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almirante Diego Colón, residente en su palacio tropical de Santo Domingo, se jactaba de haber ocupado y pacificado las islas de Jamaica y Cuba mediante sus delegados sin derramamientos de sangre. Sin derramar sangre española, es lo que quiso decir, pues la defensa principal de los desnudos y tímidos indios no consistía en el uso de sus débiles armas, sino en huir a la espesa selva y a las abruptas montañas de sus islas nativas. Hasta allí eran perseguidos, y los sobrevivientes eran entregados como siervos a los españoles. El conquistador de Jamaica fue Juan de Esquive!, de Sevilla, hombre prudente, que rigió la isla hasta su muerte, tres años después.

      En esas expediciones por las islas, las penalidades sufridas por los invasores no eran los azares de la guerra, sino el cansancio, la exposición, las enfermedades y, lo peor de todo, el hambre. Cerca de la costa podían encontrarse bastantes alimentos, pues los nativos eran muy buenos pescadores; pero, por lo demás, no producían más alimentos que los que necesitaban por el momento. Y cuando los españoles se internaron en las Grandes Antillas, las escasas raciones de pan de cazabe y batatas —cuando podían lograrse— constituían un débil sustento para el soldado europeo.

      Lo referente a la grande y fértil isla de Cuba tiene más interés, pues así como se sintieron atraídos hacia su suelo los espíritus más aventureros y ambiciosos de la Española, así se convirtió a su vez Cuba en punto de partida para más famosas empresas. El delegado del virrey era aquí Diego de Velázquez, hombre rico, de buena fama, uno de los primeros acompañantes de Colón. El cacique de la parte oriental de la isla ofreció resistencia, pero su gente se hallaba muy esparcida; fue perseguido, capturado y quemado vivo como rebelde y traidor. La isla —700 millas de longitud— fue sometida poco a poco en sucesivas expediciones y sin grandes combates; se distinguió en ellas un lugarteniente de Velázquez, Pánfilo de Narváez, cuyo nombre veremos reaparecer en la historia de la conquista continental.

      Se fundaron en Cuba ciudades españolas, y los indígenas fueron repartidos entre los colonizadores, que así se hicieron encomenderos, o sea, señores feudales de los vasallos indios. Estas encomiendas o feudos, conocidas en la isla con la denominación menos técnica y más sencilla de repartimientos, tienen una breve historia; se redujeron a la nada con la desaparición de la población nativa y se importaron esclavos negros para que sustituyeran a los siervos indios, que se agotaban por momentos. Dos de los posteriores colonizadores de Cuba merecen nuestra atención: el sacerdote Bartolomé de las Casas, el cual fue luego el adalid y protector de los indios, vivía despreocupadamente por entonces, como los demás encomenderos, del trabajo de sus esclavos indios, y Hernán Cortés, cuyas hazañas se relatan en cuatro capítulos posteriores de este libro (capítulos V a VIII).

      [1] Diego Colón marchó a España en 1515, y después de reclamar insistentemente en la corte sus derechos hereditarios, regresó a Santo Domingo como gobernador (aunque la Audiencia era la que regía de hecho) hasta 1523, en que volvió a España; siguió durante dos años a la corte en sus continuos traslados, insistiendo vanamente en sus pretensiones, hasta que murió en 1526.

      [2] El gran incremento que tomó el ganado vacuno alimentado en terreno salvaje tuvo lugar algo más tarde.

      IV.

      EL MAR DEL SUR

      ¡Al Sur! ¡Al Sur!

      T. A. JOYCE

      Ojeda se embarcó en noviembre de 1509 con 300 hombres y 12 yeguas. Nicuesa partió pocos días después, llevando seis caballos y unos 700 hombres, pues su atrayente personalidad, junto a la fama dorada de que gozaba Veragua desde el último viaje de Colón, arrastró muchos reclutas para esta segunda expedición. El caballo era aún desconocido en el Continente y sus habitantes se aterraban al verlo. De los 1.000 hombres o más que se lanzaban así, en dos grupos, en busca de fortuna, sólo conservó la vida un centenar escaso al cabo de unos cuantos meses. Unos cayeron en las luchas; otros en algún naufragio; otros, envenenados por las flechas que lanzaban salvajes emboscados en la selva. Pero en su mayoría murieron simplemente por el hambre y las penalidades. Esta tragedia era el prólogo del descubrimiento del mar del Sur y de la conquista de medio Continente.

      Ojeda ancló en la amplia bahía donde después se levantó la ciudad de Cartagena. Al momento desembarca con 70 hombres para atacar a los indios, pero su imprudente confianza recibió un duro golpe; sólo él y un compañero lograron burlar a la muerte en la huida, gracias a su agilidad de pies y a su habilidad usando el escudo, que mostró las señales de 23 flechas, mientras que el resto de la compañía, entre ellos Juan de la Cosa, fueron alcanzados por las flechas envenenadas y murieron delirando. Después de tomar una feroz venganza de los habitantes, Ojeda estableció un puesto al oeste del golfo de Uraba; pero sus hombres, aparte de las víctimas causadas por las flechas, se morían de hambre. Por su audacia imprudente él mismo cayó en una emboscada, y una flecha envenenada le atravesó un muslo. Esta vez salvó su vida cicatrizando la herida con hierro candente, amenazando al médico con ahorcarlo si no le aplicaba este terrible cauterio.

      Sus acompañantes, menguados diariamente por la muerte, se salvaron de una extinción total por la llegada casual de un barco pirata tripulado por los desertores de la Española, que lo habían robado. Ojeda marchó con los piratas en busca de ayuda, dejando de jefe a un fornido soldado llamado Francisco Pizarro, hasta que su lugarteniente, el letrado Fernando de Enciso, llegase con refuerzos. Después de extraordinarias penalidades, llegó Ojeda a la Española, donde vivió un año más en la pobreza, pero siempre lleno del mismo indomable valor y atemorizando a cualquier agresor de capa y espada.

      Enciso, al llegar con los refuerzos y provisiones, tomó en un principio a Pizarro y sus compañeros sobrevivientes por desertores del grupo principal. Entre los recién llegados venía un polizón, Vasco Núñez de Balboa, quien para escapar a sus acreedores de la Española se había ocultado a bordo de uno de los barcos de Enciso, dentro de un tonel vacío. Era un hombre de unos treinta y cinco años, alto, proporcionado, fuerte, inteligente, enemigo de toda ociosidad y muy resistente para el trabajo y el cansancio. Su energía, su capacidad y su conocimiento del terreno —pues ya había visitado esta costa con Bastidas— le hicieron destacar pronto, ya que el bachiller Enciso, aunque oficial estimable, fiel cumplidor de la ley y notable luego por una valiosa obra sobre la geografía de las Indias, dio pruebas de no estar tan capacitado para la tarea de mandar, en un país salvaje, a una compañía de aventureros famélicos y desesperados, ellos también reducidos al salvajismo por la necesidad, el peligro, el cansancio y los primitivos alrededores.

      Balboa condujo por mar a sus compañeros hasta un lugar del Darién, «muy fresca y abundante tierra de comida y la gente della no ponía yerba en sus flechas». Todos estuvieron de acuerdo en que Balboa fuera el alcalde de una «ciudad» recién fundada, que recibió —cumpliéndose con este bautizo un voto— el nombre de Santa María la Antigua, pero fue conocida por lo común con el nombre de Darién. No tardó en hallarse un pretexto para desposeer de su autoridad a Enciso, que protestó inútilmente, arrestarlo y enviarlo a España, donde había de contar su

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