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en los hogares de las personas, provocó varios episodios de impugnación (Das, 2011). Peor aún fueron las acciones de salud pública desarrolladas por la administración colonial. Jóvenes médicos, apoyados por el ejército y la policía, desnudaban públicamente a hombres, mujeres y niños en busca de señales de peste bubónica. Varios relatos afirman que las mujeres indias preferían morir antes que exponer el cuerpo a médicos desconocidos. Las historias existentes se refieren también a la resistencia cultural de los hindúes a exponer el cuerpo a la observación de los ingleses (Arnold, 1987). Los individuos infectados fueron puestos en cuarentena u hospitalizados. A menudo, durante el proceso de desinfección, las casas, los alimentos, la ropa y otros bienes de las personas infectadas eran quemados y destruidos, sin su consentimiento. Disgustadas, las poblaciones afectadas protestaron, provocando, en ocasiones, el caos en varias regiones.

      Otras varias epidemias han sacudido al mundo. Una de ellas, la viruela, conoció numerosos brotes a lo largo de los siglos, siendo considerada la enfermedad más mortal de la historia (Hopkins, 2002).

      La viruela: un arma genocida del colonialismo

      La llegada de los europeos a las Américas, a fines del siglo xv, está asociada a la ocurrencia de varios brotes epidémicos en las décadas siguientes, que tuvieron como consecuencia la aniquilación de la mayoría de los pueblos indígenas de las Américas (Lovell y Cook, 2000). Pero el impacto de las enfermedades no se puede entender sin tener en cuenta las diversas dimensiones de la violencia a la que fueron sometidos los pueblos colonizados (migración forzada, esclavitud, exigencias laborales enormes y pago de impuestos exorbitantes) y la devastación ecológica que acompañó los procesos de colonización (McCaa, 1995: 429). La violencia colonial redujo considerablemente las defensas de los pueblos indígenas frente a los ataques de los colonizadores, afectando sustancialmente la economía y las estructuras sociales y culturales de las colonias (Díaz de León, 2014: 26). En este sentido, las epidemias, en contextos coloniales, se transformaron en una combinación devastadora de episodios de genocidio (muerte masiva de cuerpos) y epistemicidio (muerte masiva de conocimientos, culturas, memorias), cuyos efectos aún persisten en nuestros días (Santos, 2003a; 2014a; 2019a).

      El relativo aislamiento de los pueblos indígenas de las Américas los convirtió en víctimas de brotes de diversas enfermedades infecciosas, especialmente viruela, sarampión, tifus y cólera. Estas enfermedades fueron causadas por virus y bacterias traídos por los colonos europeos al «nuevo» continente (Nunn y Qian, 2010). La disminución de la población fue drástica. En el caso de México, las estimaciones existentes sugieren que se trataba de una región bastante poblada en la primera mitad del siglo xvi, antes de la llegada de los europeos. Las proyecciones para el centro de México y Yucatán combinados oscilan entre 3 millones y más de 52 millones de personas muertas por epidemias (Koch et al., 2019); un cálculo promedio sugiere 20 millones. En el caso de la Amazonía, se asume que esta vasta cuenca de drenaje y las áreas forestales contiguas eran regiones de densidad poblacional relativamente baja (Sá, 2004: 174). En relación al Imperio inca (que cubría los territorios actuales de Perú, Bolivia, Ecuador, sur de Colombia, Chile y partes del nordeste argentino), las estimaciones de las poblaciones de estas regiones poco antes de la conquista (1533), oscilan entre 4 y 43 millones (Lovell y Cook, 2000), con una población probable de alrededor de 9 millones para el territorio inca. En el caso de América del Norte (Estados Unidos de América y Canadá), análisis recientes sugieren una estimación de entre 2,8 millones y 5,7 millones (Milner y Chaplin, 2010).

      Los textos también describen los principales síntomas del cocoliztli, con terribles hemorragias, con gran impacto en la población indígena (Mendieta, 1870: 515). Los relatos disponibles refieren que la muerte ocurría en tres o cuatro días y la tasa de mortalidad del cocolitzli fue tal que, cuando la gente se daba cuenta de que estaba enferma, se despedían de los suyos y buscaban la paz en Dios. Siendo desconocida la causa, las explicaciones que se adelantaron fueron varias, entre ellas un castigo divino para los pueblos «paganos», ya que afectaba principalmente a los indígenas, y los españoles parecían inmunes (D’Ardois, 1980).

      Entre los factores que obstaculizaron el control de las epidemias se encuentra la limitada capacidad para implementar cuarentenas. Para la administración colonial, la cuarentena significaba interrumpir los negocios. Para los enfermos, especialmente para los indígenas, el aislamiento en hospitales con pocos medios significaba una muerte casi segura. Diferentes relatos afirman que la gente ocultaba a los enfermos de viruela, y se produjeron varios disturbios cuando la administración local optó por el uso de la fuerza para obligar a los infectados a ingresar en el hospital. Los relatos describen cómo los familiares de los pacientes desafiaron a los militares e invadieron hospitales para recoger a sus familiares (Kohn, 2008: 260). La fragilidad física de los indígenas se debió a otras dimensiones de la violencia colonial, a saber, el desmantelamiento de las estructuras socioculturales resultante, entre otros factores, de la introducción de nuevos sistemas administrativos y la imposición de la religión cristiana. La pérdida de identidad cultural no sólo provocó innumerables suicidios, sino que también tuvo impacto a nivel biológico, al deprimir el sistema inmunológico de la población, haciéndola más expuesta a enfermedades (Flores, 2017: 11-12). Finalmente, la incredulidad en los sistemas médicos traídos por los colonizadores llevó a los indígenas a evitar los hospitales, donde además se ejercía la medicina como factor de conversión. En las últimas décadas del siglo xvi, fray Gerónimo de Mendieta lamentó que los indígenas prefirieran morir en casa antes que buscar salud en los hospitales (Mendieta, 1870: 307).

      El hospital funcionaba también como un espacio privilegiado de comunicación entre diversos agentes representativos de distintos saberes en salud: curanderos indígenas, frailes, barberos y cirujanos españoles (Pardo Tomas, 2014: 758-759). En una relación de poder extremadamente desigual, los pueblos indígenas utilizaron estos y otros espacios de comunicación para resistir

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