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Zahorí II. Revelaciones. Camila Valenzuela
Читать онлайн.Название Zahorí II. Revelaciones
Год выпуска 0
isbn 9789563634037
Автор произведения Camila Valenzuela
Серия Zahorí
Издательство Bookwire
El sonido de una de las puertas dobles al abrirse la sacó de sus pensamientos. Magdalena la miraba con los ojos aún hinchados por el sueño y el brazo extendido, que le ofrecía una tostada con palta. Todavía tenía el pijama puesto y sobre él llevaba un chaleco de color amarillo que ella misma había tejido. Ese color hacía que el talismán de turmalina verde resaltara más de lo habitual.
—No puedes ir al colegio con la guata vacía.
—Ya tomé desayuno.
—Eso no es cierto. Toma.
Marina lo aceptó de mala gana y tragó tan rápido que casi no sintió el sabor del pan. Su estómago no tardó en revolverse.
—Listo, Maida –le dijo dando el último mordisco–. ¿Puedo entrar ahora?
Magdalena se hizo a un lado y Marina caminó en dirección a la cocina. Podía sentir los pasos de su hermana detrás suyo.
—¿Por qué me sigues?
—Porque estoy preocupada.
—Despreocúpate, entonces.
—Marina –siguió caminando–. Marina, mírame.
Ella suspiró antes de voltearse, aunque no sabía si por el cansancio acumulado debido a las noches sin poder dormir, al hastío por la constante preocupación de Magdalena o a la pena por la frustración de su hermana que, sabía, esta vez no podría entenderla. Nadie podía hacerlo realmente.
—¿Dónde estabas?
—En el bosque.
El sauce era lo único que le quedaba de Damián. No lo compartiría con nadie.
—¿Haciendo qué? Habla conmigo. Por favor.
—Ay, son las siete de la mañana. ¿Podemos hacer esto otro día?
—¿Cuándo? Me has dicho lo mismo durante todo el verano.
—No sé, después. Oye, hay que arreglar la puerta de la cocina.
—Pero si arreglé la manilla hace un par de días no más.
Era bueno cuando Magdalena le seguía la corriente. Al comienzo del verano le había dicho que no podría llevar esa pena sola, que se abriera con ella o, si no, dejara entrar a alguien más. Pero eso no pasaría. No quería hablar del tema. Le bastaba con sus propios pensamientos.
—Es que el problema no es la manilla, es la puerta. La madera está muy vieja y ha absorbido tanta humedad, que por eso se tranca.
—¿Y desde cuándo eres experta en construcción?
—Pedro siempre se quejaba de eso el año pasado. Decía que en el verano la arreglaría porque no valía la pena hacerlo en invierno.
El silencio se apoderó del ambiente y rápidamente Marina volvió a intervenir.
—¿Tú me vas a llevar al colegio?
—Sí, te dejo a ti y a Gabriel ahí. Apenas él salga de la ducha, me meto yo y después nos vamos.
No era envidia, pero a veces, solo a veces, le daban ganas de estar en el pellejo de su hermana. Ser adulto, no tener que ir al colegio y vivir con la persona que quieres bajo el mismo techo.
—La Meche y la Manu van a entrevistar a algunas personas para ver si nos pueden ayudar con la casa.
Cierto, necesitan a un reemplazante. Todavía le resultaba difícil asumir que Pedro no volvería, pero ahora que comenzaba el año escolar y aumentaría la carga de trabajo, necesitaban ayuda adicional.
—Dale, los espero. Apúrense porque estamos justos con el tiempo.
Magdalena le dio un beso en la mejilla y se perdió por el pasillo. Marina siguió su camino hacia la cocina. Puso el agua a hervir para tomar un té y, mientras, lavó el plato que le había pasado su hermana. Luego, tomó la bolsita, la metió en el tazón y dejó que el agua se tiñera de un tono rojizo. El vapor transportó su olor hasta ella y la llevó a otro tiempo, uno cuando su padre le preparaba limonadas y té cada vez que se resfriaba. Antes de poder probarlo, entró Manuela a la cocina, se acercó a ella, le quitó el tazón de las manos y bebió de él. El pelo negro caía lacio y mojado a lo largo de su espalda haciendo contraste con sus ojos verdes.
—Le falta azúcar.
—Sí, porque lo había hecho para mí.
Manuela fue hasta el mueble donde guardaban los aliños y vertió dos cucharaditas de azúcar dentro del tazón. Antes le habría dicho que era una falta de respeto lo que acababa de hacer y Manuela le hubiera respondido que no fuera exagerada, que se hiciera otro. A partir de ahí, habría surgido una discusión que terminaría con las dos peleadas y un té recién hecho sobre el mesón de la cocina. Hoy, ese tipo de situaciones ya no le importaban. Había aprendido a lidiar con Manuela.
—Siento que algo va a pasar hoy. O ya pasó. No sé, me siento rara.
—Bueno, el verano estuvo tan tranquilo, que de seguro lo vamos a saber pronto. No nos queda otra que esperar.
—Quizás los oscuros están de luto, después de todo, se les murió el último rastro de Ciara.
—Sí, claro, también le prendieron velas y le hicieron un funeral a Cayla. No seas pava, lo más probable es que estén planeando un ataque, así que ten cuidado hoy. Hace tiempo que no bajas al pueblo y...
—Y no es tan seguro como la casona, si sé. Estás hablando como la Maida.
Manuela dio un trago largo, apretó los párpados y llevó una mano a su pecho como si eso le aliviara el ardor. Marina sonrió.
—Me deberías dar las gracias.
Piel roja, ojos llorosos.
—¿Ah, sí? ¿Por qué?
—Si no me hubiera quedado con el té, tu lengua se habría quemado, no la mía.
—Siempre tan considerada, Manu.
Dejó el tazón sobre el mesón y apoyó una mano mientras, con la otra, revolvía el té.
—Yo también me siento distinta. Hace una semana, más o menos, que algo cambió.
—Sí, pero, ¿qué?
—Hay más elementales en Puerto Frío.
—¿Cómo puedes estar tan segura de que son elementales y no oscuros o traidores de fuego?
—No dije que estuviera segura.
—Es por tu tono...
—Estoy casi segura. Las puedo sentir, pero no como tú que lo sientes acá –puso una mano en el corazón–.