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y Metelkov sintieron un escalofrío, pero entraron al edificio con cúpulas derrumbadas. El acabado interno del mausoleo sorprendía: las paredes estaban cubiertas de azulejos de glaseado azul con estampado en forma de moño. Hace siete siglos, la bella Mazlum-han había escrito: «La vida es bella. Es una lástima que sea tan corta».

      Después de mediodía, los habitantes de los pueblos vecinos poco a poco comenzaron a reunirse en pequeños grupos y a acercarse al mazar Shamun- Nabi, al largo mausoleo bajo con siete cúpulas y una alta portada. La gente cree que aquí fue enterrado un santo que se llamaba Shamun-Nabi. En cualquier caso, dentro realmente se encontraba una tumba de aproximadamente 25 metros de largo. Se conoce que la construcción del edificio había comenzado a finales del siglo xviii.

      Según las leyendas locales, Shamun-Nabi era el predicador en Corasmia cuando los habitantes de estos lugares ni siquiera habían escuchado acerca del islam. Mucho antes de la aparición de Shamun-Nabi, los misioneros Yajiya y Zakariya fueron encarcelados por sus sermones. Luego el futuro santo primero había comenzado a trabajar de barrendero, y su estatus aumentó hasta el de tesorero estatal. Al obtener un importante puesto de trabajo, consiguió la liberación de Yajiya y Zakariya. Él le dio una explicación a su petición: ambos profetas podían servirle al gobernante Geura. Aquel, para comprobar sus poderes divinos, había ordenado que los predicadores encarcelados le devolvieran la vista a su hija ciega y de paso revivieran a unos difuntos. Yajiya y Zakariya pasaron con dignidad las pruebas: se le regresó la visión a su hija; los difuntos resucitaron; así que los predicadores recibieron la libertad merecida. Y Shamun-Nabi comenzó a ser venerado como a un santo, cuyo mausoleo se convirtió en un lugar de adoración.

      Después de tocar con su frente el umbral del mazar, como lo exige la tradición, la gente se dirigía a la casa a ver al jeque. Las mujeres le llevaban las tortillas, uvas, melones y melocotones. Después de haber entregado los regalos, se sentaban a lo largo de las paredes en un amplio y bajo sofá.

      Tanto a los estudiantes como a los demás se les ofreció el té ya preparado. Sin embargo, no hubo tiempo para entablar una conversación. Casi inmediatamente entró a la casa el chamán o, como lo llamaban aquí, «porján». Después de colgar la pandereta en la pared, él se llevó a tres mujeres. Todos se dirigieron hacia una de las colinas. En la cintura de una de las mujeres enrollaron un cinturón blanco, ella se acostó en la tierra y luego el porján la empujó por la ladera. La mujer rodó, ganando velocidad, hacia abajo, donde la sujetó otro chamán. Ella se levantó tambaleándose un poco. Las demás personas se reían y comentaban algo en voz alta. Después de haber observado la bajada desde la colina, Yuri y Mijaíl regresaron a la casa del jeque. Para este momento ya había más gente: aparecieron los enfermos, incluso personas con fiebre. Las oraciones al lado del mausoleo Shamun-Nabi continuaban. Todos esperaban la tarde.

      Con la puesta del sol, el comportamiento del porján se cambió abruptamente. De repente se volvió muy activo: continuamente hacía muecas, bromeaba, tonteaba, hacía varias cosas: o cubría a las mujeres con su abrigo de piel de oveja o se lo ponía al revés. Aplaudía rítmicamente y hacía un peculiar sonido; cuando inhalaba se le podía percibir una sibilancia peculiar, «¡jjjo!»; cuando exhalaba salía un fuerte siseo «¡kshshsh!».

      Luego el porján entró a la casa del jeque, se acercó a una mujer anciana llamada Mariyana que estaba sentada en el sofá y continuó aplaudiendo y chisporroteando. Agarró sus manos y comenzó a moverlas de un lado al otro hacia arriba: como si estuviera realizando algunos ejercicios. Sin embargo, no había pasado ni un minuto cuando la mujer, con un gemido, se cayó al piso. El porján la sentó, tomándola por los hombros, y de repente ante su cara reprodujo un sonido parecido al pitido del látigo. La mujer inesperadamente reaccionó y ya tenía una apariencia completamente normal.

      Ya había oscurecido por completo. El porján tomó su pandereta y comenzó a probar el sonido. Descontento, sacudió la cabeza y secó la pandereta al lado del fuego. Asegurándose de la sonoridad del instrumento chamánico, lo escondió bajo su bata (khalat) y salió de la casa. Las demás personas también entraron en la oscuridad negra de la noche sureña. La larga procesión cabía con dificultad en los senderos del cementerio. La encabezaba el jeque con una linterna. Todos se dirigían hacia el mazar Mazlum-han, donde debía comenzar el dhikr. Con la puesta del sol comenzó a hacer bastante frío y lloviznó un poco.

      Por la noche, el sótano grande se veía de una forma completamente distinta. Solo una linterna colgada sobre la pared luchaba contra la oscuridad espesa; iluminaba la parte central y alrededor se movían las sombras, y debido a todo esto el sótano parecía ser infinito. Era como si los reunidos estuvieran en otra dimensión. El espacio oscuro comenzó a llenarse poco a poco de la gente que llegaba. La mayoría eran mujeres que llevaban muchos niños de todas las edades, incluso a recién nacidos. Cupieron más de cien personas, quienes se acomodaban a lo largo de las paredes en un círculo desnivelado.

      Cada uno de los que aparecían en el sótano primero se arrodillaba y luego se sentaba sobre sus talones. Cinco porjanes se acomodaron en medio y formaron un pequeño círculo interno. El mayor de ellos, cuyo nombre era Karím, de aproximadamente unos 50 años, leyó una corta oración.

      —¡Omin! –exhaló toda la gente presente junto con él e hizo un gesto peculiar.

      Uno de los porjanes comenzó a golpear lentamente la pandereta y prolongó la oración. Las únicas palabras que los estudiantes lograban diferenciar en este sótano eran los nombres Mazlum-han, Shamun-Nabi y otros que los estudiantes extraños no conocían. A menudo se repetía el conjuro:

      —¡Algam bashi bismilla!

      Mientras tanto, el ritmo de los golpes de pandereta y el ritmo de la canción poco a poco se volvían más rápidos. El porján Karím se levantó y comenzó a caminar lentamente de un lado al otro. Cuando lo hacía, balbuceaba cada vez más fuertemente unos breves sonidos abruptos, parecidos a un ronquido o un gruñido: la exhalación abrupta –kshshsh– se cambiaba por la inhalación ronca.

      Comenzó a moverse por todo el círculo inclinando su cuerpo a diferentes lados. Periódicamente agitaba las manos como si quisiera arremangarse.

      Otros dos porjanes que estaban parados cerca se tomaron por los hombros y comenzaron a inclinarse rápidamente hacia delante. En cada inclinación escupían un ronquido salvaje:

      —¡Jjjo!

      Todo esto se realizaba bastante cerca de los espectadores: estos sonidos raros los envolvían, los ponían nerviosos y los embrujaban.

      Así pasaron 10 minutos. Finalmente, la persona que fijaba el ritmo dejó la pandereta y se unió a las figuras que estaban retorciendo en éxtasis. Él ponía la palma de la mano en la boca. Por ello su ronquido se volvía todavía más horrible. Entretanto, el porján principal, descalzo, todo de blanco y con un pañuelo blanco puesto en la cabeza, comenzó a correr a lo largo de la gente sentada; miraba fijamente sus caras, como si estuviera buscando algo. Su cara estaba distorsionada por la tensión. Por su piel fluía mucho sudor. Se movía inclinándose fuertemente hacia delante, agitando las manos, y todo esto lo acompañaba con los ronquidos y gruñidos. A veces se quitaba el pañuelo de la cabeza y comenzaba a agitarlo.

      Mientras tanto, el otro porján eligió a una muchacha joven en la que se había fijado mientras estaba en la casa del jeque. Nuevamente comenzó a levantar y a bajar las manos de ella, luego puso sus propias palmas en los hombros de la niña y comenzó a balancearla al ritmo de su escalofriante ronquido. Ella comenzó a repetir los movimientos del chamán, como si estuviera embrujada. El porján la puso de pie, se la llevó al centro del círculo y comenzó a girar en el mismo lugar sosteniendo su cuello. Cerca de ellos, el otro porján y un anciano que estaba en estado de éxtasis se pararon uno enfrente del otro y comenzaron a inclinarse hacia delante frecuente y rápidamente, repitiendo el ronco «¡jjjo!» que cada vez se parecía más a un rugido.

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