ТОП просматриваемых книг сайта:
En el corazón del corazón del país. William H. Gass
Читать онлайн.Название En el corazón del corazón del país
Год выпуска 0
isbn 9788412305951
Автор произведения William H. Gass
Жанр Языкознание
Издательство Bookwire
Aunque eliminé el rescate, más que separarme de ella, compliqué esta concepción, y cubrí la capa moral con la escarcha de la duda epistemológica. En cualquier caso, durante la escritura en sí, el manejo de los monosílabos, la alternancia de frases cortas y largas, la integridad emocional del párrafo, la elevación de la dicción más vulgar hasta cierta apariencia de poesía, se convirtió en mi fanática preocupación.
Trabajando durante el verano, acabé el relato en septiembre, y después de eso pasaron siete u ocho años, y podéis imaginar cuántos rechazos editoriales (me parecieron cientos; todavía oigo el golpe seco del correo en el escalón de la entrada, la punzada de vergüenza en las mejillas, la humillación, las dudas, la confusión; oigo las risas de millares); y podéis imaginar cuánta compasión bienintencionada, remitida como postales navideñas, cuántas sillas rotas y tragos amargos y riñas domésticas, pensamientos oscuros y tercas resoluciones, intervinieron… antes de que John Gardner tuviese la generosidad de publicarlo en su revista, MSS.
Uno debe comenzar, pero debe saber cómo acabar. Es un conocimiento que he perdido por completo. «El chico de Pedersen» tenía un comienzo al que podía apuntar. Como la muerte, sabía que llegaría. Como la muerte, no sabía cómo iba a encararlo. Que el resto de estos relatos sean cortos; que La suerte de Omensetter sea largo y que El túnel, al parecer, se halle en interminables excavaciones: estas son cosas de las que no tenía ni idea cuando comencé. Me doy cuenta, además, de que cada uno fue escrito con conocimiento pleno del fracaso de público de los demás; escritos, por tanto, con un nerviosismo cada vez peor. Exploraba esto, probaba aquello, pero como un jardinero ignorante y descuidado, nunca sabía qué semilla había plantado, así que me sorprendía que creciera tan alto, la naturaleza de su floración.
La escritura y la lectura, como lo masculino y lo femenino, el dolor y el placer, son íntimos pero divergentes. Aunque en sí la escritura pueda ser un sustituto parcial de la expresión sexual (durante la adolescencia, en todo caso), la curiosidad sexual propulsó mis lecturas igual que un cohete. ¿Cuántas páginas áridas pasé en busca de agua? Más allá del siguiente párrafo, a vuelta de página, se materializaba un oasis de sensualidad, difuminado al principio a la luz del desierto, pero luego claro, preciso y detallado igual que un dibujo guarro. Mis rompecabezas sexuales se desprendían como sujetadores, los misterios caían a mis pies como braguitas pasadas las rodillas. ¡Ay!, un aliento ardiente como ese soplaba sobre la página hasta que amustiaba todo oasis. ¿Qué aprendí de Pierre Louÿs? ¿Balzac? ¿Jules Romains…? Sus rompecabezas y sus misterios, sus confusiones y sus mentiras. Yo no entendía. No me daba cuenta. Yo quería suciedad o pureza, inocencia o cinismo, jamás el embarrado revoltijo, el monto fijo, los tonos invariables de la verdad. Llevaba conmigo un crítico a todas partes que se levantaba a aplaudir los pasajes apasionados con desvergonzada ausencia de discriminación, y en lo que duraba la palpitante bulla que formaba era incapaz de sentir con honestidad ni de percibir con nitidez ni de pensar con claridad. Cómo no, la curiosidad sexual sigue siendo el tercer señuelo de la lectura, y, aun así, qué enorme cantidad de bello rubor corporal se malogra en la más tonta de las puerilidades cuando el escritor escribe por la razón por la que los lectores leen.
Se preguntó cómo se habían formado sus pechos en realidad. Adivínalo, dijo ella. ¿Habían emergido los pezones como gotas de lluvia en un estanque, y eran los huecos de sus muslos como copas que contendrían sus besos? Imagina lo que te plazca, dijo ella. Las ropas de ella siempre lo combatían. Sus dedos eran incapaces de construir el resto de lo que tocaban, ni siquiera cuando alguno, escurriéndose bajo las lindes de su ropa interior, traspasaba un límite sagrado. Ella le permitía cualquier libertad a condición de que entre ellos la ropa siempre los envolviera igual que un vendaje, pero sus manos o sus labios o sus ojos o cualquier cosa salvo la piel de costumbre hacía que ella se pusiera rígida, que contuviese el aliento hasta que lo soltaba como burbujas por una pajita. Él se percató de que era más agua helada que herida. Un día, de hecho, ella se había quitado todas sus prendas superiores salvo una fina blusa suave y verdosa de Celanese, y por entre sus hilos dóciles él la había comprimido. Que él protestara había sido inútil. Adivínalo, decía ella siempre. Y al final, cuando con amargura suficiente y extraordinaria él se había quejado de la dureza con la que lo atormentaba, ella había pedido el falo a sus pantalones como quien le pide una rana a un árbol. Cosita mía, dijo ella; te voy a liberar de mí. Por último, en eso se convirtió su amor, como estrecharse la mano, y al final, él aceptó este proceder porque, como él mismo explicó, se asemejaba mucho al mundo. Ella sonrió ante aquello y despacio sacudió la cabeza: tú conservas tu sueño, dijo ella, y yo mi sorpresa.
El material que conforma un relato ha de ser sometido a una compresión terrible, pero este no libera sin más su significado tal como hace un chiste. Ha de ser epifánico, y seguir no obstante siendo un enigma. Su brevedad ha de ser una función formal: la intensificación de la comprensión, el oscurecimiento del diseño.
En cierto sentido, «La señora Ruin» es un relato de curiosidad sexual trasvasado, una vez más, a lo epistemológico, pese a que tuvo su inicio en una observación que jamás usé.
3 de agosto de 1954. El retablo que sigue en la Casa con Muchos Niños: el padre se va a trabajar y está de pie junto al coche hablando con su esposa. Es alto, delgado, moreno, con mucha barba, de modo que, aunque se afeite, siempre tiene mucha sombra, casi azul, a cada lado de la cara y en el mentón. Ella es ancha, de pechos grandes, gorda, tiene ojos de cerdo, es rubia. Los niños fastidian al padre y este les chilla con una voz cavernosa, a uno lo abofetea con fuerza y a los demás los espanta con un vigoroso barrido del brazo de dentro afuera (como a gallinas). Los niños huyen, llorando y gritando y de berrinche. El padre se marcha. La madre se despide con la mano y cuando él desaparece con un furioso acelerón (el coche se le cala dos veces), ella se vuelve hacia la casa; las cabezas de los niños asoman. Ella pone voz profunda y áspera como la de él y les grita. Lanza un manotazo hacia uno o dos de ellos (falla por mucho), y hace con los brazos ademanes para espantarlos. Los niños rugen encantados. Ella entra y todos la siguen en alegre tropel.
Observé esta escena, representada con tan solo ligeras variaciones, muchas veces, y lo que me interesó de ella, finalmente, fue el triángulo que formaban la madre, los niños y mi yo público-privado; pero no empecé a inventar un Ojo narrativo, me dice mi diario, hasta el 12 de julio de 1955, cuando las primeras palabras del relato aparecieron en forma ya madura. Vacías de todo detalle persuasivo, mal enfocadas, de orden inepto, ritmo flojo, esas tempranas frases iniciales carecen de objetivo, de tono, de figura, son magras.
La llamamos señora Ruin, mi mujer y yo. La vista que tenemos de ella, igual que la vista de su marido y de cada uno de sus hijos, es la vista desde el porche. Cómo es su vida en el interior de su casita solo podemos suponerlo, pero en las cálidas, sofocantes tardes de domingo, mientras procuramos mantener fresco el porche y la vemos renquear a pleno sol, vara en mano para pegar a sus hijos, pensamos muchísimo en ello.
En noviembre advierto que he empezado a escribirme a mí mismo notitas alentadoras: anímate, muchachote, y demás. Se ha convertido en un asunto sombrío, como la escritura de todas mis ficciones. Imaginad un adulterio lleno de falsos comienzos, procrastinación, indecisión, excusas pobres, impotencia y, sobre todo, planes.