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eres un bebé y no puedes preguntar «¿qué significa?» porque aún no has aprendido a hablar? ¿Qué haces entonces?

      Observas y escuchas. Prestas atención a lo que sucede a tu alrededor. Hay mucho que escuchar, al fin y al cabo. La gente te habla todo el tiempo, excepto cuando estás comiendo o estás a punto de quedarte dormido. También tienes mucho tiempo para escuchar, porque en realidad no hay mucho más que puedas hacer. Cuando estás despierto y no estás comiendo, todo lo que puedes hacer es estar tumbado y asimilar tu nuevo mundo —cómo es, cómo se siente, cómo huele, cómo suena—. Y, sobre todo, cómo suena cuando los ruidos provienen de otro ser humano.

      Hay algo especial en el sonido del habla. Lo oímos desde antes de nacer. Lo oímos también después de nacer, articulado de formas extraordinariamente melodiosas. Nunca dejará de asombrarnos. Con el tiempo, llegamos a darnos cuenta de que el lenguaje es la herramienta más maravillosa que tenemos para expresar nuestros pensamientos y sentimientos, y de que es el lenguaje, más que ninguna otra cosa, lo que hace que nos sintamos humanos. Los animales pueden comunicarse entre ellos, como veremos más adelante, pero no tienen nada que iguale al lenguaje humano.

      A los bebés les encanta escuchar. Lo sabemos porque, cuando oyen un sonido, giran la cabeza hacia él. Esa es la respuesta que esperan los especialistas en audición (llamados audiólogos) cuando comprueban que los oídos de un bebé funcionan correctamente. El audiólogo se coloca detrás del niño y hace un ruido, como el de tocar una campanita. Si el bebé la oye, girará la cabeza en la dirección del ruido. Si no mueve la cabeza después de varios intentos, los médicos realizarán más pruebas para averiguar si el niño es sordo.

      Los bebés también quieren escuchar; quieren aprender el lenguaje. Cuando digo que «quieren» no me refiero a que estén pensando deliberadamente en ello, a la manera en que tú o yo podríamos querer una bicicleta o un ordenador nuevo. Lo que quiero decir es que el cerebro de un niño está configurado de tal modo que está listo para las lenguas. Está buscándolas, esperando a que lo estimulen y activen. Los investigadores del lenguaje han hablado de que el cerebro cuenta con un «dispositivo de adquisición del lenguaje», concebido como una enorme red de células que ha evolucionado a lo largo de miles de años para ayudar a los humanos a aprender a comunicarse entre ellos tan pronto en sus vidas como sea posible. No deberíamos sorprendernos de que los bebés aprendan lenguas —ni de que las aprendan tan rápido—. Están diseñados para hacerlo.

      Es importante que nos fijemos en que estoy hablando siempre de lenguas y no de una lengua. Tres cuartas partes de los niños del mundo aprenden más de un idioma; algunos aprenden hasta cuatro o cinco al mismo tiempo. Esto puede sorprender a la gente que esté acostumbrada a vivir en comunidades donde solamente se hable un idioma, pero es perfectamente normal. Debemos pensar en ello desde el punto de vista del bebé, que todo lo que sabe es que hay personas que le están hablando. No tiene ni idea de que las palabras pertenecen a diferentes idiomas, y no se dará cuenta de esto hasta que sea mayor. ¿Qué más da que su madre hable de una forma; su padre, de otra, y la señora de la tienda, de una tercera? Son solo palabras. Los bebés lo aprenden todo de forma natural, como respirar.

      El cerebro humano puede manejar docenas de idiomas —y quiero decir, literalmente, docenas—. Un periodista llamado Harold Williams demostró todo lo que se puede conseguir. Era corresponsal extranjero del periódico The Times a principios del siglo XX. En 1918 fue a una reunión internacional, conocida como la Liga de las Naciones, y allí habló con todos y cada uno de los delegados en su propia lengua. ¡Hablaba 58 idiomas con fluidez! Se merece varios signos de admiración: ¡¡¡58!!! Esa proeza hace que aprender dos idiomas —ser bilingüe— parezca en realidad una tarea sencilla.

      Si de todos los elementos y piezas que construyen una lengua, lo primero que se adopta es el ritmo y la entonación, como vimos en el capítulo 2, ¿qué viene después? Los padres conocen la respuesta a esa pregunta, la esperan con ansia conforme su bebé se acerca al final de su primer año de vida. Y, cuando finalmente ocurre, quedan fascinados. ¿Qué es?

      Una palabra.

      Una primera palabra.

      Los niños enseguida distinguen las palabras en el habla que los rodea. Esto sucede porque, cuando pronunciamos, algunas palabras, y partes de algunas palabras, suenan mucho más fuerte que otras. Sobresalen. Imagina la siguiente situación: estamos jugando con un bebé, y un perro entra a la habitación. ¿Qué es lo que le diremos al niño con toda probabilidad? Seguramente algo parecido a esto:

      ¡Oh, mira! Es un perrito. Hola, perrito…

      ¿Y cómo lo diríamos? ¿En qué elementos pondríamos el énfasis? Pronuncia la oración en voz alta y escucha qué partes suenan más fuerte. Es algo parecido a esto:

      ¡Oh, mira! Es un perrito. Hola, perrito…

      Esas son las partes que nota el bebé. Desde su punto de vista, nuestro enunciado sonaría así:

      mira… perrito… ho… perrito

      Fíjate en que algunas palabras se repiten. Sin darnos cuenta, estamos enseñándole la palabra perrito.

      ¿Entiende el bebé lo que decimos? A menudo es difícil saberlo, pero algunas veces podemos ver, por cómo reaccionan, que saben a lo que se refiere una palabra. En una ocasión realicé un pequeño experimento para demostrarlo con mi hijo Steven cuando tenía alrededor de un año. Lo senté en el suelo rodeado de algunos juguetes, incluidos un autobús de juguete, una pelota y un osito de peluche. No les estaba prestando demasiada atención hasta que le pregunté: «¿Dónde está tu pelota?» De inmediato, la miró y estiró la mano para cogerla. Entonces, después de que hubiera jugado un rato con ella, le pregunté: «¿Dónde está tu osito?», y él miró a su alrededor, buscándolo. Pasados unos minutos, le pregunté: «¿Dónde está tu autobús?». Esa vez no hizo ningún movimiento.

      Parece que Steven conocía las palabras ball ‘pelota’ y teddy ‘osito’, pero no bus ‘autobús’. También sería posible, por supuesto, que conociera la palabra bus, pero que simplemente no se hubiera molestado en buscar ese juguete. Quizá se estaba aburriendo con ese juego. O quizá pensaba: «Ya estoy harto de ser el objeto de un experimento. ¡Quiero comer!» En cualquier caso, dio claras muestras de que entendía las otras dos palabras.

      La gente que estudia el lenguaje de los niños pasa mucho tiempo observando cómo reaccionan los bebés ante el habla que oyen a su alrededor. Graban vídeos de adultos y niños interactuando, y los examinan muy cuidadosamente para ver si los bebés muestran señales de entender lo que dicen los adultos. A veces, las señales son muy sutiles —ligeros movimientos de los ojos, la cabeza o las manos—. No te fijarías en ellos si estuvieras ahí sentado junto al niño, pero, estudiando las grabaciones, podrías detectarlos.

      ¿Cuántas palabras conocía Steven cuando cumplió doce meses? Mi impresión era que conocía alrededor de una docena. Claramente, conocía mummy ‘mamá’ y daddy ‘papá’, así como ball ‘pelota’, teddy ‘osito’, drink ‘beber’ y otros pocos nombres de cosas. Podía también relacionar algunas palabras con las actividades a las que se referían. Por ejemplo, después de hacerle cosquillas, le preguntábamos: «¿Otra vez?», con un tono de voz interrogativo —y la emoción en su lenguaje corporal reflejaba sin lugar a dudas que quería más—. Peep-bo ‘cucú’ era otra expresión de juego que reconocía. Sabía que, si derribaba una torre de bloques, alguien seguramente diría down ‘se cayó’; y que escucharía all gone ‘ya está’ cuando se terminase toda la comida del plato. Parecía reconocer algunas de estas palabras muy pronto, más o menos desde los seis meses.

      A las palabras de un idioma se las llama vocabulario. Steven estaba empezando a aprender el vocabulario del inglés, proceso que se dio en dos etapas. La primera de ellas era entender algunas de las palabras que oía a su alrededor, pero, a los doce meses, todavía no había aprendido a pronunciar por sí mismo ninguna de ellas. Cuando alguien produce palabras por sí mismo, decimos que estas pertenecen a su vocabulario activo. Cuando,

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