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ya no sería Brookston, Indiana, sino un lugar tan lleno de sueños y fabricaciones como aquella ciudad fabulada. Dentro de mis cautelosas frases, y en contraste con la monumental poesía de Yeats, B se convertiría en un emblema inverso de la imaginación del hombre.

      Desde luego no recurrí a la letra por timidez ni por un sentimiento tardío de discreción; pero, a medida que entendía con claridad mis «hechos» (clubs, cultivos, productos, perspectivas, la forma del pueblo, del tamaño de bares y cobertizos), recordé el entusiasmo con que había llegado a la comunidad, cuánto había necesitado sentir que mi mente –por una vez– corría libre y abiertamente en paz, en sana y despreocupada amplitud, de la misma manera que antes mis piernas en Larimore, Dakota del Norte, me habían llevado por calles hechas a una escala perfecta para la infancia; y poco a poco advertí que, mientras redactaba mis listas (trabajos, tiendas, clima), y señalaba los estratos sociales igual que un niño cuenta los pisos de un pastel, estaba tomando notas del pueblo tan alejadas de sonar en nada significativas que no me iban a permitir encontrar ni siquiera una vaca; aun así hice mis estimaciones (cambios de población, transporte, educación, vivienda, amor), y realicé mis censos (de iglesias y sus clientelas, de dietas y enfermedades); hice mis suposiciones con respecto a la privacidad de los lugareños (diversiones, juegos, ñaca-ñacas, altas y bajas finanzas: quién da o quién toma, gorroneo, trueque o subasta), como haría cualquier geógrafo, impresionado por la seriedad del hábito, además, de la simple charla o un ocioso escupitajo o un acuclillado prolongado; una mierda reflectante en un campo a lo lejos; y, a medida que con cautela empezaba a distribuir mis datos por mi manuscrito, comenzó una disolución constante de lo real; porque, con cuanta mayor precisión uno baja por una calle verbal, con mayor precisión, en efecto, se retratan las pilas de basura, las sombras vagabundas, las hileras de maleza, el tacto del viento y las grietas en los muros; cuando, de hecho, todo lo que es concebible de entrar en la conciencia –como la luz nívea y los arreos de un caballo, el grano que se derrama y el olor a aceite, el crecimiento de los setos y la hierba, el frío sabor a hojalata en una taza abollada de hojalata– entra como el miembro de una orquesta, armado de un instrumento (el zumbido de la abeja o la muerte de una mosca, por ejemplo); con cuanta mayor exhaustividad, en resumen, observemos más que meramente advirtamos, contemplemos más que percibamos, imaginemos más que tan solo sopesemos, entonces con mayor plenitud deben el lector y el escritor, conforme sus frases ponen un pie en la página, percatarse de que ahora están ante la gentilmente amenazante presencia del Ángel de la Introversión, ese radiante guardián de las Ideas de las cuales Platón y Rilke hablaron con tanto ardor, y que Mallarmé y Valéry invocaron; ya que una sensación de resonante universalidad surge en la literatura siempre que alguna callada y por lo demás trivial, aunque única, banalidad se experimenta con una exactitud intensamente pasional: a través de un anillo de similitud que, además, define para cada objeto su tierra de disimilitud (aunque ¿dice esto alguien más aparte de Schopenhauer, que con respecto al mundo estaba también equivocado?); y, en consecuencia, el corazón del país se volvió el corazón del corazón tan súbitamente que me dejó incomodado, en B y no en Bizancio, no en Brookston, se apartó de ese yo que creí que podría expresar, en ningún lugar cercano a la niñez y con pensamientos que encerré en los párrafos como animalitos enjaulados.

      Horas de locura y evasión… romper el papel en tiras delgadas como hilos: nada fácil… deslizar luego hileras de palabras de un lado a otro de la página, esperando en vano que la diferencia será conveniente… en lugar de una particularidad pasional, intentar una tintineante singularidad… anular, tachar, XXXXX… parar.

      Y pidió a sus compañeros escritores de Rusia que guardaran su lengua. «Tratad esta poderosa arma con respeto», suplicó, «en manos diestras puede obrar milagros». Pero los milagros tampoco pueden elegirse. Y aquellos de nosotros que no hemos obrado ninguno, aún podemos ingeniárnosla para el respeto. Una estúpida esperanza nos sostiene: que la próxima vez la destreza estará ahí, y que acontecerá el milagro.

       St. Louis, Missouri

       26 de mayo de 1976

       26 de enero de 1981

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