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de la persona afectada por su condición de enferma y la aparición de prejuicios o valoraciones adversas que trascienden su situación sanitaria. O dicho de forma más sencilla: pensando, por un lado, que la enfermedad se debe en gran parte a su responsabilidad (o falta de ella) porque no son capaces de ponerle remedio; y por otro, que esa circunstancia, y sus comportamientos asociados, limita negativamente ciertas capacidades o habilidades de la persona afectada.

      Le voy a poner algún ejemplo histórico, para que pueda comprenderlo mejor.

      Durante el siglo XIX, a los inmigrantes irlandeses que llegaban a América se los acusaba de ser responsables de diversas enfermedades porque eran «sucios y faltos de higiene». Además de tener que sufrir una enorme mortalidad por cólera y otros padecimientos, tuvieron que soportar acusaciones de «pecadores y espiritualmente indignos», que para colmo se utilizaban como explicación del origen de sus desgracias respecto a su salud. También cuando los afroamericanos morían de tuberculosis a principios del siglo XX, en lugar de invertir en la prevención o tratamiento de la enfermedad, las autoridades de muchas ciudades americanas prefirieron alertar a sus ciudadanos blancos respecto al riesgo de mezclarse con afroamericanos o de contratarlos para cualquier tipo de trabajo.

      En estos y otros muchos casos en los que se han repetido este tipo de situaciones, el entendimiento social de la enfermedad suele incorporar juicios morales sobre las circunstancias en las que esta se contrajo, absolutamente sesgados y exacerbando la hostilidad preexistente hacia los colectivos más afectados.

      Pero no hace falta remontarse demasiado al pasado para encontrarse con el estigma hacia los enfermos; el sida fue un caso «de manual» y que se estudia en las facultades de Medicina. En principio se la definió popularmente como una enfermedad de «gente de mala vida», tales como homosexuales y promiscuos. Y se llegó al extremo de que algunos amantes de las conspiraciones plantearon incluso hipótesis relacionadas con el diseño del virus VIH en un laboratorio, con el objetivo de castigar a colectivos que manifestaran comportamientos «moralmente rechazables». Sin embargo, en cuanto empezó a afectar de forma masiva a la población, incluidos relevantes e influyentes personajes de los ámbitos político, económico, cultural e intelectual, fuimos testigos de una rápida reacción dirigida a reconducir la situación.

      En un artículo publicado en una revista de salud pública estadounidense, se resumía la situación vivida durante los años de explosión de esta enfermedad de la siguiente forma (19):

      En el caso del VIH / SIDA, el papel perjudicial de la estigmatización fue tan evidente que las agendas de salud nacionales e internacionales identificaron explícitamente el estigma y la discriminación como principales barreras para abordar con eficacia la epidemia. Ya en la década de 1980, apenas unos años después de que la enfermedad se identificara inicialmente, la discriminación contra las personas en riesgo de contraer el VIH/SIDA fue identificada como contraproducente y las primeras políticas de salud pública incluyeron elementos para la protección de la privacidad y confidencialidad de los pacientes. Como se hizo más evidente que el estigma y la discriminación estaban entre las causas fundamentales de la vulnerabilidad al VIH/SIDA, la Sesión Especial de la Asamblea General de las Naciones Unidas sobre el VIH/SIDA aprobó una declaración en 2001, en la que los estados firmantes se comprometían a «desarrollar estrategias para combatir el estigma y la exclusión social asociados a la epidemia.» Posteriormente, el estigma y la discriminación se eligieron como tema para la campaña mundial del SIDA 2002-2003. En 2007, el Programa Conjunto de las Naciones Unidas sobre el VIH/SIDA emitió el informe, «Reducción del estigma del VIH y la Discriminación: una parte fundamental de los programas nacionales de SIDA», proporcionando estrategias para centralizar la reducción del estigma y la discriminación en las respuestas nacionales a la enfermedad. Las recomendaciones del informe incluyeron la prestación de actividades de financiación y programación para los enfoques nacionales multifactoriales para la reducción del estigma y la discriminación por el VIH.

      La situación ha ido mejorando, pero hay que tener en cuenta que no estamos hablando de algo que ocurrió hace siglos. Muchas de las personas que ahora convivimos con relativa normalidad con el sida también fuimos testigos (e incluso, en cierta medida, cómplices) de las primeras etapas, llenas de prejuicios.

      Aunque queda mucho por hacer, sobre todo en los países en desarrollo y donde la falta de educación universal es uno de los principales problemas, afortunadamente en las sociedades con más recursos se trabaja por conseguir la igualdad de derechos y oportunidades, y por erradicar la discriminación de cualquier tipo y en gran cantidad de ámbitos. La sensibilización hacia los enfermos, que a fin de cuentas son los más desfavorecidos, se erige como uno de los logros característicos de las sociedades más avanzadas, a contracorriente de las crueles reglas que suelen imponer la naturaleza y la evolución, las cuales promueven solo la supervivencia del mejor adaptado, con frecuencia a costa del más débil.

      Quizás una de las asignaturas pendientes en este sentido sea el estigma hacia las enfermedades mentales; el brutal impacto que tienen este tipo de patologías (que desbaratan el funcionamiento del cerebro y distorsionan gravemente lo que consideramos como «la esencia humana», los comportamientos, valores e ideas) sacan lo más irracional de cada uno de nosotros y extraen profundos miedos. Implica una situación de estigmatización conocida y caracterizada con bastante consenso y nitidez, en la que se está trabajando intensamente, con programas innovadores en todo el mundo. Con mucho trabajo por hacer pero con buenas perspectivas de futuro.

      De todos modos, como usted ya habrá deducido tras la lectura de los ejemplos cinematográficos que le he mostrado al inicio de este capítulo, quiero hablarle de otra asignatura pendiente en relación con la estigmatización de los enfermos: la posibilidad de que exista un estigma intenso y generalizado hacia las personas con exceso de peso. Algo de lo que algunos expertos llevan alertando desde hace años, pero que no parece tener ningún tipo de impacto entre las autoridades sanitarias y las políticas de salud pública.

      En los ejemplos de estigmatización por exceso de peso que he enumerado hace unas páginas me he centrado en personas o personajes (reales o ficticios) de relevancia mediática, populares, sometidos al cruel escrutinio público, pero que solo suponen casos aislados y seleccionados sin criterio científico. Podemos encontrar otros, más familiares y cercanos, entre personas anónimas y situaciones cotidianas. Por ejemplo, las personas a veces insultamos o atacamos a otras personas para intentar hacer daño a nuestro oponente. Y lo cierto es que, después de menospreciar a la madre, que siempre es algo que sabemos que ofende sobremanera, la obesidad se utiliza con frecuencia en estos procesos. Probablemente, gordo y tonto sean los primeros calificativos que un niño suele utilizar de forma despectiva. Y cualquiera que haya sido testigo de una discusión entre adultos especialmente subida de tono, y en la que uno de sus miembros sufra sobrepeso, habrá comprobado que, si la cosa se pone fea y se llega a los ataques personales, la mención a los kilos de más acaba haciendo acto de presencia con gran rapidez. Incluso entre personas supuestamente educadas, cuando la situación se vuelve muy tensa, la baja condición humana muestra su cara menos civilizada y el calificativo gordo no tarda en aparecer, como se suele comprobar con relativa facilidad en los debates entre los tertulianos más provocativos (y frecuentemente más contratados) de las televisiones o emisoras de radio con más audiencia. Una situación realmente incómoda, pero que parece alimentar con eficacia el morbo de espectadores y ayuda al cumplimiento de objetivos de programadores televisivos.

      Y ahora, analícese usted. Le pido sinceridad, ya que nadie está compartiendo sus pensamientos mientras lee estas líneas. ¿Puede asegurar que nunca ha utilizado el calificativo gordo de forma despectiva al referirse a alguien con sobrepeso que no le cae demasiado bien o que haya hecho algo que a usted no le haya gustado? No me refiero solo a decírselo al afectado, sino a criticarlo por cualquier aspecto cuando habla con otra persona o incluso en sus propios pensamientos, o en conversaciones o reflexiones personales.

      De cualquier forma, como ya he adelantado, dado mi evidente sesgo hacia el problema de la obesidad, podría estar descontextualizando las cosas, exagerando voluntaria o involuntariamente, seleccionando situaciones de forma intencionada para ratificar mis ideas preconcebidas y confirmando de forma tendenciosa mis hipótesis. Existe una elevada probabilidad de que así esté ocurriendo. Y la única forma de contrastarlo es

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