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como si no tuviera nada que temer—. Pero no se demore, quiero escoger un asiento cerca del rey.

      Qué descarada.

      El guardia revisó la invitación un momento, pero no pareció encontrar nada extraño. No por nada Berd hacía las tarjetas todos los años; jamás habían descubierto una de sus falsificaciones.

      —Por aquí, por favor.

      Tal y como lo había dicho, Bo había conseguido un asiento cerca del rey. O bueno, tan cerca como era posible, que en realidad no era mucho. Aún así, consideré que era un riesgo innecesario, pero seguramente ella me diría algo como “no seas gallina, ni siquiera sabe que estamos aquí”. Y quizás tendría razón, pero eso no lograba quitarme los nervios ni la vergüenza de que mis padres me vieran haciendo algo tan estúpido. No había tenido elección, novios y novias estábamos sentados en dos líneas paralelas en las que cada uno miraba a su pareja en la fila de en frente, y si Bo había escogido ponerse la soga al cuello, me tocaba seguirle el juego.

      Me tenía incómodo el hecho de no ver a otros miembros del Cuervo por ningún lado. Había otros chicos del Borde, pero nadie con quién hubiera trabajado, y me pregunté si acaso todos mis compañeros serían personas que aún no había tenido el placer de conocer. En realidad, lo que pensara no era importante, por ahora, todo lo que debíamos hacer era casarnos. Sin preguntas. Sin quejas.

      —¡Ciudadanos y ciudadanas! ¡Estimados súbditos! —se elevó la voz del rey, causando un silencio absoluto e inmediato—, ¡Que alegría me da verlos! No saben cuánto añoraba el día de hoy, ¡una celebración más allá de lo imaginable!

      Volteé la cabeza para mirar a las tribunas del anfiteatro. Cientos de familias miraban al rey como polillas encandiladas; confundidas y embobadas, como si no pudieran creer su suerte.

      —Estoy seguro de que el rumor ya les habrá llegado —continuó con una sonrisa cómplice—. Hoy les presentaré a una persona muy especial. Tras largos años de arduo trabajo y preparación, mi hija, la Princesa Viana, ¡está por fin lista para casarse!

      Los aplausos llegaron como un rugido. Junto a al monarca, una hermosa joven se puso de pie y saludó con un tímido, pero grácil movimiento de mano. Salvo por el color de su piel canela, no guardaba ningún parecido con su padre, quien era todo ángulos y dureza. La princesa poseía un hermoso rostro ovalado, con enormes ojos color ámbar y una larga trenza de cabello cobrizo. Sin quererlo me encontré aplaudiendo yo también.

      Un hombre que se encontraba de pie junto al rey apaciguó los aplausos con un gesto de sus manos. Cuando el monarca se levantó, el silencio lo siguió de inmediato.

      —El cálido recibimiento hacia mi adorada hija me llena el corazón —comenzó el hombre—, y estoy seguro de que su princesa se siente de la misma manera, sin palabras para expresar su enorme emoción al verlos a todos aquí hoy.

      La princesa asintió con una sonrisa. Me pareció que quería agregar algo, pero su padre continuó rápidamente, casi como si su intención fuera evitar que su hija hablara con sus súbditos.

      —Esta temporada —prosiguió solemne—, recibiremos la visita de la Familia Imperial de Chiasa. Como saben, el Kwan Xiao es un gran amigo del palacio real, y esperamos estrechar aún más los lazos con el imperio vecino a través de nuestra descendencia —levantó una mano en el aire, deteniendo los aplausos antes de que comenzaran. Junto a él, la princesa hizo una mueca, pero desapareció con tanta rapidez que me pregunté si quizás lo había imaginado—. Confío en que ustedes, mis queridos súbditos, harán sentir a la corte de Chiasa como en su propia casa, sabiendo sacar a relucir los mejores aspectos de nuestra maravillosa ciudad.

      Por el rabillo del ojo, vi a Bo hacer una mueca, incrédula. Estábamos pensando lo mismo: Xiao ni siquiera se detendría en la ciudad, su carruaje iría directo a los grandes muros del palacio.

      Y es que Arcia funcionaba como un conjunto de tres grandes semicírculos coronados por una cadena de montañas. En el mismísimo centro, se encontraba el distrito real. Cientos y cientos de hectáreas completamente aisladas del resto del reino por un enorme muro de piedra pulida, que se elevaba hasta siete metros sobre el suelo, y alrededor del cual siempre había guardias en uniformes morados patrullando. Desde el exterior, no se podía ver absolutamente nada hacia adentro, pero sabíamos que dentro del vasto terreno se encontraba el palacio real con todas sus comodidades y una pequeña villa de mansiones donde vivían los nobles y otros miembros valorados de la sociedad.

      Justo fuera del muro, se extendía el segundo anillo; el reino tal y como había sido concebido siglos atrás. Aquellas familias más adineradas vivían en barrios adyacentes al muro, desesperados en su intento de permanecer lo más pronto posible a aquellas personas a las que querían parecerse. Hacia afuera, las casas iban haciéndose más sencillas, pero jamás pobres. Arcia era un territorio con mucho dinero, y los ciudadanos procuraban que se notase: las calles de piedra estaban siempre relucientes, de los faroles colgaban macetas con flores coloridas, y el aire siempre olía a pasteles y otras exquisiteces.

      Así como los que ansiaban poder vivir dentro del muro, los habitantes del tercer anillo añorábamos acceso a los privilegios que otorgaba vivir en el reino. Relegados a los terrenos baldíos colindantes -los que llamábamos el Borde-, los taki habíamos construido nuestras casas con lo que teníamos. Vivíamos de trabajos mal pagados y peligrosos, y no éramos bien recibidos dentro de la ciudad. Si bien no teníamos prohibido entrar en las calles de Arcia, los residentes tenían todo el derecho de negarnos la entrada a sus tiendas, corrernos de sus espacios públicos e incluso llamar a la policía ante cualquier ‘actividad sospechosa’. Con nuestras calles de tierra y viviendas a medio terminar, vivíamos tan alejados de todo que para muchos de nosotros el muro no era más que un lejano referente que jamás podríamos ver con nuestros propios ojos. ¿Ver el palacio? Ni soñarlo.

      Pero bueno, para algo estábamos aquí.

       VIII Vistas desde la vitrina

      A pesar de que todos mis súbditos se habían puesto de pie para aplaudirme, no podía dejar de mirar la pálida luna que se asomaba demasiado temprano, como si quisiera participar de la celebración. Es cierto que desde casa el muro era tan sólo una pequeña línea, muy lejana en el horizonte, pero sin ella, el cielo frente a mí parecía infinito y la tierra bajo él como si nunca fuera a acabarse. Recordé saludar como me lo habían pedido, e incluso estaba preparada para dedicarle a mi pueblo unas dulces palabras de agradecimiento por su tan cálida bienvenida, pero fue casi un alivio que mi padre tomara las riendas del asunto, ya que mi mente parecía estar muy lejos de allí.

      Centenares de personas escuchaban atentas las palabras de mi padre, y frente a nosotros, al menos tres docenas de otros jóvenes como yo esperaban impacientes para consolidar su amor bajo el amparo de la Estrella. Se me hizo un pequeño nudo en el estómago cuando recordé que, en tan sólo seis meses, me encontraría en su lugar, pero en vez de docenas, seríamos sólo él y yo, con toda la corte mirándonos mientras el hombre que habían escogido para mí y yo prometíamos amarnos para siempre, trabajando juntos por el bienestar de nuestros territorios.

      —… Kwan Xiao es un gran amigo del palacio real, y esperamos estrechar aún más los lazos con el imperio vecino a través de nuestra descendencia…

      Kwan Xiao… Chamté Hiro… y próximamente, Chenté Viana Aldemar.

      —Confío en que ustedes, mis queridos súbditos —continúo mi padre—, harán sentir a la familia real de Chiasa como en su propia casa, sabiendo sacar a relucir los mejores aspectos de nuestra maravillosa ciudad.

      El nudo que tenía en el estómago se hizo más grande, pero de inmediato se relajó. Los últimos días habían sido un ciclo infinito de sorprenderme cada vez que escuchaba a alguien nombrar a Chiasa para luego recordarme que ya lo sabía, y que en el fondo siempre lo había sabido.

      —Sin

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