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uno a un niño de la edad de Chloe que su madre ya no volvería?

      Pero ella no era quién para decir nada. Si Chloe quería hablarle de algo, la escucharía con atención; pero por su parte no tenía intención alguna de sacar el tema.

      Después de dejar a Chloe, Penny le hizo una visita a su hermana antes de volver a la mansión Stephano, como ella la llamaba. Era un poco raro que Stephano viviera solo en una casa tan grande; o bien celebraba muchas fiestas, o bien su esposa lo había hecho en vida.

      En la parte de atrás de la casa había una hilera de plazas de garaje, de las cuales le habían asignado una para que aparcara su pequeño utilitario. A Penny le extrañó ver el elegante Aston Martin de Stephano allí aparcado. ¿Qué hacía en casa a esas horas? Miró el reloj y vio que ni siquiera era la hora de la comida.

      –¿Dónde has estado? –le preguntó enfurruñado en cuanto Penny entró en casa.

      Le dio la impresión de que había estado esperándola.

      –Lo siento –se disculpó ella–. No sabía que tenía que informarte de mis idas y venidas. He ido a ver a mi hermana. Tú mismo me dijiste que durante el día tenía tiempo libre.

      –Pensé en invitarte a comer.

      Penny se quedó asombrada.

      –¿A mí? ¿Por qué?

      Una niñera que salía a comer con su jefe era algo poco habitual.

      –Porque anoche no terminamos nuestra conversación –respondió él–. Pero si prefieres dejarlo… –se encogió de hombros.

      –Siento mucho lo de anoche, yo…

      Él la cortó.

      –El tema está zanjado ya. Vamos, ve a dejar las bolsas; nos vamos en de diez minutos.

      Después de cambiarse de zapatos, pintarse un poco los labios y echarse un poco de perfume, Penny bajó las escaleras con el corazón acelerado.

      El vestíbulo de entrada era un espacio bello y elegante, con suelos de madera y espejos, flores frescas y sillas talladas a mano. Pero ella estaba ciega a todo eso, y sólo veía el rostro serio de Stephano; serio, pero increíblemente apuesto. No podía creer que fuera a salir con él. En todos los años que llevaba siendo niñera, nunca le había ocurrido nada igual.

      Cuando la agencia le había preguntado si aceptaría ese empleo, ella lo había hecho sin reparos. Sin embargo, nadie le había hablado de Stephano Lorenzetti, ni le habían dicho que era uno de los hombres más ricos del país, ni mucho menos que fuera tan guapo.

      Stephano observó a Penny que bajaba las escaleras. Se fijó en cómo estiraba el pie para dar un paso, y también en la suave tela de la falda que se le pegaba a los muslos, y después en sus tobillos delgados. La sangre parecía correrle por las venas a toda velocidad. Observó el suave bamboleo de sus pechos bajo el top de algodón estampado, y el corazón le dio un vuelco. Entonces levantó la vista y la miró a los ojos.

      Ella sonreía.

      Parecía feliz de salir con él, y eso a la vez le sorprendía y halagaba. La noche anterior le había hablado con dureza, y de inmediato le había pesado. Penny le había tocado un punto débil.

      Un día tal vez le dijera que su esposa y él se habían divorciado hacía ya cuatro años, y que todo el amor que un día había sentido por ella, había desaparecido mucho antes. Helena nunca le había dicho siquiera que tenía una hija. De haberlo sabido, la habría ayudado, habría podido conocer a su hija; y no estaría en la situación en la que se encontraba en esos momentos.

      Cuando había descubierto la verdad, había sentido incredulidad y rabia, y le había costado mucho aceptar que ella le hubiera hecho algo así. Nunca había sido consciente de lo mucho que ella lo odiaba. Sólo de pensarlo se le encogía el estómago.

      Menos mal que estaba allí Penny. Le parecía una mujer valiente y apasionada, y afortunadamente no parecía interesada en él. Por lo menos le resultaba novedoso, refrescante. Estaba tan acostumbrado a que las mujeres estuvieran siempre pendientes de él, de que las mujeres lo adularan para terminar en la cama con él, que Penny era como un soplo de aire fresco.

      Sin duda ella le tendría como un padre desnaturalizado, pero lo cierto era que se sentía perdido. No tenía ni idea de lo que uno tenía que hacer para educar a un niño; los niños eran un misterio para él.

      –Muy bien –dijo–, una mujer que no tarda horas en arreglarse. Me dejas impresionado.

      –No me he cambiado, espero estar bien. No iremos a ningún sitio demasiado elegante, ¿verdad?

      Parecía un poco preocupada, y Stephano sonrió para tranquilizarla.

      –No te preocupes por nada, estás estupenda.

      ¿De verdad había dicho eso? ¿Él? Debía de tener fiebre o algo parecido. Además, aquello no era una cita. Ella lo intrigaba, y quería saber más cosas sobre ella, pero eso era todo. Aun así, Penny no tenía obligación de contarle nada de su vida si no quería.

      ¡Aunque él tuviera ganas de enterarse de todo!

      Había llamado a su chófer mientras Penny se arreglaba, y en ese momento la condujo fuera donde los esperaba el Bentley. Al ver su expresión de sorpresa, Stephano se sonrió, consciente de que su riqueza la sorprendía.

      Él accedió por un lado y ella por el otro, y ambos se acomodaron en los suntuosos asientos de cuero color marfil. El suave perfume floral de Penny incitó sus sentidos de tal manera que Stephano no recordaba haber sentido nada tan intenso en mucho tiempo. Sólo supo que a partir de entonces ese perfume siempre le recordaría a ella.

      Penny estaba nerviosa, y tenía las manos entrelazadas y apoyadas en el regazo, las rodillas y los pies juntos y la espalda recta. No había pensado que fueran a ir en un coche así con chófer; de haberlo sabido, se habría cambiado de ropa. Ella no estaba acostumbrada a tanto lujo, y en ese momento rezó para que su jefe no la llevara a un restaurante igualmente elegante.

      –Relájate –le rugió al oído–. No te voy a morder, te lo prometo.

      Penny se retiró, y aunque no vio su expresión ceñuda, supo que él se había molestado por un leve gesto de tensión que lo delató. No estaba acostumbrado a que una mujer se apartara de él; más bien lo contrario.

      Por una parte, Penny no quería apartarse de él; y tenía que reconocer que en ese momento le habría apetecido muchísimo que él la estrechara entre sus brazos fuertes y calientes. Pero por otra sabía cómo acabaría eso. Para empezar ella no pertenecía a su clase, y Stephano se limitaría a utilizarla para abandonarla después; igual que había hecho Max. Penny no estaba dispuesta a volver a pasar por eso.

      Los hombres no sentían las cosas del mismo modo que las mujeres; sus emociones no entraban en juego cuando tenían una aventura, y por eso eran capaces de cortar una relación sin sufrir las consecuencias de la ruptura. Sin embargo, para las mujeres no era lo mismo.

      –¿Adónde vamos? –preguntó ella, horrorizada al percibir una nota ronca en su voz.

      –A unos de mis bistros favoritos.

      Penny pensó que un bistro no sería un sitio tan elegante, y se relajó un poco.

      –¿Y por qué no conduces tú?

      Él esbozó una medio sonrisa que le dio un aire infantil.

      –Por el problema del aparcamiento. Ya sabes cómo es Londres.

      –Podríamos haber tomado el metro –dijo Penny, que al instante se echó a reír al ver la cara de susto de Stephano–. Supongo que no habrás tomado nunca el metro.

      –Últimamente, no –reconoció él.

      Seguramente, desde que había hecho su fortuna, pensaba Penny.

      –La verdad es que es agradable que la lleven a una así, en un coche como éste –dijo ella, botando suavemente

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