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Deslizó las palmas de las manos por sus fuertes antebrazos y disfrutó de las cosquillas que le hacía el fino vello que le cubría la piel.

      —Podríamos haber esperado a mañana para regresar a San Diego —le dijo, no por primera vez. Le agarró las manos.

      —No vamos a San Diego.

      Ella se incorporó de golpe y le miró por encima del hombro.

      —Pero yo pensaba…

      —Ya sé lo que pensabas —Drew le sujetó un mechón de pelo detrás de la oreja—. Pero incluso la mejor secretaria del mundo no puede saber lo que está pensando el jefe las veinticuatro horas del día.

      —Ya es de noche —le dijo Deanna, mirando el reloj. En realidad era más de medianoche.

      Pero había aquel brillo inconfundible en los ojos de Drew Fortune. Sin duda se traía algo entre manos.

      —Si no vamos a San Diego, ¿adónde vamos?

      —Todo a su tiempo, Dee —la atrajo hacia sí y le dio un beso en el cuello.

      Deanna sintió un calor repentino. Estaban completamente solos en la cabina del jet. La tripulación, que se componía únicamente del piloto y el copiloto, estaba al otro lado de la puerta.

      De pronto, Drew le metió las manos por dentro del suéter y se abrió camino hasta sus pechos. Ella dejó escapar un suspiro al sentir las yemas de sus dedos sobre el fino encaje del sujetador. ¿A quién quería engañar? Cuando Drew la tocaba, no podía pensar en otra cosa.

      —Aquella noche en el granero fue increíble — murmuró él, sin dejar de besarla en el cuello—. Estuviste increíble.

      A Deanna se le secó la boca. Le apretó los antebrazos.

      —Y tú también —le dijo, conteniendo el aliento. Él le estaba metiendo los dedos por dentro de las copas del sostén, tocándole la piel.

      De pronto cambió de postura y Deanna terminó tumbaba en el butacón. Él estaba inclinado sobre ella y sus ojos de chocolate la miraban fijamente.

      —Sólo hubo un problema.

      Ella le agarró de los hombros y trató de tirar de él, pero él no se movió, así que tuvo que incorporarse un poco hasta alcanzar sus labios.

      —¿Qué?

      —No había luz.

      —A mí… no me importó.

      —A mí tampoco —le dijo él, riéndose suavemente—. Pero incluso mientras me estabas seduciendo…

      —¡Seduciendo!

      —No pude evitar pensar cómo sería hacerlo de nuevo con todas las luces encendidas.

      Deanna creyó que se iba a derretir por dentro. Miró de nuevo hacia la puerta cerrada que daba a la cabina de los pilotos. No había mucha luz, pero sí la suficiente. Y aquel butacón era tan tentador…

      —Me encanta lo que estás pensando —le susurró él y entonces le dio un beso arrebatador—. Pero aquí no —añadió, apartándose.

      —¿Qué? —exclamó ella, perpleja.

      —Aquí no —repitió él, dándole otro beso en los labios—. Primero necesitamos esto —dijo. Se sacó algo del bolsillo y se levantó del butacón.

      —¿Adónde vas? —le preguntó ella, extendiendo los brazos hacia él.

      —No me voy lejos —le dijo, sonriendo—. Te lo prometo —cerró las manos alrededor de las de ella y entonces Deanna se dio cuenta de que sostenía algo entre ellas—. Esto es lo que necesitamos —le tocó el dedo en el que llevaba el anillo de compromiso…

      De repente, Deanna se dio cuenta de que le había puesto dos alianzas de platino encima. El metal estaba caliente de haber estado en su bolsillo.

      —¿Drew? —le dijo, conteniendo la respiración.

      —Resulta que soy un hombre que necesitaba una esposa —se arrodilló junto al butacón.

      —¿Qué me dices? —exclamó ella, sin creérselo.

      —Sí —él esbozó una sonrisa pícara—. Pero sé que no puede ser cualquiera.

      Ella tragó con dificultad. Era incapaz de hablar en ese momento.

      —Hace falta la persona adecuada para llegar a un buen acuerdo —le quitó las dos alianzas y entonces le ofreció la más pequeña. La mano le temblaba.

      —¿Qué clase de acuerdo sería ése? —le preguntó ella, sin poder contener las lágrimas.

      —Me temo que no es negociable —Drew se aclaró la garganta—. Además, será un acuerdo de por vida.

      Deanna creyó que el corazón se le salía del pecho.

      —Bueno, creo que son unas condiciones de lo más razonables —le dijo, hablándole en un tono de lo más profesional.

      —¿Estás segura, Deanna? —le preguntó él, mirándola fijamente.

      Ella le quitó el anillo más ancho de los dos y lo sostuvo en el aire con las puntas de los dedos. Su mano también temblaba.

      —No es negociable —le dijo suavemente—. Me reiré contigo, lloraré contigo… Siempre que me quede algo de vida en el cuerpo, estaré a tu lado y siempre te querré. ¿Te parece bien?

      —Sí —le dijo él, intentando contener la emoción—. Qué pena que mi padre no esté aquí para ver lo que ha provocado.

      Ella se inclinó hacia él, le dio un beso en la frente y otro en los labios.

      —Tu padre lo sabrá. Esté o no en este mundo, lo sabrá.

      Él guardó silencio un momento.

      —No sé si creerme eso.

      —Entonces lo creeré yo por los dos —susurró ella—. Hasta que tú empieces a creerlo.

      Él la miró fijamente y, en ese preciso instante, ella supo que estaba ante un hombre que sabía lo que era amar de verdad.

      Amarla a ella.

      —¿Te casarás conmigo, Deanna?

      —Sí, por favor —le dijo ella, llorando de alegría.

      —Te pondré este anillo de momento, hasta que lo hagamos todo oficial dentro de unas horas —le dijo él, sonriendo y poniéndole la banda de platino en el dedo. Le encajaba perfectamente junto al anillo de diamantes.

      —Muy bien —ella tomó la alianza que él le ofrecía y se la puso de la misma manera.

      Durante unos segundos no pudo hacer otra cosa que no fuera contemplar aquel anillo rutilante sobre su piel bronceada. Y entonces reparó en sus palabras.

      —¿Unas horas?

      —Vamos a Las Vegas. Lo tengo todo previsto —la besó en el dorso de la mano, sobre los anillos, y entonces le apretó la palma de la mano contra su propio pecho para que pudiera sentir los latidos de su corazón—. A no ser que quieras una boda por todo lo alto… —hizo una mueca—. Supongo que podría esperar un poquito, aunque no mucho.

      Ella esbozó una sonrisa, preguntándose si alguna vez podría dejar de sonreír…

      —Bueno, me parece muy bien… —murmuró. Le rodeó el cuello con ambos brazos y tiró hacia sí—. Pero yo no puedo esperar —añadió, sellando el acuerdo con un beso de amor.

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