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al yo juvenil de la religión, de los parientes y la región está de tal suerte muy simplificada, puesto que no hay complicados grilletes que descerrajar, ni sutiles nudos que desanudar, el yo en cuestión es tan vago y está tan vagamente embrollado como un renglón emborronado. Nací en un lugar tan desprovisto de distinciones como mi escritorio. Cuando escribí la mayoría de estos relatos, lo hice en la mesa de la salita, tan falta de atributos como Fargo. Y nací en un tiempo tan indigno de mención en la localidad que la memoria pública moría de hambre, aunque apenas tenía seis semanas cuando me sacaron en volandas de Dakota del Norte en un canasto de mimbre igual que a Moisés. Ay… el parecido fue breve y superficial, porque mi canasto lo pusieron en el asiento trasero de un viejo Dodge que horadó casi dos mil kilómetros de polvo de grava hasta que emergió en la tiznada ciudad industrial de Ohio, donde mi padre fue a enseñar y, por último, a sujetarse con fuerza los huesos con una garra dolorida y acusatoria.

      Al principio la escuela era un aburrimiento; yo era un estudiante lento, mis logros intermitentes e impredecibles como un cable pelado. Decoraba mis días con mentiras extravagantes, indignantes. Pero también leía a Malory, y escuchaba a Ginebra dar a Lancelot su adiós:

      Pues al igual que os he amado, mi corazón no me servirá para veros a vos; pues por vos y por mí se destruye la flor de reyes y caballeros. Así pues, sir Lancelot, marchaos a vuestro reino, y allí tomad esposa, y vivid junto a ella con júbilo y dicha, y de corazón os ruego que recéis por mí a nuestro Señor, para que pueda enmendar mi errada vida.

      Enmendar mi errada vida. Y entonces todo en mí dijo: yo quiero ser así… igual que esa frase dolorida. Muy extrañamente, en un tiempo en el que nadie permitía ya que la lectura o la escritura les otorgara un rostro, un lugar o una historia, me vi forzado a formarme con sonidos y sílabas: no tan solo mi alma, como solíamos decir, sino también mis entrañas, un cuerpo que sabía que era mío porque, como respuesta al trabajo en que devenía lo que fuese que de mí hubiera, ulceraba de ira.

      Leía con la rabia hambrienta del bosque en llamas.

      Quería ser bombero, recuerdo, pero a los ocho había abandonado aquel cliché muy real por otro igualmente irreal: quise ser escritor.

      …qué? Bueno, escritor no era lo que sea que fuese Warren. Escritor era lo que sea que fuese Malory cuando escribió sus uves: mi corazón no me servirá para veros a vos. Y eso era lo que quería ser yo: una sucesión de acentos.

       …qué?

      El escritor estadounidense contemporáneo no forma en modo alguno parte de la escena social o política. De ahí que no lleve bozal, pues nadie teme que muerda; ni se lo llama a que componga. Cualquier obra que produzca ha de proceder de una temeraria necesidad interna. El mundo no atrae con ademanes, ni en abundancia recompensa. Esto no es ni un alarde ni una queja. Es un hecho. Hoy día la escritura seria ha de ser escrita por amor al arte. La condición que describo no es extraordinaria. Ciertos científicos, filósofos, historiadores y muchos matemáticos hacen lo mismo, y promueven sus causas como pueden. Uno ha de contentarse con eso.

      A diferencia de este prefacio, que pretende la presencia de vuestro ojo, estos relatos surgieron de mi interior en blanco para morir en otra oscuridad. Su existencia fue mi voluntad, pero desconozco el porqué. Salvo que de cierto modo vago quería, yo mismo, tener alma, una especial habla, un estilo. Quería sentirme responsable donde pudiese asumir la responsabilidad, y de una página endeble crear una lámina de acero: algo que por cansancio no corriera a perder su forma como todo lo demás que había conocido (creía yo). Su aparición en el mundo fue, también, oscura: lenta, concisa y poco a poco, entre dientes apretados y mucha desesperación; y si alguna persona fuese a sufrir semejante nacimiento, veríamos que la cabeza asoma un jueves, que la piel aparece al final de la semana, más tarde el hígado, y que las mandíbulas llegan después justo de almorzar. Y ninguno de nosotros, menos aún la propietaria de la abertura por la cual salió centímetro a centímetro, sabríamos qué especie planearía la criatura finalmente copiar y reivindicar. Porque escribí estos relatos sin imaginar que habría lectores que los sostendrían, hoy existen como si carecieran de lectores (una especie extraña, en efecto, como el pez plano y albino de los mares profundos, o el camarón ciego y transparente de las grutas costeras), aunque a veces algún lector deje caer sobre ellos una luz desde ese otro mundo, menos real, de la vida común y de las cosas placenteras y cotidianas.

      Ocasionalmente, la compañera de uno, con unas raras ganas de amor, dirá: «Bill, cuenta lo de la vez que increpaste a aquel camionero en el parking de camiones»; pero el público de Bill sabe que no es el emperador de las anécdotas, como Stanley Elkin, y en el mejor de los casos esperarán que no los aburra, los divierta sin vigor, ni los edifique ni los eleve, ni los cimiente ni los recomponga; y, ocasionalmente, la hija de uno todavía querrá que le cuenten un cuento, improvisado sobre la marcha, ni leído sin más ni recitado de flácida memoria. Entonces suplicarán muchísimo mejor que un perro.

      Cuéntanos un cuento, pawpaw. Cuéntanos un cuento desolado. Cuéntanos un cuento largo y desolado sobre gigantes de manos pringosas que no tienen casa, porque queremos llorar. Cuéntanos el cuento de los leones demasiado amables. Cuéntanos el cuento del perro triste que no tenía ladrido. Cuéntanoslos, pawpaw, cuéntanoslos, porque queremos llorar. Cuéntanos el del puente largo y el vagón corto y el del portazguero alto y el gran caballo del portazguero y la colita marrón del gran caballo del portazguero alto que no alcanzaba a espantar las moscas azules… porque queremos llorar. Queremos llorar.

      Bueno, ¿cuál?…, ¿qué cuento debo contaros para que os pongáis tristes y que así lloréis?

      Oh, no hagas eso, pawpaw. Queremos llorar. No ponernos tristes. Solo queremos llorar. Cuéntanos un cuento desolado. Cuéntanos el de los gigantes. Cuéntanos el de los leones. Cuéntanos el del perro. Pero no nos pongas tristes, pawpaw, solo haznos llorar.

      Bueno, cuál…, ¿cuál debo contaros entonces si lo que queréis es llorar…?, ¿qué cuento?

      De bosques.

      De bosques. Sabía que habría bosques. Sabía que habría bosques cuando habéis dicho que os contara el de los gigantes y los leones y el perro. Sabía que habría bosques cuando me habéis dicho que os contara el del puente largo y el vagón corto y la carretera estrecha que discurre hasta el puente donde descarriló el vagón.

      No hay ninguna carretera estrecha en el cuento, pawpaw. No.

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