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hoy.

      —¿No te come la curiosidad?

      —Sí, pero no puedo ser impulsiva con esto. Jamás pensé que aparecería ahora y menos que sería mi profesor... Necesito tiempo.

      —Justo lo que no tenemos.

      —Bueno, vamos a tener que saber esperar porque yo no puedo hablar...

      Dos golpes en la puerta: era el enviado. Littin no dijo una sola palabra más. Salió, pero dejó la puerta abierta. Marina subió la vista de a poco hasta que se encontró con sus ojos fríos y penetrantes; teniéndolo así de cerca pudo advertir una línea fina que cruzaba su ceja izquierda. ¿Cómo habría adquirido esa cicatriz?

      Fue en ese momento que entendió lo que un año antes le había dicho Magdalena cuando conoció a Gabriel: sintió que lo conocía de toda la vida e incluso antes. Podía sentir que tenía la capacidad de abrirle el pecho, la mente, el cuerpo entero y descifrarla en dos segundos. Y ella también a él. Pudo ver su tristeza, su cansancio, pero sobre todo, su rebeldía y necesidad de libertad. En eso sí se parecían: ella no quería un enviado y él no quería ser uno.

      —Esto es muy raro –dijo ella, rompiendo el silencio de la forma más torpe posible.

      A diferencia de ella, él nunca bajaba su mirada.

      —Lo es –añadió él y se apoyó en la pizarra antes de meter las manos en los bolsillos del pantalón. Desde esa perspectiva, se veía mejor su mentón anguloso con una barba de días–. Pero relájate no más, si estamos los dos igual de perdidos.

      Marina notó que, cuando sonreía, su labio superior se hacía más fino; en cambio, el de abajo mantenía su grosor. Para su sorpresa, ella también esbozó una sonrisa a medias.

      —¿Hace cuánto estás acá?

      —Un tiempo. No había querido acercarme por razones obvias.

      Casi no hablaba, pero cuando lo hacía, parecía fabricar las palabras.

      —“Un tiempo”, qué vaguedad.

      —No creo que ninguno de los dos quiera profundizar en algo ahora.

      —En eso estamos de acuerdo –se mordió el interior del labio inferior–. Sabes todo lo que pasó, ¿cierto?

      Asintió. “Tiene la nariz recta como Damián, pero con la punta algo corva”. Su corazón seguía con Damián, pero no podía negar que algo pasaba ahí; aunque no sabía qué. Emilio tenía razón. Ahora sí sentía la gota gorda y brillante en su frente.

      —Sé todo. Tus papás, Cayla, la profecía, la elegida de fuego, Pedro.

      No fue necesario que nombrara a Damián. Los dos conocían esa historia y hablar acerca de ella, en esos momentos, solo lograría hacer más incómoda la situación. Marina trasladó el peso de su cuerpo de una pierna a la otra.

      —Y ¿dónde te estás quedando?

      Fue una pregunta tonta, para llenar el vacío. La única posibilidad de alojamiento en el pueblo era en el hostal que estaba en la plaza central. Marina sabía eso, pero no tenía idea cómo llenar la conversación.

      —Arriendo una pieza en el Hostal de la Plaza.

      Afuera se escuchaban las conversaciones y risas de los estudiantes. Marina sentía las manos sudorosas, así que las secó disimuladamente en la parte posterior de su falda. “Qué diferente es este encuentro en comparación al de la Maida con Gabriel”.

      Él la miró, ella lo miró. Sostuvieron sus miradas, pero sin incomodidad alguna; era como si los dos quisieran decirse algo, aunque ninguno supiera qué. El silencio fue demasiado largo y el timbre los alcanzó. Los dos saltaron cuando el primer sonido rompió su mutismo. León fue el primero en volver a hablar antes de que entraran todos los compañeros de nuevo a la sala. Su comentario fue bastante más asertivo que todos los que había hecho ella. Después de todo, pensó, de pronto no estaba tan nervioso como ella.

      —Mañana, después del colegio, voy a ir al local que está en la esquina de la plaza a tomar algo... Donde el Man-cho, se llama. Tú lo debes conocer mejor que yo. Si quieres llegar, no hay problema.

      Si él estaba dispuesto a correr el riesgo, ella también lo haría.

      —Dale, ahí voy a estar.

      Asintieron al mismo tiempo, como si se hubieran puesto de acuerdo y se separaron. No volvieron a verse durante el resto del día. Como no tenía más clases con Littin, tampoco lo vio a él para que pudiera entregarle algún dato sobre los enviados, cualquiera que tuviera.

      Magdalena estaba trabajando en el hospital, Gabriel tenía una jornada más extensa porque era el primer día de clases y ella no sabía manejar como para irse sola en la camioneta, así que usó la mitad de la plata que tenía para un taxi y guardó el resto para su salida de mañana con León. El taxista la llevó cuesta arriba hasta el fin del camino pavimentado e hizo a pie el sendero de tierra. Fue bueno caminar para calmar la maraña de su cabeza pero, sobre todo, el mareo de sus sentimientos. Los senderos se bifurcaban entre helechos y robles, pero Marina ya conocía a la perfección el camino de vuelta a casa. Qué distinta era en comparación al año anterior, cuando con suerte conocía la ubicación de Puerto Frío en el mapa de Chile. Qué diferente estaba todo a su alrededor. Y como si fuera poco, ahora aparecía su enviado; había llegado en el peor momento. Sabía que solo complicaría aún más las cosas. Pero, aun así, a pesar de esa alarma y rabia, algo había en él que la apaciguaba. Era un sentimiento similar a cuando era niña y recién conocía el mar. Apenas metía los pies en el agua, una sensación de paz la inundaba, así que, a diferencia de los otros niños, se adentraba en él sin aprensiones; pero cuando las corrientes submarinas le hacían tropezones en los pies y las olas se veían demasiado grandes para ella, llegaba el miedo. ¿Podía sentir por León, calma y temor al mismo tiempo?

      Llegó a la casona. Justo bajo las puertas dobles había un sobre tamaño oficio de color café. Lo levantó y dio vuelta para ver a quién iba dirigido. Estaba cerrado, remitido solo a “Srta. Manuela Azancot” con la tipografía propia de una máquina de escribir antigua. Frunció los labios. Manuela no tenía amigos que le escribieran y, si los tuviera, de seguro nadie le mandaría una correspondencia de ese tipo. La sensación de extraña incomodidad volvió a ella. Sin embargo, a pesar de la curiosidad, no le correspondía a ella averiguar de qué trataba.

      Entró a la casa, luego de traspasar una y otra sala del ala izquierda, llegó hasta la biblioteca donde sabía que la encontraría. Su hermana estaba sentada de espaldas a la puerta; una torre de libros se levantaba a un lado y un conjunto de hojas manuscritas al otro. Al frente, el notebook emitía un jazz desde los parlantes.

      —¿Alguna novedad?

      Manuela, que no había advertido su presencia, saltó sobre la silla botando los libros apilados al suelo.

      —¡Cómo entras así! ¡Me asustaste!

      —Disculpa –contestó mientras la ayudaba a recoger dos de las cuatro obras que estaban en el piso–. ¿Descubriste algo en... Anam Cara, El Libro de la sabiduría Celta?

      —Cuando tenga novedades, lo sabrán.

      Marina cambió rápidamente el tema, ya había aprendido cómo evadir discusiones con su hermana. El jazz le pareció una buena salida.

      —Duke Ellington era el favorito del papá. ¿Te acuerdas cuando trataba de enseñarnos a bailar?

      Marina soltó una risita.

      —Sí, qué horror, no sé quién bailaba peor: tú o él.

      Incluso cuando Manuela hablaba mal de Lucas, los ojos le brillaban.

      —¿Y tú? Hasta el día de hoy eres un palo de escoba, Manu, acéptalo.

      —Era muy chica, todos los prepúberes bailan mal.

      —Le gustaba bailar lentos de jazz con la mamá...

      —Le

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