aquel mar y de todas las provincias y reinos adyacentes en nombre de los soberanos castellanos. Aquel mar era el Océano Pacífico.
Con riesgo de su vida, se embarcó Balboa en frágiles canoas sobre las aguas encrespadas. Encontró una rica pesquería de perlas y reservó las mejores para enviarlas al rey con una remesa de oro y la noticia de su descubrimiento. Tras unos cinco meses de ausencia, regresó a Darién cargado de riquezas, orgulloso y rebosante de valor, no habiendo dejado en los países que cruzó sino indios amigos o pacificados. Oviedo, que conocía a Balboa y sus hazañas, da los nombres de 20 jefes indios, cuya alianza se había agenciado en el transcurso de su gobierno; el total era de 30 reyezuelos aliados.
Los mensajeros enviados por Balboa a España, que llevaban el oro y las perlas que evidenciarían sus servicios y su gran descubrimiento, llegaron demasiado tarde a la corte para poder prevenir una tragedia que se estaba incubando. El rey, al recibir las acusaciones de Enciso sobre el proceder de Balboa, había nombrado gobernador de Darién a Pedro Arias de Ávila, llamado corrientemente Pedrarias, hombre ya viejo, afamado por su discreción y sus leales servicios en muchas guerras. Los poderes ilimitados en tierra salvaje debieron endurecer su carácter, pues se le conocía después por furor domini. Cuando los enviados de Balboa fueron al rey con las elocuentes ofrendas de que eran portadores, el rey estuvo dispuesto a revocar el nombramiento de Pedrarias, pero fue disuadido por Fonseca. Sin embargo, accediendo a la petición de hombres que hacía Balboa, ordenó Fernando que acompañaran al nuevo gobernador 1.200 soldados pagados; pero las fábulas del oro —se decía que el oro se sacaba del agua con redes— atrajeron a tantos voluntarios, además de los 1.200 a sueldo, que fue necesario poner un