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haberla perdido de vista. Me senté pacientemente a esperar, consciente de que podría tardar mucho tiempo en salir, y con mis dedos encendí una llama en un montón de hojas secas para que Pyra se acostara a descansar. Como era una salamandra, odiaba los climas fríos, y aunque aún no había terminado el otoño, sabía que no le hacía gracia tener que estar esperando a Bo a la intemperie.

      —Con que aquí estabas —saludé a Bo cuando salió del agua unos veinte minutos más tarde.

      —Elián… —me saludó con una sonrisa incómoda—, Pyra, están aquí…

      —Estamos aquí —contesté, devolviéndole la sonrisa.

      —Creí que estarías entrenando —dijo sin salir del agua todavía.

      —Y yo creí que estarías en casa dándole golpes a tu saco de harina —respondí yo—. Sin embargo, aquí estamos.

      —Qué coincidencia…

      —Déjate de juegos, Bo —resoplé cansado—, y ven aquí a decirme por qué hay sangre en esta camisa.

      —No fue mi culpa —apuró, pero no le presté atención. Era su frase favorita.

      —Espera, ¿qué es eso que tienes allí? —pregunté cuando la vi salir del agua.

      —Nada —dijo mientras se tapaba rápidamente el estómago—. No me mires si estoy desvestida.

      —Ay Bo, por favor. Quita tu mano de allí —exigí—. Estrellas, Bo, ¿es eso una… es una quemadura? ¡Y tu brazo! ¡Bo, eso es un mordisco! ¿Qué fue lo que pasó? —le pregunté angustiado esta vez.

      Bo se sentó a mi lado todavía chorreando. El frío no le molestaba si estaba mojada, y generalmente se quedaba un rato esperando a secarse al aire libre antes de volver a vestirse, para aprovechar el contacto con el agua todo lo que podía, aún así, temblaba, y cuando una lágrima solitaria cayó por su mejilla tuve que voltearme para que no se avergonzara.

      —Keto —soltó después de un momento—, y Mat y Leroy.

      —¿Ellos te hicieron esto? —pregunté sorprendido. Bo ya se había peleado con ellos antes, y además de un par de moratones o un sangrado de nariz, siempre salía ilesa.

      —Le rompí la nariz a uno de los chicos de Keto —confesó, y cuando vio mi expresión apuró—. Juro que fue un accidente. Eso los enfadó mucho, e intentaron desvestirme para ver ‘qué estaba escondiendo’.

      —Oh no…

      —Por suerte intentaron quitarme los pantalones primero, y no llegaron lejos —continuó con un hilo de voz—. Se detuvieron porque apuñalé a Mat.

      —¡¿Qué hiciste qué?! —exclamé. Bo me miró dolida, y me deshice en disculpas de inmediato. Comprendía que había sido su única salida, pero si antes habían tenido problemas con ella, ahora probablemente la querrían muerta. Por primera vez deseé que el Solsticio llegara rápido.

      —Te prometí que no sacaría mi cuchillo si no era extremadamente necesario, y no lo he hecho. O no lo había hecho —se corrigió—, pero no tenía muchas más opciones —se quejó.

      —Ven, vamos a que te limpie esas heridas —dije poniéndome de pie.

      Bo comenzó a vestirse sin importarle las manchas de tierra y sangre sobre su ropa. Su cuchillo de cuarzo, en cambio, estaba prístino. Era la única cosa que Bo cuidaba con su vida.

      —Creo que debería ir a casa —dijo cuando estuvo lista. Sabía que lo que realmente quería decir era ‘llévame a casa’. Pero una de las reglas implícitas de ser Bo era jamás pedir ayuda, así que solo asentí y nos pusimos en camino.

      Como lo supuse, no dijo nada cuando dejé mi calle atrás y seguimos caminando en dirección a la suya. Sabía que sus padres apenas la notarían cuando llegara, y que lo primero que haría Bo sería ir a la cama, así que tuve que pedirle por favor que se atendiera las heridas. No me habría sorprendido que las dejara olvidadas hasta que alguna se infectara.

      —Buenas noches, Bo —me despedí, y Pyra siseó para hacer lo propio.

      —Buenas noches, Eli, y Pyra, y todo el mundo que puede dormir de noche —respondió amargamente. Ambos sabíamos que tenía largas horas de insomnio por delante.

       III Hogar, dulce hogar

      —Ya llegué —me anuncié cerrando la puerta tras de mí.

      La casa estaba helada, incluso más que el aire nocturno, pero la manta seguía doblada sobre la silla de tres patas que se apoyábamos contra la pared. Mi madre asintió levemente, sin despegar los ojos de lo que fuera que estuviera leyendo. Mi padre siguió estudiando unos documentos, inmutable.

      —¿Hay algo de cenar? —insistí.

      —Puedes preparar algo —respondió mi mamá—. Tu padre no ha comido.

      —¿Tú no tienes hambre?

      —No mucha.

      —¿Tortillas de maíz está bien? —le pregunté a papá, que no parecía haber reparado en mi existencia todavía.

      —Lo que quieras —respondió mamá.

      Fui a mi habitación a cambiarme y escondí la camisa bajo mi almohada. Mi madre no decía nada cuando dejaba mi ropa llena de tierra en el cesto, pero no tenía ganas de explicarle por qué mi camisa estaba manchada de sangre y aguantarme el sermón que vendría después. Me miré unos segundos en el espejo para evaluar los daños; además del mordisco y la quemadura, tenía un número considerable de rasguños y moratones que ya estaban poniéndose verdes. Tomé la botella de alcohol que mantenía escondida bajo el colchón, empapé una camiseta y me la pasé por todos los lugares donde vi algún tipo de herida. Satisfecha, volví a la cocina a triturar los granos de maíz para hacer las tortillas.

      Mis músculos estaban adoloridos por la pelea, e incluso algo tan simple como hacer funcionar el molinillo hacía que tuviera que tomar una gran bocanada de aire cada vez que giraba la manija. El olor a maíz, aceite y especias me había abierto el apetito, pero cuando revisé, vi que el tarro de galletas estaba vacío, y también el de las avellanas. Todos los contenedores sobre el mesón tenían solo migajas o aire dentro. Nos habíamos quedado sin nueces, semillas o frutas disecadas, y el pequeño baúl que teníamos para el pan solo tenía un trozo mordisqueado que se había puesto duro hace días.

      —Mamá, ¿quieres que vaya a hacer la compra mañana?

      —Todavía tenemos comida en la alacena —dijo restándole importancia—. Mañana tenemos que ir por tu vestido.

      Comencé a armar las tortillas, pero apretaba la pasta con demasiada fuerza, y se me escurría entre los dedos. El dichoso vestido, ¿cómo olvidarlo? Con ese dinero podríamos haber llenado los tarros y la despensa por una quincena completa, pero no comprarlo no era algo que nos podíamos permitir. No era solo el hecho de tener que usarlo (y en público) lo que me ponía de tan mal humor, sino que pensar en él inevitablemente me llevaba a pensar en el Solsticio, y en lo que vendría después…

      La ciudad ya había comenzado a llenarse de guirnaldas y arreglos de flores invernales. En unos cuantos días los pasteleros pondrían en sus vitrinas tartas de crema selena, e incluso pasteles con varios pisos decoradas con flores de azúcar para aquellos que vivían más cerca del muro principal. Nosotros no tendríamos nada de eso; con el vestido era suficiente, además, no teníamos nada que celebrar.

      El aceite siseaba en el sartén caliente, y desprendía ese olor característico que adquiría cuando había sido reutilizado demasiadas veces. Ni siquiera me molesté en mirar dentro de la alacena, hace días que se nos había acabado la última botella.

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